La realidad, para algunos apenas la salsa con la que servir el discurso ideológico, existe, aunque cada vez sea más difícil rescatarla del fondo del baúl en la que la tienen bien cerrada las sesgadas interpretaciones que de ella hacen los expertos; abrumadoras, pero tan inconsistentes como la verborrea de un charlatán. También, aunque en ocasiones no sea fácil constatarlo, existen la lógica, el razonamiento por analogía y un montón de recursos que son los que precisamente hacen del ser humano algo muy especial: un sujeto con capacidad de pensarse a sí mismo y de razonar sobre su entorno distanciándose de los dogmas, incluso sin marcarse como fin conseguir ningún paraíso, ni terrenal ni celestial. Un distanciamiento indispensable para identificar determinados hechos objetivos, precisamente aquellos que transgredan los principios irrenunciables para el discurrir de la andadura evolutiva reinterpretada por el pensamiento.
Los elementos analíticos a utilizar en la búsqueda de ese distanciamiento que propicie la reflexión no deberían ser muy distintos de aquellos que iluminaron la razón a finales del siglo XVIII y fueron consolidando un conocimiento científico que, por encima de sofisticadas reflexiones epistemológicas, es objetivo tanto en su interpretación del mundo cuanto al proponer medios para transformarlo.
¿Pero, cuáles son esos hechos y cuál es su razón de objetividad? Como punto de partida habría que identificar ciertas verdades de situación sobre las que basar la consecución de un mundo viable, habitable, igualitario. Un tipo de verdades que no requirieran de teorías demasiado elaboradas y cuya negación debiera parecerle inadmisible a una humanidad mentalmente sana. Para eso bastaría recurrir a sencillos desarrollos matemáticos fácilmente interpretables en la realidad social, alejándose de las visiones al servicio de los intereses e ideologías que, ocultas en discursos aparentemente científicos, van dirigidas a justificar el actual estado de explotación del hombre por el hombre, en el que la arrogancia de los más privilegiados parece no tener límite.
Al darse la producción científica en una sociedad concreta, en un momento preciso, es de esperar que aparezca contaminada por la ideología dominante; en nuestros días aquella que emana de los intereses del capital financiero, cada vez más concentrado. Sin embargo, la verdadera ciencia se vuelve autónoma, se desprende de las cadenas y pasa a formar parte del discurso liberador como instrumento al servicio del hombre para obtenerse a sí mismo, en un país, en el mundo, en un período histórico concreto, incluso para ayudarlo a mostrar determinadas verdades odiosas para así poder cambiar sus valores. ¿Tiene alguna importancia que muchos de los grandes resultados del gran matemático Leonard Euler fueran gestados en sus estadías en San Petersburgo al amparo del poder zarista? ¿O, ya en tiempos más recientes, que determinados resultados de las matemáticas o de la física, incluso aquellos que dieron origen a ciertos bienes, virtuales y materiales, que hoy se pueden utilizar también contra quien los financió, fueran en principio secretos de Estado fruto de investigaciones militares de Estados Unidos?
Es cierto que hay teorías para dar y repartir que con unos cuántos datos, y poco más que la silogística clásica, nos hacen concluir que el homo sapiens merece un entorno bien distinto del actual para desarrollarse, pero también las hay para recrearse en todos los barroquismos que a uno le dé la gana, o para endilgarle el calificativo de científica a cualquier disciplina, desde la economía hasta la cocina, pasando por el deporte y la información (las llamadas ciencias de la…, no la Teoría de la…), discursos dirigidos a ocultar los problemas fundamentales centrando o descentrando según convenga los focos de interés. A unos les llega con el fútbol, a otros con verborrea adornada con fórmulas. Si se trata de la psicología, por ejemplo, mucha “autoestima”, muchos gráficos 3D y mucha campana de Gauss, y si se trata de economía, ya que lo de “científica” no casa demasiado con su nulo poder pronóstico, se echa mano de buenas dosis de caos, fractales, sistemas dinámicos, equilibrios de Nash, etcétera; el envoltorio indispensable para ocultar su fracaso.
Pero, se publique lo que se publique, se sea forofo del partido político que se sea, se comulgue con las ruedas de molino de Intereconomía o con las obleas más digestivas de El País, cualquier análisis científico de la realidad social lleva a constatar la inadmisible desigualdad, en aumento, tanto de renta como de bienes disponibles entre los habitantes del planeta, y cuestionarla radicalmente debe ser el principio transformador fundamental en el que basar la reconducción de esta fase del proceso evolutivo que nos tocó vivir.
Salir de la situación de pobreza no es cuestión individual. A pocas cuentas que se hagan, y por muy calvinista que se sea, es fácil comprender que los que potencialmente pueden traspasar el umbral para cambiar de bando son muy pocos. La salida sólo puede ser global: la riqueza mundial debe repartirse de otro modo por mucho que los medios se esfuerzan en silenciar a quien pretenda buscar vida fuera del encorsetado catecismo del dogma dominante.
Se impuso un discurso monolítico en el que prevalece sin paliativos el cruel sometimiento de la existencia al mercado. Pero no a cualquier mercado sino al financiero, tan peculiar y demencial, que caracteriza la actual fase del desarrollo capitalista. Se nos ofrecen, bajo el manto protector de la ciencia económica, mil y una medidas encaminadas a perpetuar el dominio de la banca y del capital especulador sobre los sufridos ciudadanos. Y si tratamos de seguirle la pista a quien las toma y a quienes se benefician de ellas, y si denunciamos, por ejemplo, que John Paulson, un gestor de los hedge funds causantes del actual estropicio, se embolsó en 2010 más de 5.000 millones de dólares en parte gracias a las medidas anticrisis, nos damos cuenta de que tal comentario no tiene la más mínima repercusión. Las leyes regulan otros asuntos y a estos efectos no hay ningún ánimo de cambiarlas radicalmente. Debemos conformarnos con promesas ambiguas, que se diluyen en el tiempo una vez pasado el momento álgido del solemne expolio de turno, o con insultantes disposiciones que dan la justa medida del gobierno que las toma: “el sueldo de los responsables de las entidades financieras intervenidas no podrá superar el medio millón de euros”.
Mientras, comprobamos como todos los que tuvieron comportamientos semejantes al de Paulson —en diversos grados— fueron generosamente gratificados, e incluso a veces por entidades financieras rescatadas con dinero público (por lo tanto de propiedad pública casi al 100%, aunque su gestión sea privada). Y aquellos que cuestionen la contundente ingeniería destructiva de quien asume los dictámenes del Fondo Monetario Internacional (FMI), del Banco Mundial o de sus acólitos, son inmediatamente calificados, en el mejor de los casos, de académicos. Y como se sabe, los académicos, tal y como puntualizó en cierta ocasión el actual ministro de Hacienda ante un micrófono indiscreto, “no tienen ni puta idea”.
Los circunloquios dirigidos a justificar el sometimiento de la mayoría abrumadora de la población mundial a unos cuántos privilegiados son a cual más delirante. Estamos hartos de oír explicar a algunos expertos, logrando gran predicamento ante amplios sectores de la población, que no podíamos seguir viviendo por encima de nuestras posibilidades: la fiesta terminó. Pero lo que no dicen es que la grande bouffe continúa para los que ya no saben qué hacer con tanto dinero, para los que podrían comprar varias veces toda la producción mundial de bienes. Se hace también todo lo posible desde los centros de poder para que la crítica al capital especulativo, con escasa o nula relación con la producción tangible, se integre sin problema. Ningún empresario tuvo nada que ver con la burbuja inmobiliaria, con el desvío de subvenciones, con las fugas de capitales hacia paraísos fiscales, con los productos derivados, con la ingeniería financiera dirigida a minimizar los impuestos o con el desplazamiento de la producción hacia otros lugares donde se pueda explotar al trabajador aún con más descaro. Y se asume con la mayor naturalidad, como una fatalidad consustancial a estos tiempos tan modernos que nos ha tocado vivir, todo ese lío de las primas de riesgo y deudas soberanas, que tiene su correlato más serio en una partida de póquer en la que unos van de farol y otros ya llevan de mano la escalera de color, y al terminar la partida no ven la manera de convertir las fichas de plástico en dinero.
El análisis crítico global, la economía política, el intento de sentar las bases para finalizar con las actuales relaciones de producción —en nuestros días también de la producción de papel (la máquina de hacer dólares sin ton ni son) y de cantidades exorbitantes de dinero virtual—, dirigidas a un reparto justo de la riqueza, escasamente tiene eco. Se nos repite que hay que cerrar filas: todos unidos para que los mercados nos respeten. El sufrimiento de hoy es indispensable para un mañana prometedor cuya llegada se va aplazando continuamente. Las medidas van encaminadas a un fin bien preciso: que unos cuantos puedan continuar acumulando mientras la mayoría trata de conseguir, o conservar, un puesto de trabajo con salario miserable, sin preguntarse demasiado cuál será en ese futuro, que parece cada vez más lejano, la capacidad consumista del asalariado, indispensable para que la maquinaria siga funcionando. En esta huida hacia adelante todo vale, e incluso hay quien dice que lo propio de los empresarios no es ganar dinero, como defendía un tertuliano multiplató al que tuve ocasión de oír, quien desconociendo los rudimentos de la llamada ciencia económica mudaba los intereses del carnicero, el cervecero o el panadero de Adam Smith por la benevolencia infinita: “lo propio de los empresarios es hacer cosas; de marcarse como meta ganar dinero, nada de nada, y, que no le suban mucho los impuestos, con marcharse a otro país tienen todo arreglado” —el tertuliano tenía un par de amigos empresarios y decía saber interpretar muy bien sus intenciones—. Me imagino la cara que pondría el predicador plasmático si alguien, utilizando su misma metodología metonímica, aludiera al caso del millonario editor Giangiacomo Feltrinelli —encontrado muerto al pie de una línea de alta tensión, como resultado de los explosivos que intentaba instalar junto con otros miembros de los Grupos de Acción Proletaria—, y dijera que lo propio de los empresarios era poner bombas para finalizar con este estado de cosas.
Los “expertos”, que hablan la prosa del ultraliberalismo más rancio creyéndose científicos, dicen detestar la política, y dan soluciones técnicas, píldoras de pura matemática, con las que revisten las versiones más refinadas de los oráculos, para explicar que inexorablemente todo se iría al garete si no se tomaran las medidas que ellos predican. Y aquellos otros que por lo menos tendrían que echar un vistazo a la historia de las doctrinas económicas y del pensamiento socialista, también ven pasado de moda eso de que la economía determina en última instancia, las superestructuras, la plusvalía y la fetichización de la mercancía dinero. Sólo algún que otro francotirador, o ciertos profesores de universidad que aún no se han enterado de que lo que les hace falta para impactar A es estar al tanto de lo que se investiga en Chicago o en Minnesota, predican en el desierto.
El discurso, dejando al margen minorías ilustradas y, en algún caso, combativas, se fue transformando en un montón de mantras —ideologemas, decíamos antes— concatenados que atentan contra las reglas elementales de la lógica y propagan, como si fueran hechos constatables de la física, ocurrencias delirantes vendidas como verdades eternas. Digo vendidas porque se puede comprobar de dónde cobran los teóricos más intransigentes, los tecnócratas presidenciables, los columnistas ponderados, el grupo de los cien economistas y los portavoces de esa socialdemocracia que penetra, y se deja penetrar sin despeinarse, por las petroleras y las grandes corporaciones, y no pierde la compostura cuando trata de aconsejarnos o de redimirnos. Las grandes corporaciones están tras ellos, y nosotros estamos ahí para mantenerlos, para que unos pocos sigan apalancando descomunales fortunas; en nuestro caso, dicen, es el precio a pagar por pertenecer a la vieja (iba a tener razón Bush) Europa.
Entonces, nos queda, o bien cantar a coro el Let’s forget about tomorrow for tomorrow never comes, convencidos de que en el mañana inmediato: el paro, la carencia de vivienda y el hambre siempre va a ser cosa de otros, y a largo plazo, como decía Keynes, todos muertos, o hacer análisis rigurosos sobre la objetividad de las relaciones sociales que nos constriñen, y a partir de ellos ser capaces de que el discurso, la economía política y no la letanía de nuestro señor el mercado, aglutine una masa crítica transformadora.
Y vuelvo al postulado de partida: la aversión a la pobreza y a la desigualdad. Pues incluso asumiendo un barniz socialdemócrata muy moderado es fácil comprender que cualquier medida global en este sentido derrumbaría los pilares de esta sociedad donde tan bien instalado está el 5% de la población mundial. Decir mil veces que los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres ya no conmueve a nadie; es un dogma de progres, alternativos o perroflautas que ni siquiera inmuta a quien en sus siglas se dice socialista, ocupado en otros asuntos mucho más serios para garantizar nuestro futuro, el de ellos, el de Felipe González en Repsol y el de Elena Salgado en Abertis. Pero, es rigurosamente cierto, se utilice el índice de concentración de Gini o cualquier otra medida más elaborada —otra vez aquí hay modelos de lo más rebuscado, con todo el cálculo integral y toda la teoría abstracta de la medida que se quiera—, que la tendencia hacia un mundo más igualitario se rompió a principios de los ochenta, en la era Thatcher-Reagan, y desde entonces, sobre todo en los últimos años, fue escandalosamente a peor. A partir de ahí la socialdemocracia, en una escalada que parece no tener fin, mudó su posibilismo del cambio sin traumas por posturas difícilmente distinguibles de las ultraliberales en lo referente a banca pública, impuestos, privatizaciones y, en general, en todo lo relacionado con los mecanismos de redistribución.
Por ejemplo, ¿a cuento de qué defiende el PSOE los intereses de Repsol en Argentina? ¿Acaso no sabe quiénes son sus principales accionistas, cuánto y dónde cotizan, y cuáles fueron las pautas de actuación de las grandes corporaciones petroleras en América del Sur? Está de acuerdo el PSOE con la persecución de los sindicalistas, con los desastres medioambientales y sociales causados por las petroleras en el continente americano en beneficio de unos pocos privilegiados?
Corregir la extrema desigualdad no preocupa demasiado ni aquí ni en la China: todo queda en altisonantes declaraciones de principios, al estilo de los Objetivos del Milenio. En tiempos de globalización no parece conveniente poner trabas a la riqueza desmesurada, sea por medio de impuestos, sea controlando los flujos de capital, ya que si los especuladores se enfadan pueden montar las de dios, y en consecuencia aún nos lo podrían hacer pasar peor. Hay que ser realista, como lo fueron Schröder y González ligando su destino al de las grandes petroleras.
Aquellos de quien se podría esperar la transformación del sistema desde dentro están prendidos del mercado, atados de pies y manos, sin que se le pase por la cabeza alejarse de sus designios. Están convencidos de que cualquier experimento fuera de él conduce al suicidio de la humanidad. Es decir, los dueños de las siglas que en su día acogieron a la socialdemocracia están abducidos, cegados por fuerzas cada vez menos ocultas. ¿Acaso son las campañas electorales y las estrategias de consecución de votos algo más que diseños de mercachifles? No hay discurso, sólo consignas concatenadas con el mismo acriticismo de un forofo cuando pontifica sobre las virtudes o justifica las airadas salidas de tono de un pintoresco entrenador de fútbol.
En un contexto en el que ni el FMI, ni el Banco Mundial ni todo el ejército de clérigos de la corriente económica dominante reconocen su culpa en la deriva que dio en el actual desastre, con un poder político incapaz de exigirles responsabilidades, las soluciones de la autodenominada socialdemocracia en nada se distinguen de las ultraliberales: todo se reduce a hacer reformas antisociales para, por arte de magia, conseguir velocidad de crucero en el crecimiento económico, imponiendo insoportables condiciones de vida, y, por fin, se creará empleo…, tal vez a salario chino. Es cierto que la derecha, contaminada además en nuestro país con las grandes dosis de franquismo que aún fluye por sus venas, se muestra algo más burda en su afán de exterminio, adaptando de esta vez fácilmente los conceptos de Dios y Patria a las exigencias del momento histórico. El primero se transforma en el incuestionable capital financiero, que en nada tiene que envidiar al Dios bíblico a la hora de exigir sacrificios, y la segunda, ¿qué mejor Patria —refugio de canallas— que aquella que no tiene fronteras y aglutina a militantes, parientes y amigos, para favorecerse entre ellos, defendiendo los intereses de la banca y de las grandes empresas, antes, durante o después de disfrutar del poder ejecutivo?
El asunto estriba en situarse del lado de los agraciados en el reparto de la riqueza mundial, incontrolable per se, ya que contra la velocidad de satélite y fibra óptica con la que se realizan las operaciones financieras nada se puede hacer: ni para abaratar alimentos y materias primas en el mercado de futuros, ni para bajar las primas de riesgo. Claro que, habida cuenta de la deriva que está tomando todo esto, en la evidencia de que el desastre parece no tener freno, y de que el sistema no da más de sí, otra hipótesis pudiera ser que los centros de decisión estén llenos de un nuevo tipo de feltrinellis, que en esta ocasión utilizan bombas exclusivamente metafóricas para que, a base de hacer insoportable la existencia a la mayoría, todo explote y sean ellos desde sus lugares de privilegio quienes vuelvan a gestionar la criatura engendrada sobre el desastre; no sería la primera vez en la historia.
A veces le dan acceso a los medios a alguien que propone medidas distintas a las del FMI o de Europa —ese nido de burócratas bien pagados, alejados de la más mínima legitimación democrática, a no ser la del Parlamento alemán. Y si se le ocurre, por ejemplo, sacar a relucir el caso de Islandia, el integrista de turno le responde con el tamaño. Razonamiento al que le da la vuelta rápidamente para negar la viabilidad, pongamos por caso, de una Euskadi o una Catalunya independientes (el independentismo gallego a los ojos de los tertulianos aún no es preocupante), aunque la población de la primera septuplique a la de Islandia, y la de la segunda sea más de veinte veces mayor. Además, si de trescientos mil en trescientos mil pudiéramos arreglarnos, ¿cuál es el problema?
Retornando a los hechos objetivos contrastables sin demasiada teoría, se observa que la única intervención en la escala de la desigualdad gestionada a conciencia por los profesionales de la política, es colocarse ellos mismos, cada cual dentro de sus posibilidades, en los percentiles más altos de la distribución de la riqueza. Por mucho que busquemos no encontraremos a ningún Pertini, no solo entre aznares, zaplanas, blairs o gonzáleces, tampoco entre los que forman la procesión del silencio, si los comparamos con los de equivalente capacitación profesional y los de su misma edad. Incluso llama la atención como el que más y el que menos también coloca as sus hijos en tareas relacionadas con el mundo de la empresa, la abogacía de altos vuelos o la ingeniería financiera; de físicos cuánticos, biólogos moleculares, matemáticos o semióticos, nada de nada. Sería de esperar que entre los políticos hubiera de todo, como entre los profesores, los médicos, los fontaneros. Son un reflejo de la sociedad, también de sus miserias, pero no deja de ser cierto que salvo raras excepciones ni se cuestionan los privilegios inherentes al cargo, mientras lo ejercen y después de ejercerlo; eso sí, todos legales. Están convencidos de ser diferentes al resto de los mortales y de que sus desvelos por la cosa pública merecen especial recompensa.
Para que nada cambie todo vale, y ahí están la paralegalidad y la corrupción. A los que se forraron y continúan haciéndolo todos los conocemos. Algunos acumularon ya en el franquismo —la amnistía fue también patrimonial y fiscal, y ahí siguen ellos o sus descendientes—. Otros utilizaron lo público en beneficio propio —la historia de las privatizaciones de los grandes monopolios estatales no tiene desperdicio—, algunos hasta cumplieron estrictamente la legalidad, en una diseñada economía de escalas, y los más ambiciosos hicieron grandes negocios aprovechando sus influencias. La connivencia del ladrillo con la política, y el blanqueo de capitales de origen espurio, dejaron en ridículo el milagro de los panes y los peces. Unos pocos, encaramados en su prepotencia, que ni se molestaron en guardar las formas, fueron investigados; los procesos se eternizan, la mayoría queda indemne, nadie devuelve el dinero. Pero, todos sabemos restar: cómo llegaron y lo que tienen ahora. Uno era conserje, otro secretario de ayuntamiento de tercera, otro administrativo de nivel bajo, a otros no se les conocía oficio, e incluso hay madres, suegras, primos y amigos que con empresas fundadas en tiempo récord con el mínimo capital exigido, precisamente para participar en concursos amañados, obtuvieron grandes beneficios. Los más quemados van para Europa —en el argot de los propios políticos un “cementerio de elefantes”, pero unos elefantes muy bien remunerados con capacidad para colocar a parientes, amantes y amigos, y con una vida muy disipada; nada que ver con los de Botsuana—. De lo que hacían antes ni quieren acordarse, y como sucedía en el franquismo hay quien nació ya en coche oficial. De algunos se conocen sus negocios en productoras de televisión, en inmobiliarias, o incluso en el mercado de crudo. Lo sabemos todos aunque no tengamos pruebas, ni en muchos casos indicios, de que violenten la laxa legalidad vigente. El caso de las juventudes de las dos grandes franquicias también es digno de tener en cuenta. En la defensa acrítica de las respectivas cofradías presentan un perfil absolutamente acomodaticio que se ve recompensado enseguida. Hay quien pasó de secretario general de las juventudes socialistas a consejero de Telefónica sin despeinarse.
¿Por qué escandalizarse con Berlusconi cuando exhibe impúdicamente sus tendencias más escatológicas? En la modélica Alemania, el sexo fue —y seguía siendo, según informa la prensa del día 15 de diciembre de 2011— moneda de cambio en múltiples sobornos. De algunos dieron cuenta en su día los diarios Financial Times Deutschland y Süddeutsche Zeitung: prostitutas de lujo procedentes de otros países para ofrecer sus servicios a los miembros del comité de empresa de la Volkswagen, que también viajaron a las playas y lupanares de Copacabana y otros exóticos destinos, a cambio de consentir el desvío de grandes cantidades de dinero a compañías fantasma en Angola, India, República Checa, Luxemburgo y Suiza, dedicadas a cobrar sustanciosas comisiones, de las que, en concreto, Helmuth Schuster, jefe de personal de la filial checa Skoda, se embolsó varios millones de euros. Aquí todos sabemos también cómo terminan —quizá con la crisis la contención del gasto haya cambiado esta tradición; según noticias publicadas recientemente, en Alemania no—, muchos acuerdos entre empresas, no solo entre las grandes. No es ningún secreto que después de las comidas de negocios se visitan lugares de alterne, ya que son los propios puteros de traje y corbata de marca los que alardean de sus aventuras con “carne fresca” del este de Europa, del sur de América o del África subsahariana; depende de los gustos. Por lo tanto, si algunos políticos utilizaron los medios públicos para satisfacer sus fantasías eróticas, eso sólo hay que tomarlo como un intento de equipararse a la empresa privada, ya que según reza el catecismo librecambista esta debe ser la referencia a la hora de optimizar eficacias y eficiencias, y cuantos más servicios se dejen en sus manos, mejor. Quizá todos sean bulos: la reunión de comité con felatios simultáneas incluidas, despacho oficial con picadero, viaje ministerial a Moscú como tapadera orgiástica… Pero, también parecían completamente inverosímiles los pocos casos que llegaron a los tribunales y milagrosamente fueron juzgados con sentencia condenatoria.
La izquierda que en su día fue socialdemócrata se considera moderna, no quiere mirar hacia el siglo XIX del que tantas enseñanzas se pueden sacar. Tampoco muchos de los movilizados bajo la bandera de los indignados parecen querer aprender del pasado. Piensan que las clases dominantes van a renunciar a sus privilegios al verles levantar las manos haciendo los “cinco lobitos”. Parecen estar convencidos, aunque la evidencia demuestre el contrario, de que los desarreglos del sistema pueden corregirse dentro de él. Cuestión de paciencia; con el tiempo se controlarán los excesos y tropelías, solo hay que acabar con unas cuantas ovejas negras y los malos hábitos, y para eso están la libertad de expresión y de prensa, y de cuatro en cuatro años podemos votar. Todo arreglado. Y mientras, a título de ejemplo, cuatrocientos mil millones de euros peregrinaron en lo que va de año desde Alemania, vía Suiza, hasta Singapur y existe consenso generalizado para que Estados Unidos, Canadá y Europa se queden con la mayor parte de la ganancia de la venta de droga en el mundo —alrededor de cincuenta mil millones de dólares anuales (datos de la ONU) en lo que respecta exclusivamente a la cocaína—, sin que se haga ningún control efectivo de esos capitales y sin que nadie demande el bombardeo de los paraísos fiscales por parte de la OTAN. Lo importante es votar, para que en Valencia gane un Camps y en Italia un Berlusconi.
Berlusconi, siempre varios pasos por delante de sus imitadores: prensa, urnas, dinero, bellinas, exhibiendo como conquista las frustraciones de una gran parte de la población que quisiera encarnarse en él. ¿Qué más da que ya apareciera en la letra pequeña del sumario Andreoti y la logia P-2? Pecata minuta. ¿O nos hemos olvidado del papel que jugó la mafia en la liberación, sui generis, y en la reconstrucción de la Italia postfascista con el beneplácito de Estados Unidos y del Vaticano, y el que sigue jugando hoy en día? ¿Pero, no será escándalo aún mayor que un integrista de la Trilateral, y colaborador de la financiera Goldman Sachs, sea nombrado primer ministro de un país sin que lo hayan elegido los votantes, o que otro tecnócrata de origen semejante sea ministro de Economía del gobierno de Rajoy? Lo innombrable ya tiene nombre. Si Andreotti tenía algo que ver con la mafia era cuestión a dirimir en los tribunales, además trabajaba duro para que lo votaran: urna a urna, confesionario a confesionario, comprando, extorsionando. Se trataba de una verdad incómoda, solo parcialmente revelada en los procesos a los que fue sometido. Ahora todo es transparente, el mal tiene nombre: Goldman Sachs, Lehman Brothers, Fitch, Moody’s, Standard & Poor’s. Su poder de extorsión es tal que no necesitan de vendettas, secuestros ni atentados. Los desastres que causaron en el mundo, también en nuestro entorno más próximo, son evidentes y a diferencia de la mafia no hay quien los moleste lo más mínimo: las instituciones, desde el presidente hasta el último carabinero, están de su lado. La democracia tiene todo previsto y en situaciones límite tanto se modifica la Constitución por vía de urgencia como se nombra primer ministro por procedimientos extraordinarios. Y los medios están ahí, ejerciendo su libertad sin alejarse salvo rarísimas excepciones de la idea principal: se hizo el mejor para el euro, para Europa, para todos nosotros.
Ante el actual escándalo económico y político, ¿cuál es la fuerza moral para demonizar a gurtelianos, conseguidores varios, trileros y urdangarines? La banca puede seguir acumulando beneficios a cuenta de las inyecciones de dinero público, los directivos siguen con salarios y gratificaciones estratosféricos, los clubes de fútbol pueden adeudar lo que quieran a Hacienda y a la Seguridad Social sin que se investigue, además, la relación de sus multimillonarios fichajes con las entidades financieras intervenidas, los grandes capitales se esconden en las SICAV para evadir impuestos, y en mi ciudad, como en otras muchas, aquellos que llevaron a la ruina una caja de ahorros, algunos de ellos haciendo y deshaciendo a su gusto confundiendo durante cuarenta años la gestión de la entidad con su cartera, andan por ahí tan tranquilos, sin la más mínima intención de asumir el estropicio que costó a las arcas públicas ya más de seis mil millones, detraídos de la sanidad o de la enseñanza. A propósito, ¿no ve la Universidad de Vigo, y el actual alcalde del PSOE que fue su mentor, motivos de sobra para retirarle el título de doctor honoris causa al presidente casi vitalicio de la Caja de Ahorros de Vigo, Julio Gayoso? La sensación de impotencia es total: ni el mínimo signo de decencia. Parece que solo se puede forzar el marco legal para reprimir a quien se enfrente decididamente con la extorsión financiera, transformada en cruda realidad a través de las insoportables medidas antisociales tomadas por el gobierno interpuesto.
Da la impresión de que la capacidad de respuesta efectiva es inversamente proporcional al endiosamiento de los privilegiados, a cuyos intereses todos debemos plegarnos. Prevalece en ellos un algo de ideología colonizadora, esclavista, o mas bien, me atrevo a decir, un nazismo de nuevo tipo. La diacrónica justificación de fortunas, alcurnias y realezas, que según el discurso dominante no cabe cuestionar ni aludiendo a pretéritas rapiñas ni a apropiaciones de plusvalías del más diverso origen, fue cediendo terreno por la callada hacia prepotentes imposturas tan sólo explicables como sometimiento de la mayor parte de la población a una élite insaciable. A diferencia del colonizador que consideraba a los aborígenes explotables hasta la extenuación, o del nazi convencido de que los no arios no merecían vivir —en algunos casos cuando ya no eran capaces de conseguir productividad infinita—, las agencias de calificación y la banca no necesitan de negreros ni de SS. Sus desmanes son aceptados por el sistema con la mayor naturalidad, y desde una asumida impotencia por el ciudadano civilizado, convertido objetivamente y para su honra en antisistema tan pronto intenta salir de su letargo. Los nuevos arios nos someten con guantes de seda poniéndonos al servicio de sus ganancias desmesuradas; una solución final administrada en cómodos —cada vez menos— plazos. En esta ocasión los otros pueden vivir: con salarios de subsistencia, con subsidios ridículos, teniendo como única meta tratar de conservar o conseguir un trabajo por mal remunerado que esté, olvidándose de cualquiera otra preocupación existencial, ética o artística. Como diría el actual presidente de España: “a los españoles eso no les interesa”.
Independientemente de la manera de medir el trabajo productivo y de lo que se entienda por trabajo socialmente útil, ¿cómo alguien puede creerse con pleno derecho a indemnizaciones y pensiones de millones de euros por dirigir una entidad financiera llevada a la ruina? ¿Cómo las masas que llenan los estadios, y consumen compulsivamente prensa deportiva, no relacionan sus penurias económicas con los desorbitados contratos de futbolistas y deportistas de élite, en los que colaboran la banca, las cadenas de televisión, tanto públicas como privadas, y en algunos casos los ayuntamientos mediante la cesión gratuita de los estadios de su propiedad?
¿Qué tipo de conocimientos y habilidades creen poseer, por citar algunos casos, Goirigolzarri, Rato, Gayoso o Castellanos para que su hora de trabajo se pague entre 10 y 30 veces más que la de los trabajadores mejor pagados? ¿Qué tipo de mutación se ha dado en el cerebro humano para que se admita con la mayor naturalidad, por ejemplo, que Messi gane 32 millones de dólares al año; o sea, 87.000 dólares por día, 3.663 dólares por hora, 61 dólares por minuto o un dólar por segundo? Diez minutos en cualquiera tramo del día de Messi equivalen a un salario mínimo (mensual); media hora, al salario de los privilegiados que están por encima del percentil 80.
Quizá todo lo anterior sea un reflejo pornográfico del “final de las ideologías”. Lo importante es acumular sumas de dinero casi inconmensurables, cuanto menos si las sometemos al patrón de los bienes y servicios que sirven de base para medir el Producto Interior Bruto (PIB) de toda la producción mundial. ¿Cuántos planetas como el nuestro harían falta para poder convertir la masa, y la entelequia, monetaria en mercancías?
Pier Paolo Pasolini, el poeta y director de cine asesinado en 1975, había denunciado con frecuencia en los últimos años de su vida el régimen de la democracia cristiana. Poco antes de ser asesinado, en relación con la matanza de plaza Fontana (Milán, 1969) donde murieron dieciséis personas al explotar una bomba en el Banco de Agricultura, escribió en la primera plana del Corriere della Sera:
Sé los nombres de los responsables de la matanza…
Sé quien asistió a la cumbre que manipuló…
Sé los nombres que la dirigían…
Sé quien estaba en el poderoso grupo que…
Sé los nombres de quienes, entre una misa y otra, negociaban y garantizaban protección política…
Sé los nombres de los hombres serios e importantes que están detrás de los hombres ridículos…
Sé los nombres de los hombres serios e importantes que están detrás de los jóvenes trágicos…
Sé todos esos nombres y conozco todos los actos (las matanzas, los ataques a las instituciones) de los que son culpables….
Lo sé pero no tengo pruebas, ni siquiera tengo pistas.
Sería un interesante ejercicio, casi escolar, adaptar el texto anterior a la operación de exterminio que los “hombres serios e importantes” de hoy han lanzado contra las clases populares; sus nombres también se conocen, y donde se reúnen, y la protección de la que gozan.
En el caso de la bomba del Banco de Agricultura el juicio duró nueve años, el principal implicado, Franco Freda, prácticamente no pisó la cárcel, convirtiéndose en uno de los principales referentes del neofascismo italiano. En lo que respecta a las actuales operaciones especulativas, de exterminio, los tribunales —excluido ese pequeño país al que, dicen, no nos podemos comparar— difícilmente admiten las denuncias a trámite, y los susceptibles de ser procesados también son principales referentes de un totalitarismo de nuevo tipo que, como el fascismo, supera la partitocracia dejando las decisiones verdaderamente importantes en las manos de sus falanges de “técnicos”.
El desasosiego de Pasolini ante la impotencia queda plasmado en su último filme, en el que parte de la brutalidad de la Sodoma bíblica cruza la antigüedad y llega a los torturadores del Infierno de Dante. Luego, sigue por Sade y sus libertinos, por las SS y termina en los años setenta del siglo XX. En todas y cada una de las etapas prevalece la figura del fascista universal riéndose con sarcasmo, masturbándose mientras delante de sus ojos las víctimas son quemadas o descuartizadas.
Dura parábola, pero fácilmente reinterpretable en la actualidad: magnates dando instrucciones a las agencias de calificación, riéndose de los imposibles intentos de cuadrar el círculo de sus dóciles esclavos, que no saben, o no quieren saber, que el dominante en la disciplina sado-masoquista pide continuos sacrificios: cuanto más se le dé más exige.
Algunos, no sé cuántos ni exactamente cuáles son los principios que nos unen, que no vemos ninguna posibilidad de redención en la mayoría de la, denominada, izquierda parlamentaria, en permanente alejamiento de sus principios fundacionales, creímos que la constatación de la debacle, la comprensión en términos estrictamente racionales de que esto no da más de sí, originaría un movimiento global contra la extorsión financiera esquilmativa y sus cobradores del frac en papel de gobierno interpuesto o de responsable oposición. En él confluirían desencantados de diverso origen, damnificados, legiones de famélicos, que ya los hay, e incluso algún que otro socialdemócrata que de pronto viera la luz. Primer punto, innegociable: abandonar la disciplina de sometimiento al FMI y al todopoderoso Banco Central Europeo (todo el poder que le permite el Bundesbank); ambos, organismos “independientes”, pero, curiosidades de la vida, con capacidad para dictar las más restrictivas normas de obligado cumplimiento que se nos presentan como única política posible, sea cuál sea su costo social. Y al no ser poetas ni directores de cine, incapaces recurrir a una estética del asco consonante con nuestro nivel de frustración, sólo nos queda ir muriendo de desazón, siendo testigos de la insaciabilidad de la cultura de la aniquilación que arraigó desde el principio de nuestra “civilización” y que alcanza el éxtasis en esta etapa absolutamente soez del capitalismo. Ya lo decía Reuben Osborn en Marxismo y psicoanálisis: “el capitalismo es la fase sádico-anal del desarrollo de la sociedad”. Y en eso andamos, sin que por ahora se vislumbre ninguna salida.
Xenaro García Suárez es matemático y doctor en Filosofía