Entre los espejos del Callejón del Gato los pulpos están en pie. No se trata de ninguna deformación de los transeúntes que, acordándose de Valle-Inclán, se detienen ante las láminas combadas que se burlan de nuestra apariencia.
Justo por esa burla, Luces de bohemia las rescató de su humilde condición de objeto a la intemperie para situarlas en la intimidad de nuestros libros, donde nos contemplamos horrorizados y conscientes, gracias a una estética, la del esperpento de Valle-Inclán, que sigue siendo contemporánea.
Si no están de acuerdo, pasen entre los espejos del Callejón, y entren en una conocida taberna que, después de unas obras, se reestrena por fin. Verán dos pulpos sin cabeza de pie sobre la barra, tentando con los tentáculos los grifos de cerveza, quizá los de vermut.
Como viene siendo habitual en las tabernas de postín, en la remodelación del local, la cocina ha quedado a la vista de los clientes gracias a un translúcido cristal. Como viene siendo habitual, los cocineros y cocineras usan un gorro blanco y son inmigrantes; probablemente, por el aspecto, vienen de Filipinas.
Sin embargo, son españoles los camareros que sirven a los clientes, con irónicos monosílabos, raciones de oreja de cerdo y de pulpo en rodajas, por supuesto, cuyos platos suculentos quedan a los pies -a los tentáculos- de sus dos paisanos que presiden la taberna.
Ellos, los camareros, representan la imagen de la taberna y, por tanto, la de España, vestidos con blancos batines comprados acaso en «José Luis y sus chaquetillas», antiguo establecimiento del barrio de Lavapiés.
Pagadas la caña y la ración, suelta en el platillo la solitaria propina, el cliente sale de la taberna. Los espejos se pliegan uno sobre otro. El Callejón del Gato sigue en pie. Y uno se queda quieto, muy quieto, esperando que el viejo don Ramón de las Barbas de Chivo pase a mi lado, cien años antes, no tanto, y comparta un guiño conmigo.