Cuando me levanto cada mañana, y eso, confieso, me cuesta un mundo -¿qué metas me propongo? ¿qué futuro me espera?-, enciendo el ordenador para leer rápidamente las últimas noticias -tengo experiencia en la selección y en la lectura en diagonal- y voy luego a la cocina a escuchar en la radio una segunda dosis. Mi cabeza se debate entonces entre el blackout o el seguimiento de la catástrofe. Mis sentimientos alternan la tristeza con la rabia. Es como un chute de adrenalina, como si estuviera presenciando un Nadal-Federer con el marcador cambiando cada minuto. El graderío, a rebosar, expectante a lo que el árbitro anuncie. Me digo: esto no lo van a poder seguir resistiendo ni el apasionado Rafa ni el elegante Roger. Y yo como espectador, todavía menos, porque ya no soy un jovencito, he tenido un episodio cardíaco y no me olvido que soy asintomático.
No daré nombres porque tal vez ni lo merezcan, pero cuando uno de nuestros dirigentes abre la boca, sale en pantalla o escribe un tuit mi mente se altera, mi sistema nervioso se agita y comienzan las palpitaciones y el sudor frío. Es entonces cuando mi cerebro me interroga si así vale la pena seguir adelante; es decir, despertarse, levantarse, encender el ordenador, ir a la cocina, escuchar la radio, etc. etc. etc. Me traslado al pasado remoto, a los años universitarios, a las asambleas en Derecho, en Económicas, en Políticas… Compañeros, la riqueza del país pertenece al Estado. Lo veo incluso a él travestido de otro, por supuesto, pues su tiempo y el mío no coinciden.
¿Dónde está la realidad de la tragedia? ¿En lo que me cuentan, veo y escucho o en la sensación que tengo de atropello, improvisación, manipulación e incompetencia de quienes me dirigen? Sinceramente no lo sé. Tendré que consultar al psicoanalista en nuestra próxima sesión. No soy gente práctica y a lo mejor quien no está en la realidad soy yo y en cambio son éste o aquél, a los que veo, escucho o leo, los que tozudamente la viven.
Ya lo sé. Mi opinión no vale nada y es fácil criticar desde la guarida, desde la atalaya de la equidistancia. Ese aprendizaje lo adquirí en la última empresa donde trabajé, paradigma del cinismo. Pero esa es otra historia y esta mañana no toca.
La mejor estrategia para ocultar un hecho es pretender ser transparente. En eso son maestros los norteamericanos. Reagan aprendió de las mentiras y tropelías de Nixon, el desgraciado Tricky Dick, e inundaba de comunicados y datos a la prensa a través de sus voceros de la Casa Blanca, Departamento de Estado y Pentágono. Pero, claro, cuando la aguerrida prensa nacional punzaba se salía por peteneras y la acusaba de maldad y mentira. Ustedes pregunten, no se corten, que yo les contestaré lo que me dé la gana, afirmaba para su propio deleite y perplejidad de senadores en alguna de sus comparecencias en la Cámara Alta el entonces director de la CIA, William Casey para calmar las aguas del escándalo del Irangate. El actual presidente ha dejado enanos a sus antecesores. Ha roto todos los moldes, porque a su paranoia suma la zafiedad. Me avergüenza como humano que sea el líder de la primera potencia mundial.
Más torpes han sido, y continúan siendo pese a todo, los mandatarios chinos. Cuando se les fue de las manos en 1989 Tiananmen por culpa de ellos mismos, no hay que olvidar, debido a la jaula de grillos que era por entonces la cúpula del partido comunista, actuaron con mano dura sin importarles las consecuencias y el daño para su imagen exterior. Y ahora mismo, ahora cuando desde en Occidente los elogiamos por el modo como frenaron el virus -¿lo han frenado?- no recordamos que trataron de ocultarlo, que las estadísticas de contagio y mortalidad no se ajustan a la realidad y que venden a los desesperados italianos y españoles a precio no precisamente comunista contingentes y contingentes de equipo sanitario, porque, al parecer, ni en Milán ni en Madrid había nada de ello.
Al filo del mediodía me entrego con interés no exento de masoquismo a esas interminables ruedas de prensa de los portavoces del mando único. Siento mucho que el doctor Fernando Simón, paisano mío, se haya tenido que retirar de momento tras haberse contagiado. Pienso que sea un alivio para él mismo, porque tenía que ser una tortura diaria esquivar preguntas, analizar las circunstancias, justificar lo injustificable y acompañar a esos otros representantes militares y policiales, que cada vez que hablan -mal, dicho sea de paso- me recuerdan a cuando de niño, en Zaragoza, iba con mi madre a la iglesia y el párroco anunciaba las últimas y próximas novedades. Que si novenas, que si triduos, que si futuros encuentros religiosos, natalicios, bodas y funerales. Era como un recital de actos, que a mí no me interesaban pero a mi madre sí. Cosas de la edad, seguramente.
Y a esto he llegado hoy. Mis entendederas no dan para más, flaquean o me ponen nostálgico cuando pienso en la muy denostada para algunos transición democrática española. Apenas tres meses después de las primeras elecciones democráticas todos los líderes políticos, de Fraga hasta Carrillo, así como los patronales y sindicales acordaron una hoja de ruta para la reforma política, judicial y económica en los llamados Pactos de la Moncloa.
Ahora más que nunca necesitamos algo parecido. Un pacto de Estado para derrotar no sólo la pandemia sanitaria, sino la que se avecina el día después, tan grave o más que la que nos ocupa. Pero cuando convierto en palabras mi pensamiento, cuando mi deseo lo llevo a la escritura concluyo que yo no vivo en un mundo real, que son ellos los cuerdos y yo el loco. Un día menos o un día más que vivo entre la pena y la rabia.