En la escena final de X-Men: Los orígenes, la realidad histórica de la crisis de los misiles de Cuba se altera totalmente, utilizándola como excusa narrativa para escenificar el choque entre mutantes buenos y malos, en una inteligente maniobra narrativa, pero también una sutil apelación al inconsciente colectivo del pueblo norteamericano, a quien se le recuerda que la amenaza permanece, pero con rostro cambiado. Ya no son los buques rusos los que hay que detener, sino un poder superior que amenaza con relegar a los humanos al papel de meras comparsas.
En los últimos años, hemos vivido una sofisticación del modelo bipolar —buenos y malos— heredado de la guerra fría, acorde a un nuevo panorama geopolítico mucho más complejo que antaño. Los malos ya no son un ente determinado, sino que se convierten en algo impredecible, un enemigo de mil caras surgido de un lugar más allá de la historia, pero para cuya derrota hay que seguir contando —y justificando— con la capacidad de patear traseros de los queridos Estados Unidos de América.
En búsqueda de un nuevo enemigo
La década de los noventa trae el final definitivo de la guerra fría, y con ello del gran enemigo del cual se había nutrido el cine de acción y ciencia ficción. Pero las amenazas no desaparecen, simplemente se tornan mucho más imaginativas y espectaculares. Aparcado momentáneamente el peligro nuclear y la colonización roja, los guionistas se fijan en un enemigo implacable, ante el que no valen las estratagemas políticas: la naturaleza. Las denominadas disaster movies inundan la cartelera con devastadores terremotos, tsunamis, volcanes, meteoritos, tornados y demás catástrofes naturales.
En Deep Impact (1998), la humanidad es puesta al borde de la extinción por un cometa que se dirige irremediablemente hacia la tierra. Esta amenaza exterior provoca la unión de los viejos enemigos Estados Unidos y Rusia, quienes montan una expedición conjunto para desintegrar el asteroide detonando las mismas bombas atómicas que estaban destinadas a destruir al otro apenas unos años antes. Toda una paradoja que apunta ya a la imaginación de unos guionistas abocados a inventarse el enemigo en lugar de copiarlo de la realidad bipolar de los últimos 50 años.
El tráiler de la delirante Volcano (1997) trae a colación la idea de que el desastre puede ocurrir en cualquier lugar, en cualquier momento. En la pantalla todo parece ser posible, hasta la súbita erupción de un volcán bajo la ciudad de Los Ángeles. A pesar de tratarse de teorías disparatadas, se busca una mínima explicación científica, una recordatorio de que esto ciertamente podría ocurrir. Esta apropiación del discurso científico es otra característica importante de las disaster movies, que evidentemente no aspiran a fundamentarse en sólidas evidencias científicas, pero sí partir de ellas para dejar volar la imaginación destructiva.
Son películas que buscan lo que el filósofo polaco Zygmunt Bauman acuñó en Miedo líquido (Paidós) como miedo derivativo: un fotograma fijo de la mente que podemos describir como el sentimiento de ser susceptibles al peligro. Somos conscientes de nuestra vulnerabilidad y de lo diminuto de la huella que dejamos en un mundo lleno de peligros. Es la paradoja que define al ser humano, privilegiado con la posesión de una autoconciencia pero condenado a soportar la carga que ésta supone. Una paradoja que las disaster movies saben explotar a la perfección, buscando que ese fotograma quede congelado en nuestra memoria.
Ciertamente el avance de los efectos generados por ordenador permite una recreación lo suficientemente convincente de los desastres arriba mencionados, permitiendo que el espectador juzgue, al menos durante unos fotogramas, que la inmersión bien podría ser real, hasta el punto de que cuando dichas imágenes se dan en la realidad son incapaces de asimilarlas sin su reverso fílmico. Este fenómeno se dio ciertamente con las imágenes del tsunami de Japón, tan espectaculares y espeluznantes que difícilmente se podían asimilar como reales, más bien parecíamos estar asistiendo a la retransmisión en directo de una escena de ciencia ficción:
En paralelo a ésta obsesión por las catástrofes naturales, se recupera el cine de alienígenas con títulos como Starship Troopers (1997) e Independence Day (1996), muy diferentes entre sí, pero que tienen en común el recurrir a los extraterrestres como malvados invasores cuya única intención es la de conquistar y destruir la tierra, un planteamiento ciertamente simplista a la vez que efectivo. El visitante exterior no vendrá con una rama de olivo bajo el brazo, sino con un láser de potencia devastadora, y la invasión podrá ocurrir en cualquier momento.
Como hemos podido ver, en Independence day, del director especializado en destruir la tierra Roland Emerich, se parodia la actitud pacifista de un grupo de terrícolas entusiasmados con la visita de los alienígenas. Pero sus verdaderas intenciones quedan patentes muy pronto, cuando deciden destruir todo aquello que tengan por delante con un rayo de devastadora potencia.
Poco después, el cineasta holandés Paul Verhoeven presentó una de las películas más infravaloradas de la década, la excelente Starship Troopers, donde el director hurgaba en el carácter belicista de los Estados Unidos a través de una sátira de las películas de invasiones alienígenas, presentando una futura sociedad donde solo a través del servicio militar se le concede a uno el título de ciudadano. En esta ocasión el enemigo es una raza de alienígenas aparentemente amenazados por la expansión espacial de los terrícolas, y que lanzan en represalia meteoritos desde su lejano planeta, capaces de aniquilar ciudades enteras.
Verhoeven anticipó en varios años la dirección que tomaría la política exterior norteamericana, incapaz de conformarse con el final de la guerra fría y la derrota de Sadam Hussein en la primera guerra del Golfo, esperando el momento oportuno para volver a enseñarle al mundo quien manda, y de paso fortalecer su influencia sobre la zona de mayor extracción de petróleo del planeta. El director holandés desnudó en su película la naturaleza beligerante de unos Estados Unidos en perpetua histeria, un estadio mental en donde el audiovisual ha tenido mucho que ver, estampando incansablemente en el inconsciente colectivo la idea de que nunca hay que bajar la guardia, y menos reducir el presupuesto del Pentágono y el Ejército.
Esta idea encontró su materialización definitiva en los atentados del 11 de septiembre, donde súbitamente la amenaza se tornó real. Las imágenes que se veían en los televisores no eran producto de un estudio de efectos especiales sino la realización efectiva del momento que tantas películas de ciencia ficción habían anunciado. La amenaza ya no estaba allí, en la pantalla de cine, sino aquí, en todos los canales de televisión. Los bárbaros del poema de Kavafis habían cruzado el umbral de la imaginación y habían derribado las Torres Gemelas, símbolo del poder de los Estados Unidos ¿Cómo lidiar desde el audiovisual con semejante realidad?
11-S. La realidad supera a la ficción.
Son imágenes que podríamos esperar de cualquier disaster movie, pero su carácter verídico cortocircuita la banalidad que la ficción había traído a estas escenas. No son imágenes para disfrutar, sino para sufrir y sobrecogerse con la realidad, la pura y dura realidad de un avión secuestrado, dirigido contra un rascacielos y su posterior derrumbe.
Los atentados terroristas del 11 de septiembre supusieron una herida brutal en el inconsciente estadounidense. El peor ataque en suelo americano hizo trizas la sensación de seguridad de la que disfrutaban unos ciudadanos que habían olvidado ya los peligros de la URSS. El único ataque en suelo americano desde Pearl Harbour sacudió los cimientos de una imaginería colectiva que no estaba preparada para asumir como reales las imágenes de las Torres Gemelas derrumbándose.
En las entrevistas en televisión la frase más repetida fue sin duda aquella de era como estar viendo una película. Tras haber visto sus ciudades arrasadas por mil y un peligros en el territorio de la ficción, la certeza de que este ataque era real, de que no se podía apretar pause o salir de la sala de cine paralizó de miedo a una sociedad que se entregó a los oscuros y vengativos designios de la Administración Bush. La invasión de Afganistán y la segunda guerra de Irak fue una venganza al más puro estilo Hollywood, tan espectacular como carente de sentido moral, que no económico. El presidente americano supo manejar a la perfección a una opinión pública rendida a los pies de su discurso del bien y del mal:
Las consecuencias de este ataque en el cine norteamericano no tardaron en hacerse patentes, empezando por una autocensura de películas como Spiderman, cuyo estreno se vio retrasado por contener imágenes de las Torres Gemelas. La industria se sumó al luto nacional impidiendo que ninguna imagen que evocase el ataque o mostrase los edificios atacados fuese exhibida en pantallas.
Precisamente la adaptación del cómic de Marvel batió todos los récords de taquilla en su estreno poco tiempo después, mostrando una tendencia que se confirmó a lo largo de los siguientes años: la necesidad imperiosa para los americanos de recuperar su hegemonía en el mundo, al menos en la pantalla de cine. Y allí estaba Hollywood para proveer al público con la historia del superhéroe que llega en el momento justo para salvar los muebles e impedir que el mal triunfe. Resulta perturbador que lo haga protegiendo la ciudad de Nueva York desde las alturas, patrullando los mismos rascacielos que vieron pasar unos meses antes los dos aviones utilizados por los terroristas.
Tras este pistoletazo de salida, se suceden las adaptaciones de cómics, recuperando para la pantalla la saga X-Men, Hulk, Daredevil, Batman, Catwoman, Superman, Iron Man, Captain America y un largo etcétera. Si en la década de los 90 Hollywood se había encargado de mantener viva la llama de la amenaza, tras su materialización se convierte en un terapeuta a 10 dólares la entrada, ofreciendo durante el tiempo que dure la película la sensación de seguridad que los americanos habían perdido ese 11 de septiembre de 2001. En la pantalla la diferencia entre buenos y malos es meridiana, y el espectador acude sabiendo que el primero siempre desbaratará los planes del segundo. Más que nunca el cine se convierte en refugio de lo real, dando esquinazo a la compleja naturaleza del terrorismo islámico, las causas de sus terribles acciones o el propósito de la vendetta llevada a cabo por el Ejército estadounidense.
Quizás la película que simbolice mejor estas ideas sea Iron Man, en donde el fabricante de armas Tony Starck, una especie de playboy que vive ajeno a la destrucción provocada por sus armas, es secuestrado por los talibanes en Afganistán. Tras escapar de su cautiverio se convertirá él mismo en un arma cuya superioridad garantizará la paz mundial, bajo las órdenes del Ejército norteamericano por supuesto. El recurso del arma definitiva tiene un retorcido aroma a Hiroshima y Nagasaki, pero sabe explotar el hartazgo de una opinión pública que 7 años después parecía darse cuenta de que quizás no fue una buena idea meterse en semejante avispero.
24 (maneras de evitar un atentado)
Los héroes también asaltan la televisión, con la aparición de 24, una de las series más aclamadas de los últimos años, a pesar de su cuanto menos controvertida ideología neocon de un mundo lleno de terroristas que quieren destruir los Estados Unidos. Por supuesto todo vale para detenerlos, y a lo largo de sus ocho temporadas el superagente Jack Bauer abortará multitud de complots saltándose a la torera cualquier libertad individual que se precie. La concordancia con las justificaciones que la administración Bush utilizó para implantar la Patriot Act son clarificadoras al respecto. Sirva de ejemplo el siguiente montaje promocional de la segunda temporada, en donde vemos al protagonista protegiendo el capitolio, la democracia, literalmente con las armas.
La amenaza continúa
A punto de cumplirse diez años de los atentados, el audiovisual sigue alimentando incesantemente la idea de la amenaza con nuevas e intrincadas historias apocalípticas. Al revival de las películas de Zombies —Dawn of the Dead, Zombieland, 28 Days After y la serie Walking Dead— y la recuperación para la causa de las disaster movies —El día de mañana, 2012, Knowing, El libro de Eli— se unen las estupendas y reflexivas El incidente e Hijos de los hombres.
Son películas que parten de las mismas premisas que el género acuñó en los noventa, pero que han incluido un elemento de conciencia y crítica a la sociedad contemporánea que no era tan evidente anteriormente, planteando la posibilidad de que quizás la mayor amenaza sea el propio ser humano. El hombre es un lobo para el hombre, como dijo el comediógrafo Tito Plauto. Una idea en la que a buen seguro tuvieron que ver los atentados del 11-S. Su efecto no solo fue irreflexivo —guerra— sino que supuso la corroboración de que definitivamente algo no va bien en el mundo cuando un grupo de fanáticos idean desde el puro odio semejante plan.
En definitiva, los atentados terroristas podrían habernos hecho recordar las palabras del emisario galáctico que en el clásico Ultimátum a la tierra advierte de la necesidad de poner fin a la belicosidad del ser humano. Pero el discurso de Capitán América o Iron Man resulta infinitamente más rentable, ya que la venganza del superhéroe se convierte en la venganza irreflexiva del espectador.
Esperemos pues, que nuestros actos no nos merezcan la visita del señor Klaatu, cuyo discurso final recuperamos para que sus palabras resuenen en las imágenes de las Torres Gemelas en llamas y las guerras de Irak y Afganistán que a buen seguro veremos hasta la saciedad en los medios los siguientes días: