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Entre años salvajes, guerreros alpinos y un leñador. ¿Existe la literatura de montaña?

¿Existe la literatura de montaña? En cuanto a la literatura del mar, no hace falta debatir: basta nombrar a Herman Melville o a Joseph Conrad para certificar su existencia. Con la publicación de Años salvajes, de William Finnegan (Libros del Asteroide), llega a la literatura del mar la contracultura, la convivencia con las olas a la búsqueda del Edén. Por su parte, el mejor libro de literatura de montaña publicado últimamente podría ser Guerreros alpinos, de Bernadette McDonald (Desnivel), pues al hablar de literatura de montaña solo se piensa en el alpinismo. Pero una experiencia literaria como Leñador, de Mike Wilson (Errata Naturae), nos obliga a cuestionarnos el canon de literatura de montaña, y la imposición de extender sus horizontes.

 

Si hemos de poner una fecha clave en la eternidad de la literatura del mar, esta sería 1851, el año de publicación de Moby Dick. Antes existieron los cuadernos de bitácora que Cristóbal Colón o el capitán Cook tradujeron a un lenguaje más narrativo que el mero registro de navegación, y algunos cuentos de proezas, entre los que figura la mitología del canto de Homero al regreso a Ítaca. Daniel Defoe o Washington Irving, Edgar Allan Poe o Nathaniel Hawthorne, incluso el propio Herman Melville, ya habían creado esferas literarias en las que el mar era tan imprescindible como la trama o el conflicto. Sobre el mar literario ya habían regado sudor dioses guerreros y dragones a los que las cuerdas vocales les vibraban con música de violín. Pero es Herman Melville quien hace del mar una literatura muy psíquica, en la que el arco de la metamorfosis que sufre el lector, durante la inmersión en el texto, se tensa con la respiración contenida. Hasta que esa representación de la lucha del bien contra el mal o, para ser más precisos, del mal contra el mal, perfora el diafragma y cuando queremos darnos cuenta, la novela nos ha dejado despeinados y con un sabor a licor salado en la garganta.

 

Ese tipo de metamorfosis, semejante a la de la lectura de Moby Dick, pasa a formar parte de nuestro imaginario cuando escritores posteriores crean obras en las que el mar y solo el mar es el escenario en el que puede ocurrir que el infierno de la conciencia azote a un marino joven, con ansias de heroísmo, hasta que se pudra, como se pudrió Lord Jim. Aunque en esta novela de Conrad la mayor parte de la acción tenga lugar sobre tierra firme, es el maldito mar el que impone su carácter. La línea de sombra o El final de la soga son otras obras maestras que solo pudieron suceder en el mar. Como el relato de viajes En los mares del Sur, de Robert Louis Stevenson, o su mejor novela, Los traficantes de naufragios, pues el naufragio es también un acontecimiento exclusivo del mar. En ficción o con testimonios personales, la literatura del mar se reconoce ya como un género literario, sí, aunque para ello cuente con la ayuda de fenómenos geográficos que vinculamos al mar, porque necesitan de él para reconocerse, como las islas o la costa. De hecho, navegar de costa a costa para relacionarse con otras culturas es algo que sucedió mucho antes que atravesar cordilleras.

 

Cuando ya creíamos que no cabía más que repetirse en la literatura del mar, o eso o ver las puestas de sol sobre el océano con alma de marinero en tierra, aparece William Finnegan (Nueva York, 1952) y con su libro Años salvajes, y nos dice que la ola es el mayor de los mitos del mar. Si teníamos a la práctica del surf como un deporte californiano, que los australianos con cuerpos propios de la estatuaria griega practican en las olas del Pacífico, Finnegan viene a entonar una auténtica elegía: el surf no es la canción de los Beach Boys, los cuerpos tostados, la embriaguez acrobática o la presunción de ser el campeón del mundo bajo túneles de olas de ocho metros. El surf que Finnegan vivió, el que apenas puede ya respirar, es la convivencia íntima con el mar, la contracultura que creyó, o cree en el espíritu de Gaia y que buscó los paraísos perdidos en las playas donde el edificio más próximo era un garito con techo de palma bajo el que dormía un pescador y su familia con quien ni siquiera el lenguaje de signos les servía para entenderse. El surf era una utopía purísima sobre mares vírgenes donde uno escuchaba la música interior. A eso suele llamarse libertad, algo imprescindible para que aparezca la felicidad que da el viento en la cara. Finnegan y sus amigos han sido parte de la naturaleza, de eso que Gary Snyder llamaba la práctica de lo salvaje. Eran esa bohemia llena de energía que traducía en hechos la metáfora del mar como Edén donde pasar los inviernos, los inviernos cronológicos y los sentimentales. En Años salvajes, Finnegan da cuenta de un tiempo en el que se arriesgó a vivir, cuando el surf más que un deporte era otra manera de meditar. Y ese encuentro siempre se produce con un toque perfecto de soledad, el que se precisa para observar, ser y actuar. Años salvajes es un libro intenso hasta tal punto que es complicado reconocer eso que verdaderamente subyace entre cada línea, ese anhelo por la belleza interior. Y es la mejor literatura del mar en las últimas décadas.

 

En los mismos años en que William Finnegan recorría medio planeta con los bolsillos vacíos, en esos años en que los jóvenes de París buscaban la playa bajo los adoquines de las calles o los conciertos de Joan Baez llenaban las praderas, otros leyeron en las paredes de las montañas lo mismo que Finnegan leía en las olas y mareas. El valle de Yosemite se llenó de escaladores y algún despistado hombre curtido en la montaña quiso ascender las grandes cumbres del Himalaya en solitario. El austriaco Herman Buhl, por ejemplo, dejó su vida en el Chogolisa en 1957. Es entonces, a raíz de las expediciones al Himalaya, y las escaladas al Capitán, cuando se comienza a fraguar la idea de que podría existir una literatura de montaña. La mayor diferencia que existe entre esta y la literatura del mar, es que para dar con ejemplos de literatura de montaña uno tendría que remitirse a cuentos como Adiós, cordera. O eso, o no existe la ficción literaria de montaña. No ha habido ningún Virgilio ni una obra descomunal como Moby Dick. El equivalente a la narrativa de Joseph Conrad sería Roger Frisson-Roché, quien escribiría sus novelas a partir de los años cuarenta y con una calidad más próxima a Enyd Blyton que al autor polaco. Con todo el respeto que nos merece Enyd Blyton. Existen, eso sí, algunos testimonios de viaje atravesando cordilleras, como los de Francis Younghusband, de quien hace poco se publicó el extraordinario Por el Himalaya (La línea del horizonte), donde da cuenta de unos viajes estremecedores que, sin cartografía ni material de montaña, le llevaron a atravesar la gran cordillera en canal entre 1886 y1889.

 

En otras palabras, la literatura de montaña, que podría tener un peso semejante a la literatura del mar o a la literatura urbana, está en pañales. Una gran novela sobre la  montaña, como es En solitario, de James Salter, ha caído casi tanto en el olvido como su protagonista, Gary Hemming, un mito de la montaña olvidado, un joven de pelo triguero que tuvo la mala suerte de no entender nada, mientras trabajaba en una explotación petrolífera y sostenía una pistola en la mano. Y entre quienes profesan esa religión existe una gula tremenda exigiendo que cuaje. Cabe hacer un canon con los mejores libros de montaña de los últimos cincuenta años, desde casi toda la obra de Joe Simpson hasta el trabajo periodístico de María Coffey. Podríamos incluir a Reinhold Messner, también, pero todos esos libros no dejan de pertenecer a la crónica, a la literatura de carácter biográfico. Al parecer, quien busque leer literatura de montaña o se atiene a eso, o se va a tomar un helado. O decide ampliar el espectro e incluir los ensayos de Eduardo Martínez de Pisón y La lluvia amarilla, con permiso de Julio Llamazares, pues no da la impresión de que él pensara que estaba escribiendo literatura de montaña mientras redactaba ese desconsuelo. Pero la última gran incorporación en España a la literatura de montaña la protagoniza Bernadette McDonald (Biggar, Saskatchewan, Canadá, 1951), de la misma generación que William Finnegan, pero, a diferencia de este, que vivía el mar en carne cruda, McDonald vive la montaña a través de la literatura. Hace poco publicó Escaladores de la libertad (Desnivel), un repaso de la vida de los potentísimos escaladores polacos que en los años ochenta reventaron el mundo del alpinismo.

 

Ahora nos llega Guerreros alpinos. La historia heroica del alpinismo esloveno (Desnivel), una mirada atractiva hacia la escuela de montañeros de un pequeño país que ha dado a los más creativos himalayistas, y también a los más polémicos. En Guerreros alpinos la permeable membrana que comunica la belleza con el terror está presente en cada párrafo. Existe en Eslovenia una suerte de Biblia de la montaña, Pot, que se traduciría algo así como La ruta, escrita por uno de los pioneros, Nejc Zaplotnik, y según la tesis de McDonald define el carisma y el orgullo de todos ellos. Hay una cierta ingenuidad en sus proyectos, definida en Pot, la misma que es necesaria para hacer de alguien un hombre libre: privados de su vocación, no serían otra cosa que cadáveres. McDonald indaga, pues, en la humanidad y en las versiones de humanidad de cada uno de ellos, de Tomo Cesen o de Tomaz Humar. Y lo hace, al igual que Finnegan, con un tono casi de elegía, pues protagonizaron la ilusión en un mundo que se ha podrido, de repente, por culpa de la competición y las expediciones comerciales.

 

La pregunta, ahora, es si deberíamos rendirnos y dar por liquidado un posible género de literatura de montaña casi antes de que haya fraguado. De la del mar no tenemos duda: existe, y siguen surgiendo aportaciones, como En el corazón del mar (Seix Barral), de Nathaniel Philbrick, quien nos narra la aventura en la que se inspiró Melville para crear su Moby Dyck. Pero hay una editorial empeñada en darle un nuevo empujón a la literatura de montaña. Errata Naturae ha diseñado la colección Libros salvajes, dedicada a actualizar la definición de salvaje de Henry David Thoreau. Y entre sus títulos sí se encuentran algunos en los que la naturaleza se identifica con la montaña: Mis años Grizzlies, Un año en los bosques y la reciente Leñador pertenecen a esa categoría. Leñador está configurado con el aspecto de un glosario en el que Mike Wilson (Misuri, 1974) término a término da buena cuenta de un mundo en el que se exilió por voluntad propia, y que uno ya creía perdido: los leñadores de las montañas de Yukón. Una estirpe de supervivientes que desafían al territorio, unos tipos rudos que desafían al mito del Beatus Ille, pues para vivir en armonía con la naturaleza tienen que inventar sus recursos con lo que ofrece un ambiente inhóspito. Su contacto con la montaña es pura acción contra los elementos, y si seguimos la redacción, encontramos que, efectivamente, viven en la montaña: desde la ventana del altillo de la cabaña de troncos donde se amontonan se ve la cordillera, el río baja con fuerza suficiente como para que el transporte de troncos en almadías sea muy peligroso, el viento desciende desde la montaña como aullidos de lobo, el agua entra en ebullición antes de alcanzar los cien grados, utilizan agua de los manantiales de Mount Logan, la montaña más alta de Canadá, e incluso asisten incrédulos al espectáculo de alpinistas franceses que acuden a ese entorno para escalar en hielo. Al contrario que estos alpinistas, los leñadores siguen vistiendo ropa de algodón y lana, calzando botas de cuero, protegiéndose de las inclemencias con la barba o manteniendo supersticiones.

 

Wilson entra en el género de literatura de montaña como si se preparara para elaborar el guion de un documental, con una erudición insólita en un lobo solitario. No se le escapa lo que es propio de las montañas de Yukón ni en la astrología, la apicultura, la botánica, la etnología, la climatología, la geografía, la historia o la psicología de una variedad de leñadores de procedencias tan dispares como insólitas. Pero todos ellos, tanto los indios navajos como los escandinavos, se mantienen unidos como en una secta. En cierta medida, anclados en la tradición de los leñadores que casi se remonta a la época de los buscadores de oro, y relacionándose con las montañas con dureza, sí, pero con unas leyes que constituyen, a ojos vista, una auténtica liturgia. Tal vez este tipo de experiencias, verdaderas o falsas, sean las que precisa la literatura de montaña para crecer, para cuajar con idéntico temperamento al que ya tiene la literatura del mar. Solo hace falta que no pensemos en la montaña como territorio exclusivo del alpinismo. Mientras tanto, seguiremos esperando a su Moby Dick, a su Joseph Conrad.

 

 

 

 

Años salvajes. William Finnegan. Traducción de Eduardo Jordá. Libros del Asteroide. Barcelona, 2016. 593 páginas.

 

Guerreros alpinos. La historia heroica del alpinismo esloveno. Bernadette McDonald. Traducción de Pedro Chapa. Desnivel. Madrid, 2016. 336 páginas.

 

Leñador. Mike Wilson. Errata Naturae, Madrid, 2016. 491 páginas.

 

 

 

 

Ricardo Martínez Llorca es autor de los libros Tan alto el silencio (Debate), El paisaje vacío (Debate, premio Jaén), El carillón de los vientos (Alcalá), Después de la nieve (Desnivel), Cinturón de cobre (Pre-textos), Al otro lado de la luz (La línea del horizonte), Hijos de Caín (Xplora) y El precio de ser pájaro (Desnivel). Ha colaborado en distintas revistas de viajes y literatura y en la Escuela Contemporánea de Humanidades. En la actualidad es crítico literario en Quimera, Revista de letras y La línea del horizonte. Dirige la sección ‘Viajes y libros’ en Culturamas. En FronteraD ha publicado “Más allá de vuestras leyes hay una pradera”. Acerca del arte y la filosofía de caminarJanet Malcolm. Un caso de conciencia, o Chéjov, Freud, el periodismo y el asesino.  

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