He vuelto al fútbol, aunque todavía me queda algo de esnobismo. De nuevo, sigo la Liga, y disfruto como un niño viendo los programas de Valdano. No vi venir este cambio, sobre todo porque las circunstancias no son las mejores: los partidos son entrenamientos con ínfulas. Pero supongo que mi subconsciente se ha erigido en mi ángel de la guarda y ha considerado oportuno, por una cuestión de supervivencia, devolverme a los años de la alegría fácil.
Porque la primera ola de la pandemia fue muy dura, pero no me paraba tanto a pensar como durante la segunda. Lo peor del naufragio es recoger los restos. Como un niño, ya no tengo reparos en decir que esta vida no me gusta, que es fea, que no la quiero. Los costurones palpitan. Se pierde el ánimo. Y los titulares de prensa parecen una raya ofrecida antes de mandarnos a la guerra.
Pero de vez en cuando me despisto y me sorprende un buen rato. Sin darme cuenta, vuelvo a lo que siempre funcionó, a lo fácil. La felicidad es como un caño de Ronaldinho: no se la ve venir. Suspiras, te llevas las manos a la cabeza y sonríes; otra vez, la vida te la ha vuelto a colar.
La voluntad no es todo, pero tampoco es poca cosa. Conviene vivir abierto al despiste, arriesgar a que te hagan un túnel. Porque, de vez en cuando, surgen placeres sencillos en nuestra rutina, como descubrir que se ha terminado la mantequilla que no te gustaba y que puedes empezar la que sí, la de lata. Entonces toca asentir ante la buena suerte: queda fatal no reconocerle esos detalles al destino.
Una de las películas con las que más me he reído era de miedo. Esa noche, un compañero de piso y yo decidimos no salir, que durante un Erasmus es algo muy exótico, como recluirse en una isla para dejar la heroína, y nos dio por ver una película de terror, para jugar a asustarnos. La elegida fue La huérfana, y la puta niña acojonaba tanto que nos dio por reír. Le gritábamos a la pantalla cada vez que cometía alguna de sus fechorías, como ante un penalti injusto, y terminamos celebrando su muerte tanto como un gol en la prórroga. Qué mal rato y qué buen rato al mismo tiempo. No vimos venir ese caño.