El mirador está construido de forma arbitraria. Es un compendio, pero incompleto, de cámaras, miradas, atracciones repentinas, frases que se cruzan dejando un rastro en el cielo del paladar parecido al de los aviones a reacción en el cielo de la realidad.
Cada párrafo debería estar anclado en el anterior con una lógica aplastante, que nadie pudiera rebatir, o que nadie pudiera descartar sin presentar antes argumentos más sólidos, sin coger por los cuernos tus presuntas razones y retorcerlas hasta que el toro de la lógica (si fuera aceptable esa metáfora) doble el espinazo o al menos las manos. ¿Tienen los toros manos?
Es peligroso asomarse, decían las plaquitas de aluminio atornilladas a las ventanillas de los viejos trenes españoles con los que aprendíamos geografía política, acentos, retazos de un paisaje trabajado hasta la extenuación por los noventayochistas, antecesores y denigradores. También sirve para ahora mismo: para este viaje en avión sobre la noche europea que transcurre entre Múnich y Madrid, por ejemplo.
El estanque es una lámina de estaño y conjeturas. Fue prácticamente la primera estampa que me vino a los ojos en cuanto abrí la ventana de nuestra habitación en el balneario de Mondariz. Servía a diferentes propósitos. Era una imagen que podría ponerse literalmente al servicio del realismo, con los riesgos de sacarla fuera de contexto, o de utilizarla como portada para una reedición de cuentos modernistas, un poemario de los que urdía la adolescencia cuando le atribuíamos un prestigio a todas luces inmerecido, e incluso, como acabé pensando pocas semanas después, para volver sobre uno de los motivos que inspiraron inicialmente este blog: la sociedad del espectáculo, el espectáculo de los medios, la degeneración de la prensa en España.
Es necesario saber de antemano por qué quieres hacerlo, para no caer en el peligro de la divagación. Incrustado entre dos pasajeros que conocen mi idioma, en la fila 20 de un avión de la compañía Lufthansa, escribo tratando de no mirar a los lados. El que está clavado a mi izquierda lee el diario El Mundo, y podría molestarse si se diera cuenta de que estoy escribiendo acerca de esa menudencia. Cuando el pasajero sentado a mi derecha, el que disfruta de la ventanilla que da a la noche oscura de Europa (son las ocho y diez de la tarde), le preguntó si le podía prestar el periódico, su propietario se lo dio no sin antes advertirle que quería leer la página por la que lo tenía abierto. Como si corriera riesgo de que la arrancara. Respondió el último en llegar bromeando, y hasta le propuso resumírselo. Me picó la curiosidad, como es lógico, y espié disimuladamente el avance por las páginas de la sección de Nacional del diario sin escrúpulos (donde sabía que estaba el quiz) para ver de qué trataba el asunto. No tuve que esperar demasiado tiempo: el lector no leía, hojeaba. El titular ocupaba tres columnas en una página impar, y la noticia (una forma de llamar a las cosas que no sabemos lo que son) decía que Federico Jiménez Losantos involucraba a los servicios secretos en el 11-M. One more time! O: One more time?
La niebla teje y desteje la alameda, la que configura como una altísima empalizada vegetal el fondo del encuadre, una hilera de árboles enjutos, desnudos, con el estoicismo con que suelen disponerse a atravesar los inviernos de Galicia, y más en una región como la de Mondariz Balneario, donde abundan las corrientes de agua, los ríos briosos, y las nieblas. La niebla teje y desteje, también las certezas, lo que ha dado lugar a toda una antropología local que con mayor o mejor fortuna ha acabado convirtiéndose en rasgo y hasta en subproducto de la identidad.
A pesar de que en mi papel de editor de esta página alguna vez me he atrevido a reprochar a algunos de mis compañeros de bitácora sus devaneos con la poesía, yo mismo caigo de vez en cuando en ese vicio no sé hasta qué punto nefando. Para esta noche de marzo había previsto volver a caer en la tentación. La fotografía parecía propiciar esa deriva. Pero el tener que verme obligado a escribir en estas circunstancias, tan expuesto al escrutinio ajeno, a la mirada oblicua de dos desconocidos que hablaban mi idioma (los párrafos han ido cayendo como la arena en la ojiva inferior de un reloj de arena, y parece que ninguno de mis compañeros de viaje reparó en que estaban siendo utilizados para rellenar este vagón vacío, esta forma de tantear la oscuridad, las ocurrencias, el papel de los periódicos, lo que acaso esperan los lectores, esos visitantes hipotéticos de una casa deshabitada), preferí no caer en el impudor de escribir un poema. Por el temor de ser examinado. Como si las líneas cortas dejaran demasiada carne a la intemperie. Como si fuera un strip-tease silencioso en un club con solo dos clientes y al terminar la función tuviera que compartir mesa, copa y conversación. Demasiado incluso para mi tendencia natural al exhibicionismo.
Termino con la misma pregunta que me hice en el tramo entre Budapest y Múnich, cuando estaba decidido a meter los dos pies en el estanque de la poesía, en esa lámina de estaño que refleja una hilera de árboles desnudos.
¿Quiénes somos cuando nos acostamos
sin que la fiebre
ni la conciencia
nos exija presentar cuentas
de lo escrito, de lo omitido, de lo olvidado?
Hay una cancela entre el estanque, el proyecto de alameda, la fraga invisible, la cuesta que asciende mansa hasta la capilla cerrada a cal y canto, la niebla que se casa con la noche, esa luz que no vacila, que parece una conjetura, una apelación a la cordura, a la razón que explique por qué la estampa nos cautivó. Conviene reparar en la cancela abierta, en la hojarasca, en la lasitud de la hora reflejada en la lámina cobriza.
¿Quiénes somos cuando nos levantamos sin que la memoria saque consecuencias de la noche pasada, de lo que recordamos del sueño? A nadie más que a nosotros mismos interesan nuestros sueños, y no siempre. Todavía queda viaje. El capitán acaba de anunciar que sobrevolamos la ciudad de Toulouse. El mirador se cierra por esta noche.