Me venía preguntando desde que terminé de leer, hace pocas semanas, el magnífico ensayo del novelista argentino Juan José Saer, El río sin orillas, si la mente puede incitar a pensar un paisaje, es decir, si podemos expresar, trasponer, como si de una traducción se tratase, aquello que emana de unas piedras, de unas plantas, de una orografía, en un boceto mental. Mejor dicho, no es que “podamos” expresar, sino que dejemos, que facilitemos, que el paisaje se exprese a sí mismo, sin casi nuestro concurso. Me hacía también una segunda pregunta complementaria, a saber, si un ensayo puede llegar a convertirse en un paisaje mental, es decir, si un sinfín de palabras plasmadas en unas páginas pueden abocetar el paisaje que vive en mi mente, y que igual no es exactamente el que emana de ese relieve geográfico.
Todo esto viene a colación no solo de mi atracción incorregible por los grandes espacios, sino de mi interés por la parte neuronal de todo ensayo. Lo primero es más comprensible que lo primero. Ha habido muchos viajeros y exploradores cuya única casa ha sido el planeta Tierra, pero desconozco si alguien se ha interesado por el segundo problema. David Hume descubrió algo muy importante: la asociación de ideas (con sus tres principios, de contigüidad, semejanza y causalidad), que luego William James exploró con muchas más armas, filosóficas y científicas, ese “flujo de vida inmediata” en la que la naturaleza y la mente se mezclan en un sinfín de relaciones mentales, de micro-aconteceres y de concrescencias, como diría Whitehead. En todo ensayo hay toda una red, más o menos original, de conexiones sinápticas sobre algún asunto. Cuanto más complejo se vuelve — las digresiones y las divagaciones juegan un papel no desdeñable—más la red se vuelve compleja. No pocas de estas conexiones tienen poco que ver con una simple asociación de imágenes o de ideas. ¿Seríamos capaces de establecer leyes que nos permitiesen predecir el tipo de conexiones? Misión imposible porque sabemos que con un número limitado de las letras se podrán escribir un número ilimitado de libros. Demos otro paso. ¿Si el ser humano viviese de manera prolongada en otro planeta, o satélite, que no fuese la Tierra, terminaría pensando de otra manera? Es decir, ¿de qué manera los árboles que nos rodean, los pájaros que escuchamos, las colinas, cerros y montañas a los que nos encaramamos, las olas del rincón del océano que nos ha tocado vivir, el río o el horizonte infinito al que nos arrimamos, desde que dimos los primeros pasos por este mundo, imprimen un modo de pensar particular? Desprovistos de todo aquello que nos es tan íntimo (pues lo íntimo no es nuestra imagen ni lo que hagamos “privadamente”, contrariamente a lo que muchos piensan, sino esa película impalpable que separa y une el “afuera” que nos acoge con nuestro hálito vital), ¿de qué manera pensaríamos? ¿Pensaríamos igual?
Es cierto que hay paisajes que nos son indiferentes. Reconozco que las llanuras galas, si no fuese por la obra del hombre, por sus ciudades y magníficas catedrales y palacios, se resisten obstinadamente a mis afectos. Excluyo casi toda la periferia, menos llana, pues Bretaña, la Provenza y muchas regiones francesas fronterizas me atraen poderosamente. En cambio, encuentro un encanto peculiar en cualquier río o riachuelo de este país. Los hay por todas partes —una persona de fuera no puede imaginárselo— y creo que han ejercido una impronta sutil en muchos pensadores franceses. Es más, no creo que se pueda comprender Francia sin caer en la cuenta de sus numerosas rutas navegables, de sus canales, de sus innombrables afluentes, explicables por la extensión de sus cuencas fluviales y, por ende, por la planicie de su territorio. No podría ahora abundar en este asunto.
Generalmente el paisaje de la infancia nunca nos es indiferente. Está impreso en nuestras neuronas, por así decirlo, y enraizado en nuestro corazón. Hay otros que nos fascinan porque encontramos lo que no somos, un puro Afuera, como diría Deleuze. A mí, de niño y de joven, me daba un poco miedo Castilla, incluso la llanada alavesa. No tenía nada a qué agarrarme. Pero poco a poco, como le ocurrió a Unamuno, he ido apreciando diversidad y magnificencia allá donde no veía antes sino monotonía. Desde luego, lo que más me atrae son los dos polos apuestos: la jungla y los desiertos. Gracias a la lectura de los libros de Théodore Monod me he sentido profundamente magnetizado por los desiertos africanos. En Baja California corroboré lo que el naturalista francés, tal vez el último naturalista que ha existido, afirmaba: que los desiertos están plagados de vida y que son todo lo contrario de la uniformidad, si la mirada se vuelve atenta.
Los escritores de la llamada generación del 98 (Unamuno y Azorín sobre todo) y también los modernistas (Miró sobre todo) nos enseñaron a apreciar el paisaje, sobre todo castellano, pero no solo. Pese a este logro, tendieron a hipostasiar el paisaje, en especial los primeros, en forma de esencia nacional. En eso no cayeron, en líneas generales, Francisco Giner de los Ríos y sus discípulos institucionistas, pues en su búsqueda del paisaje, no exenta de voluntad regeneracionista, había un maridaje inteligente entre la ciencia, el arte y la filosofía. Lo decisivo no era, ni es, refugiarse en un paisaje nacional, más o menos reconstruido o fantasmeado, sino en explorar cognitiva y estéticamente lo que siempre se escapa a lo nacional. Kenneth White y su geo-poética podrían sentirse deudoras de él, sin olvidar en esta genealogía mía personal a Alexander von Humboldt, por el lado científico, en el siglo XVIII, y a Peter Handke, atento y sutil observador de las extensiones boreales y sorianas, por el lado literario, ya en nuestra época.
Saer —heredero del gran ensayista incomprendido que fue Ezequiel Martínez Estrada, cartógrafo de la Pampa y de Buenos Aires, dos de los paisajes, rural y urbano, que constituyen el mosaico ecológico y humano de la Argentina— elogia en él el hecho de que comprendiese que “un país no es una esencia que se debe venerar sino una serie de problemas a desentrañar”. Y añade que el concepto de “identidad nacional” le ha parecido siempre “de lo más sospechoso”. La extensa región de La Plata, ese río sin orillas, según Saer, de lo grande que es (y puedo ser testigo de ello), rodeado, a sus dos lados, de cursos fluviales y esteros (marismas) fue recorrida por los españoles, en barcas y a caballo. No tenían estos un rumbo fijo, y estaban un poco de paso, pues no vieron inicialmente condiciones ni para la minería ni para la agricultura. Avanzar por ese “terreno” en aquella época era penoso ya que los caballos tenían que andar mucho tiempo con la panza a ras del agua y los barcos solo podían “arrimarse” a unas cuantas leguas de la orilla. En esta inmensa llanura herbosa lo que llama la atención —dice Saer—no es el horizonte, añado, como en Castilla, o los cielos, como en Madrid, sino “un espacio vacío y desmedido que facilita la proliferación de lo idéntico”, lo que perturba nuestras percepciones. Las nubes no decoran el paisaje, sino que “literalmente lo ocupan”. De “colores químicos, inhumanos” pueden ser tanto de color gris aluminio, “de rebordes plomizos”, como, las más altas, “de un blanco absoluto, polar”.
Saer, gran novelista, rinde homenaje a esos científicos (D’Orbigny, Darwin y su inspirador el español Azara) y novelistas extranjeros (Gombrowicz, entre otros) que percibieron mejor la sutileza de la Pampa que los propios argentinos. Lección necesaria para tantos escritores y pintores españoles que tuvieron su paisaje español o, más frecuentemente, de su propio terruño, tan empotrado en su mente que les impedía ver otro paisaje, urbano o natural, que no fuese esa cosa suya, tan mostrenca como falsamente acariciante.
Esas condiciones naturales del país facilitaron que el ganado, lo único que podía implantarse allá, crease, literalmente, al ganadero, al gaucho, y no a la inversa, que todo girase en torno a las reses y al caballo. Saer nos muestra en el libro que la historia argentina es fruto de una terna social: la de “un puñado de dirigentes”, dueños de grandes extensiones ganaderas, que gobernaron de manera paternalista y patriarcal, una “mayoría de pobres diablos de diversas nacionalidades” y una “vasta masa anónima, los indios, relegada a las tinieblas exteriores”. Contrariamente a la obsesión nacionalista argentina, que se ha creído niña de los ojos de Europa, dotada de una capital que se representa a sí misma como el París de Suramérica, Saer, siguiendo a Martínez Estrada, insiste con razón (el filósofo Rodolfo Kusch lo confirma también, de otra manera, con brillantez) en el poso amerindio de Argentina, especialmente llamativo en la zona andina, algo de lo que apenas habla, y en el mestizaje de algunos estratos sociales, precisamente los más marginados.
Dejo a los lectores adentrarse por este libro sin orillas de Saer, caudaloso y rico, fluvial y nebuloso, incisivo y poético, crítico y sutilmente autobiográfico, pues no aboceto aquí sino algunas ideas que me parecen relevantes del libro. Lo que me parece aún más digno de reflexión es cuando emparenta algunos rasgos paisajístico-culturales y socio-políticos de la Argentina con los tiempos que estamos viviendo (el libro se publicó en 1991 aunque la editorial española Días Contados, con muy oportuno prefacio de Alan Pauls, lo haya publicado en 2020). Creo que, en cierto sentido, lo que dice de Argentina podría ser válido hoy en día, cada vez más, para nuestra realidad europea y mundial. Es más, puede ser considerado como bastante visionario. Le cedo la palabra: “Esa imposibilidad de reconocerse en una tradición única, ese desgarramiento entre un pasado ajeno y un presente inabarcable, ese sentimiento de estar en medio de una multitud sin raíces, obligados, por miedo a naufragar en la inexistencia, a amoldarse a normas de conducta individual y social de las que nadie sería capaz de explicar la legitimidad, toda esa vaguedad del propio ser tan propia de nuestro tiempo” es la que floreció en las inmediaciones del “río sin orillas” y la que florece hoy, en 2022, para lo bueno y para lo no tan bueno.
Le Mans, a 7 de enero de 2022