Es inelegante empezar un artículo con una negación. La evitaré, pero soy incapaz de recurrir a una afirmación en las presentes circunstancias. Me decantaré por la duda. Porque ese es mi estado de ánimo después de visitar unos días el planeta Tierra y observar con curiosidad el fenómeno de la Semana Santa. No soy creyente. Me gustaría creer en algo, pero desde luego algo no ligado a la devoción vehemente y casi fanática por las procesiones religiosas.
Qué curiosa combinación esa de cofrades y soldados. No me gusta cuando se mezclan religión y milicia, que tanto daño han causado en la historia de este país llamado España. Me recomendaron ver la llegada a Málaga de un destacamento de la Legión el Jueves Santo para comprobar en directo la simpatía que en la ciudadanía despierta el cuerpo militar. Y allí que fui. Desembarcaron a mediodía y desfilaron ante centenares de personas agolpadas en el puerto, que jaleaban el paso rápido y marcial de los uniformados, jóvenes y maduros. «Vamos, vamos», les gritaban, como si con ello quisieran que los pobres aceleraran el ritmo. Los de la cabeza hacían cabriolas con el arma, lo cual merecía el aplauso y la admiración del respetable.
¿Adónde vamos?, me preguntaba yo, desorientado y decepcionado entre otras cosas porque la famosa cabra legionaria no apareció por ninguna parte. Ni en el desembarco ni horas más tarde, cuando los soldados desfilaron abriendo el paso de una hermandad. Se ve que actualmente para las procesiones casa mal el animal con el impresionante espectáculo de los tronos de cristos yacientes y vírgenes dolientes.
Poco entendía con el discurrir de los encapuchados junto a los soldados, que entonaban el himno de la Legión. Ni más ni menos eran los novios de la muerte, como dice la letra, y por ella estaban dispuestos a todo. Morir es fácil; lo peor, que es para siempre, pensaba yo.
Más cabriolas con fusiles, más mentones hacia arriba, más griterío popular. En un momento, un jefe cofrade, revestido de túnica blanca, hablaba con uno de los mandos legionarios para que reiniciaran la marcha. Llegaba el trono del Cristo yaciente, transportado por dos centenares de costaleros. Le gritaban «guapo, guapo», lo mismo que a la Virgen, a la que los porteadores llevaban más tarde. Para entonces empezaba yo a dar visibles señales de aturdimiento. Un bebé dormía plácidamente en una sillita sin que le despertara el sonido de los tambores.
Perdónenme, pero cada vez entendía menos. Me explicaban que esto trascendía a la religión, que era parte de la cultura de un país, del folclore nuestro y como tal tenía que ser abordado. Esa misma cultura y ese mismo folclore que podía observar a no muchos metros de distancia: bares llenos, discotecas abarrotadas. La música religiosa, la saeta del quejío competía con canciones de Pablo Alborán y Beyoncé.
Entretanto, los legionarios, ajenos a la frivolidad de los establecimientos de ocio, seguían a la suyo: «Soy un hombre a quien la suerte hirió con zarpa de fiera; soy un novio de la muerte que va a unirse en lazo fuerte con tan leal compañera».
Casi en ese instante alguien me comunicó que Gabriel García Márquez acababa de morir. Pensé por un momento que con su fallecimiento se iba parte de mi juventud. Pero más allá de la tristeza por la noticia se me ocurrió trasladar a Macondo esta parafernalia malagueña. El realismo mágico era absorbido por el realismo religioso. Tan surrealista uno como el otro. Alegre el primero. Trágico y negro el segundo.
¿Estaría soñando?
Cuentan los cronistas que en los últimos meses cuando la enfermedad se había agudizado, Gabo se preguntaba si él era el autor de frases como ésta: «El coronel Aureliano Buendía entendió que la vejez no es más que un pacto honrado con la soledad». O ésta otra: «El pasado era mentira, la memoria no tenía caminos de regreso, toda primavera era irrecuperable, y el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera». «¿Estaría fumado cuando yo escribí eso?», les decía a sus familiares entre bromas y veras.
Yo ya veía a José Arcadio Buendía, a Amaranta, al gitano Melquiades y demás compañía invadir con la fantasía la calle sufriente malagueña mientras que los encapuchados y los soldados desembarcaban con su negrura el territorio caribeño. La vida, aquí; la muerte, allí.
Pero desperté del sueño. Regresó la muerte y la resurrección de ese Cristo que todos los días, más allá de la Semana Santa, crucifican los humanos.