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Eneas y Creúsa

Una imagen medieval representa a Creúsa, hija del troyano Príamo, en una especie de burbuja flotante, de festón ondulado, de color azul y fondo negruzco, en el momento en que se le aparece a Eneas. Así aparecían los espectros de los muertos insepultos. Así se le apareció a Eneas cuando, una vez ya franqueadas las murallas troyanas con su padre a hombros, Anquises, y Ascanio, su hijo, se dio cuenta de que ella no estaba con ellos y quiso así volver tras sus pasos para encontrarla y recogerla. Sorteando cascotes y vigas chamuscadas, se encontró con su espectro.

Se me antoja pensar en una historia apócrifa, pero verosímil: Creúsa no murió en el asedio de los aqueos a Troya. Traumatizada por la destrucción, la muerte y el dolor de la ciudad en llamas, terminó vagando por las ruinas y los rescoldos sin meta alguna. Buscaba a Eneas y a su familia, pero, en realidad, había dejado de ser éste su norte principal. En puridad, no tenía ya norte. Salió del recinto amurallado. Caminó día y noche. Algunos pastores le dieron de beber y de comer. Poco a poco se repuso. Dio testimonio de lo ocurrido.

Hace más de quince años años asistí en verano, en lo alto del Palatino, teniendo abajo un panorama extraordinario de las ruinas del Foro romano, a la lectura en italiano y latín de la Eneida de Virgilio. Día tras día fueron leyendo los casi 10 000 hexámetros dactílicos de los que está compuesto esta obra cumbre de la literatura occidental. Quedé subyugado. Las obras amplifican su sentido y adquieren aún mayor vigor cuando resuenan con experiencias vitales o con otras lecturas pasadas. Cuando era estudiante de Filosofía en la Facultad de Zorroaga, en San Sebastián, en el siglo pasado, trabajé durante varios veranos en dos ambulatorios como celador del servicio de urgencias. No sé si el primero fue en Irún o en Rentería. Lo que sí me acuerdo poderosamente es que tenía por las noches un camastro en la parte trasera de mi mostrador en donde dormía como las gaviotas o los halcones, con un ojo medio abierto y el otro cerrado, por si venía cualquier tipo de paciente: lesionado, enfermo crónico, drogadicto, etc. Durante esas interminables noches, en Rentería, y eso sí que me acuerdo perfectamente, leí La muerte de Virgilio, de Hermann Broch. La atmósfera mental y anímica que fue generándose en mí fue especialmente sugestiva, casi mágica. Mientras un flujo verbal narraba los recuerdos y tribulaciones del poeta latino, quemar o no su Eneida, contentar o no al emperador Augusto, todo ello teniendo como trasfondo el exilio del grandísimo novelista alemán, del que no era consciente entonces, yo rellenaba impresos de personas que se enfrentaban, con poca o mucha gravedad, al dolor y a la incertidumbre. No sé si recordé eso cuando presencié años más tarde esa lectura magistral de la Eneida, en el Palatino, envuelto en otra atmósfera diametralmente opuesta, la de unas ruinas esplendorosas por las que el viento de la Historia pasó y sigue pasando. Eneas sobrevolaba mi vida, sin darme cuenta.

El latinista e historiador francés Fustel de Coulanges llegó a decir que el héroe de la Eneida no era él sino los dioses de Troya, lo que, en cierto sentido, puede parecer exagerado, pero no del todo, teniendo en cuenta su (relativa) frialdad y obediencia a los dioses. No podía errar, en ambos sentidos, y si erraba, era por alguna argucia de algún dios que le desviaba momentáneamente de su trayectoria. Eneas solía retomar “el camino que [los dioses] le habían asignado”. Seguía sus “órdenes”. Hasta tuvo que abandonar a la apasionada Dido, la reina de Cartago, aquel pueblo púnico instalado en las costas de África, porque se lo habían prescrito los dioses.

Recordemos el inicio del libro III de la Eneida de Virgilio: “Abandoné, en fin, llorando, las costas y los puertos de la patria y los campos donde fue Troya; desterrado, surco el hondo mar con mis compañeros, mi hijo, mis penates y nuestros grandes dioses”. Eneas fue un exiliado que no pudo ni quiso regresar a Troya, a su casa. Al contrario del griego Ulises, su enemigo, no tenía a Penélope esperándolo. Ulises quería volver a su casa, aunque los dioses se cruzaron en su camino y le jugaron de vez en cuando unas cuantas malas pasadas. Eneas no tenía ya su hogar en Troya pues se lo habían incendiado precisamente los aqueos, que así llamaban entonces a los griegos del continente europeo. No obstante, da la impresión de que, años más tarde, casándose con Lavinia, su segunda esposa, la hija del rey de los latinos, Eneas había concluido su misión, es decir, se había desexiliado completamente, y aunque pereció en un río, ya en Italia, tuvo tiempo de dar una progenie que daría lugar a Roma, a la monarquía, luego a la República y, más tarde, al Imperio romano. ¿No somos muchos, acaso, herederos de Eneas? ¿No es todo ciudadano un fundador venido de fuera, un hijo, nieto, tataranieto  de inmigrante, de exiliado? ¿No son acaso todas nuestras ciudades hogares (e infierno a veces) fundados por extranjeros, por gente venida de fuera? En el mismo lugar donde ve Eneas, con su hijo Lulio, una cerda blanca, será donde un descendiente suyo, Rómulo, fundará la ciudad de Roma, después de haber sido amamantado por una loba. Plutarco nos dice que nada más fundarse la “Ciudad eterna”, Rómulo estableció un santuario en el que los fuera de la ley podían encontrar un refugio y lo llamó “Asilo”.

El lugar de fundación de la ciudad (eterna) se constituye desde el primer momento fundacional en lugar de asilo. La ciudad cobija, protege, alberga a aquellos que vienen de fuera. Es su primigenia vocación. Tengámoslo presente.

Eneas es el exiliado —o exiliada— que una vez expulsado, prosigue su camino, acompañado, apoyado, embargado por lo sucedido, volviendo de vez en cuando al pasado, con todo el riesgo que ello conlleva, pero con una misión encomendada, con una obra que hacer. Tiene a su padre presente, ya fallecido, lo que no es óbice para que tenga la mirada puesta siempre en el horizonte. Creúsa, en cambio ­—así se me antoja concebirla— es la exiliada, o, más bien, el exiliado, en sentido neutro— que nunca se desexilia, que ronda de un sitio en otro, sin enraizarse, mas, y esto es muy importante, dejándonos testimonio de lo que le ocurrió, contándonos lo que le pasó, siendo testigo de unos horrores que nadie ya quiere recordar, los de tantas guerras habidas en la historia de la humanidad.

Creúsa es el exilio sin brújula, a ras de la existencia, sin compañeros de fatigas, sin dioses que le guíen. Creúsa clama al cielo y nadie allá arriba le responde. Creúsa es, por así decirlo, la Lucy del exilio, la primera exiliada que fue expulsada de la primera ciudad que pudo existir en el inicio de nuestras civilizaciones. No sabemos si Creúsa está en nuestro ADN cultural, como Eneas, poco importa, pero sí, lo que es casi más importante, en los temores y esperanzas de la condición humana, en su memoria secreta. Creúsa y Eneas, Eneas y Creúsa.

Él se hace responsable de su hijo, también de su padre, aunque muere en el trayecto. Y es capaz de entrar hasta en el Hades para visitarlo. Eneas es, además, lúcido y piadoso, lúcido porque sabe las numerosas pruebas por las que va a pasar y piadoso porque no tocará los Penates llevados por su padre mientras no limpie sus manos de la sangre derramada en el combate. Es más, durante todo su exilio va a procurar, en la medida de lo posible, no siempre, honorar a los dioses y llevar a cabo los ritos y el culto debido. Sobra decir que no abandona a Creúsa. Ella se pierde en el fragor del asedio y el alboroto de la huida. Y cuando él vuelve tras sus pasos para encontrarla, ella se le aparece, en forma de sombra, de espectro, diciéndole que los dioses “no permiten que te lleves a Creúsa como compañera”. Y añade que Júpiter lo prohíbe. “Un largo exilio te espera”, termina diciendo. Eneas tiene que ser, por lo tanto, un viudo animoso y piadoso, fiel a los dictados de los dioses, responsable de sus hombres, imbuido de una misión. En definitiva, el exilio no lo toma como como delirio, sino como destino. No lo vive como laberinto, sino como desafío. No se embelesa con su exilio, ni se enreda en él, sino que lo asume, apretando los dientes, para sobrepasarlo, sin nunca negarlo.

Tal vez sean ambas figuras tutelares dos modalidades del exilio, la de fundar y la de narrar, la de explorar y la de dar testimonio, la de sentirse imbuido de una misión y la de esparcir recuerdos compartidos. Eneas es la memoria proyectada hacia el futuro. Una ciudad es lo que puede ser otro, puede surgir de la naturaleza, de un pueblo, de un campamento (nómada, de refugiados), de una barriada de unas chabolas, de una muralla, de una periferia, de una zona industrial, etc. A su vez, todas estas modalidades del lugar pueden llegar a ser, pueden transformarse, pueden llegar a ser ciudades o convertirse en ellas, sin tener proyecto alguno de hacerlo. Todo borde de ciudad es polvo y barro. Toda fundación de ciudad es obra, en último término, de los que habitan los márgenes, de los extranjeros. Todo afuera se puede volver un adentro. Todo adentro se puede deshilvanar en un afuera inmisericorde. Toda muralla, toda cerca, constriñe la ciudad, la protege, y, sin embargo, la asfixia.

En contraste, Creúsa es el olvido generador, creador, anclado en los azares de la vida presente y del horror del pasado. Ella nos dice que toda frontera del exilio es aire. Todo exilio está desprovisto, en realidad, de fundación. Es etéreo, con los pies al aire, agarrados a una tirolina cuya cuerda es múltiple y volátil, quebradiza y caprichosa. De esta forma, somos, simultáneamente, exiliados por la memoria solidificada que son nuestras ciudades, crisol de migrantes y refugiados, siglo tras siglo, y por esa “memoria” aérea, ventosa, que son nuestros deseos más recónditos. Todos hemos tenido que empezar de cero y reconstruir nuestras vidas, como el troyano; todos hemos tenido que seguir el rastro de nuestras fidelidades más genuinas y, a veces, traicionarlas, como ella. Todos hemos querido ser alguien, como Eneas, y todos hemos sido, finalmente, οὔτις (outis), que así se dice “nadie” en griego, como Ulises, ante el cíclope Polifemo, como Creúsa, olvidada de (casi) todos.

Los Eneas y las Creusas, desde la antigüedad hasta el siglo XXI, fueron políglotas, resistentes, vivieron en incalculables países, se arraigaron y se tuvieron que desarraigar y luego vuelta a empezar; por sus venas corrieron culturas diversas, algunas muy alejadas, en una ósmosis permanente. Han enriquecido considerablemente al mundo, haciéndolo menos homogéneo y tedioso, menos endogámico y estrecho. Mucho de nuestra cultura, de la filosofía, de la literatura, de la música, de la arquitectura, de la ciencia, es deudor de los exiliados.

Seguir el rastro de Eneas y de Creúsa, en sus numerosos avatares históricos, es uno de los objetivos que me he propuesto en un ensayo que saldrá, si todo va bien, el año que viene.

San Sebastián, a 4 de agosto de 2023.

 

 

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