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Mientras tantoEntre piedras venerables

Entre piedras venerables


Claustro gótico de la abadía de Santa María de Huerta

 

Cuenca, 6 de octubre de 2023

Prometo que mi próxima entrega ya no va a contener ninguna referencia religiosa. Ni una sola referencia sagaz que se pueda camuflar tras la firme intención que aseguro ahora. Lo dicho.

A final de verano (allí me pilló el equinoccio) estuve en la Abadía Cisterciense Santa María de Huerta, en el pueblo soriano del mismo nombre, situado dentro de la comarca de Tierra de Medinaceli y perteneciente al partido judicial de Almazán. Bañado por un todavía balbuciente río Jalón, es un municipio de pocos habitantes, algo más de 200. Tiene apenas un par de bares, una buena tienda de productos sorianos, está al lado de la autovía A-2, entre Madrid y Zaragoza y Barcelona y posee estación de tren, en la línea ferroviaria que va desde la capital de España hasta Lleida. El patrón del pueblo es San Bernardo y se celebra también el culto a la Virgen del Destierro.

Además de tener algún que otro monumento, como la Casa-Palacio de la Marquesa de Villahuerta o el Castillo de Belimbre, además de unas ruinas ciclópeas y los restos de un castro celtíbero, sin duda lo que suscita mayor interés es el monasterio cisterciense, ubicado en el centro del pueblo y dotado de una gran extensión que funciona como una pequeña máquina de turismo al que gente acude a visitar sus instalaciones y adquirir en una muy cuidada tienda las cuantiosas variedades de mermeladas que elaboran los monjes además de una golosa carne de membrillo, aparte de otras fruslerías importadas, como queso, miel, pastas, biblias para niños, pequeños iconos y algunas de las populares ediciones de Thomas Merton, monje trapense como ellos.

Dentro del monasterio me alojé, por un precio estupendo, en su cómoda hospedería, disponiendo de una habitación amplia -con baño propio-, una ancha mesa de trabajo y una ajustada ventana, eficacísima contra el calor y el frío que pueda hacer. La comida es sencilla y sabrosa. Me hinché a probar dulces melocotones cultivados en la huerta propia. El vino que se sirve no es la sangre de Cristo, pero casi, de una cabal textura y de un simple y magnífico sabor. Siempre tinto, como aquel inmortal, sagrado plasma. Esto lo digo, por supuesto, ya que no había transustanciación por medio, pergeñando ironía. En la zona de los huéspedes se reparten compartimentos, por ejemplo una pequeña biblioteca, que resultan muy gratos y confortables.

Yo soy totalmente ateo. No me cabe en la cabeza el dios «pintado» por los hombres, sobre todo ese dios, oportunista, civilizacional, aunque, por otra parte, yo pueda ser capaz de suponer que sea posible la existencia de Dios, siendo, eso sí, seguro, que ese Dios siempre «exista» como un misterio; dios ignorado, incierto; un dios desde luego desentendido de la naturaleza planetaria y de la especie humana.

Pero yo vengo a estos sitios (cenobios, monasterios, abadías) porque para encontrar un beneficioso silencio (no hay televisión en los cuartos, claro, ni en ninguna otra dependencia), una palpable paz (sin música ambiental, con los móviles en silencio, sin cafetería, sin recepción -disponemos de una llave maestra-) y un perenne sosiego en sus muros; para hallar todo esto, digo, no hay otros lugares comparables, tan de fácil acceso, aunque estén, como en el caso del que ahora hablo, situados en pleno núcleo de una población.

Que estén ocupados por unos cuantos monjes, o monjas, que acudan siete veces al día a la capilla para celebrar los oficios y la eucaristía, para mí es algo accesorio, un oportuno decorado. Estéticamente, lo religioso ha generado grandes obras de arte. Recordemos a un pintor, que retrató excelsas secuencias divinas, apellidado Theotokópoulos y apodado el Greco. Evoquemos al más excelente traductor de sagrados textos que se llamaba Luis de León. Destaquemos el nutrido conjunto de vidrieras de la catedral de Cuenca gestadas por artistas contemporáneos, abstractos: Gerardo Rueda, Gustavo Torner, Bonifacio Alfonso. La mejor pieza musical de todos los tiempos es una extensa partitura religiosa: la Pasión según San Mateo, escrita por Johann Sebastian Bach.

Pero los cantos de los oficios que celebran estos monjes cistercienses son un tanto cansinos y parecen, más que nada, atrabiliarias voces de unas simples «endecheras» (tomo el término del mentado Fray Luis de León, con el significado de plañideras). Primero porque no son buenos cantores y, además, la capilla posee muy mala acústica. Hay, no obstante, una notable excepción: el momento en el que, al final del oficio de Completas, de espaldas a los fieles, en penumbra y frente a una talla iluminada de la madre de Jesucristo, de tamaño real, entonan una bella Salve, en latín, a la que siguen repetidos sones de campanas erráticas que vagan difuminándose en la noche.

Los textos que se cantan son, mayormente, salmos que reflejan, en buena parte, las acciones de ese dios sanguinario del pueblo de Israel cundiendo en el Antiguo Testamento, y también ese panorama de utopía inalcanzable en el deseo de los pobres hombres reales. Asimismo se cantan himnos, distintos para cada día de la semana. Algunos son auténticos poemas, elaborada su ejecución con pleno rendimiento atendiendo a los cánones. He recogido dos, correspondientes al oficio de Sexta los jueves y sábados. Son composiciones construidas en endecasílabos y alejandrinos, con perfecta rima consonante y un sugerente ritmo. Su autor es muy poco conocido:  José Luis Blanco Vega, un asturiano jesuita que nació en Mieres en 1930 y falleció en La Coruña en 2005. Una breve muestra: «Alfarero del hombre, mano trabajadora / que, de los hondos limos iniciales, / convocas a los pájaros a la primera aurora, / al pasto, los primeros animales.»

Los monjes congregados en la abadía no tienen votos de silencio, pero con los huéspedes son callados. Sólo el hermano hospedero es el que habla, el que nos recibe y da las pertinentes indicaciones. El que se ocupa de la tienda, también, lógicamente, suelta su pequeño carrete. Todos muestran discreción, comedimiento, amabilidad. Salvo uno de ellos, con el que tuve un pequeño rifirrafe. Cruzándomelo cuando yo estaba dando unas vueltas al claustro, en mis ensoñaciones, en mis meditaciones, en mis «rezos» laicos. Lo saludé y me preguntó si iba a asistir al oficio de Vísperas, que estaba a punto de comenzar. Al decirle que no, que iría al de Completas, incomprensiblemente descontento me soltó una «filípica», absurda y ridícula, que revelaba un execrable sentimiento de soberbia eclesial, de lo cual ese hermano orgulloso se tendría que confesar.

Hay dos cosas que, en mi estancia, me han agradado sobremanera. Aunque del monasterio no salgas da igual. Su espacio es muy vasto y puedes estar ceñido a él sin nada de aburrimiento. Hay rincones ajados, incluso rincones ruinosos, pero que, empero, iluminan locuazmente un esplendor mantenido, pese a todo (desamortización, inundaciones), desde el siglo XII. Disponibles para el visitante un par de claustros, uno de ellos, gótico, bellísimo. Un extenso jardín, asilvestrado. Amplios pasillos. Grandes estancias muy subyugantes: refectorio principal, refectorio para conversos, antigua cocina, dilatada iglesia barroca, etc. En una de ellas se muestra un audiovisual muy instructivo sobre la historia de los cistercienses, que en tiempos eran cruzados y mataban moros. San Benito, el iniciador de la vida monástica, escribió en su Regla que «Los hermanos más jóvenes no tengan sus camas contiguas, sino entreveradas con las de los mayores». Bien sabía lo que decía, pues el deseo (el deseo sexual, naturalmente) mueve el mundo.

Durante las jornadas que yo he estado sumábamos, como mucho, ocho huéspedes, entre ellos la madre del hospedero, peruana, una mujer jovial, nada beata. Comíamos sentados a una única mesa. Y se creaba una sólida fraternidad, con todo el respeto del mundo, compartiendo el alimento y charlando amigablemente. Solamente otro hombre y yo. Los demás eran todo mujeres. La mayoría de los comensales personas creyentes. No todos. Había dos chicas que no solían asistir, o asistían muy poco a los oficios y habían llegado al monasterio para preparar oposiciones. O sea, este tipo de alojamiento cada vez está más extendido, y hay gente, como vi, que se inscribe para estudiar. Muy bien.

En definitiva, la religión es un «sabio» truco para adocenar al personal, como todo poder, ese poder en las costumbres, todavía muy potente, que aún la Iglesia detenta, además del inmobiliario, colosal. El estar en el monasterio es un viaje a otro tiempo, aunque se oiga el ruido del paso de los trenes desde el claustro ancestral: un buen contraste. Volveré. Volveré al silencio, a la paz, a las piedras venerables. Si no me aplican el lema «Reservado el derecho de admisión». Volveré como a un hotel especial, no más. Sin ninguna religiosidad ni, apenas, espiritualidad.

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