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Mientras tantoEntrenando que es gerundio

Entrenando que es gerundio


La primera vez que cacé al vuelo la palabra entrenar sustituyendo al vocablo con el que, hasta hacía nada, cualquier hijo de vecino hubiese dicho apropiadamente lo que allí se quería decir, en realidad no me produjo más que sorpresa. Es verdad que fue ya una sorpresa desagradable, sospechosa —como de mal agüero, pensé para mi fuero interno—, pero al fin y al cabo no se trataba sino de un procedimiento de lo más corriente en el desarrollo y la evolución de las lenguas: una palabra, la palabra entrenar en este caso, había trascendido el campo semántico que le era propio y había pasado a otro distinto de aquel en el que hasta ahora se había desenvuelto, esto es, el campo de los deportes y los ejercicios deportivos.

 

Nada que objetar pues, nada de extraño en principio; se trataba de uno de esos movimientos, vamos a llamar peristálticos, de ese ente magmático que es el lenguaje cuya forma de existencia es estar en perpetua ebullición y deslizamiento. Es más, esa transposición de ámbito podía hasta interpretarse, sin que nos doliesen mínimamente prendas, como un signo efectivo de su vitalidad. Se mueve, luego es que está vivo y coleando, cabía decir.

 

Pero seguí al quite y, a aquella primera sustitución que le oí —o más bien que le leí— protagonizar al verbo entrenar, en seguida le pude agregar otras dos. Se trataba de dos sustituciones diferentes, en sendos contextos asimismo distintos, en los que el verbo entrenar desalojaba a las claras a los vocablos con los que se llevan diciendo las cosas que se querían decir. Con las tres —y el breve lapso de tiempo empleado en la observación autoriza a suponer que habrá otras más— puedo ya establecer una serie, y esa serie apunta a algo, dice algo o se orienta hacia algo.

 

Vamos, sin aplazarlo más, a los ejemplos espigados; a las pruebas encontradas, como quizá pudiéramos también decir. En un libro de reciente publicación, se hablaba de una persona que «conserva, entrena y pule una larga amistad» con otra. De ordinario se hubiera dicho que «cultiva una amistad”, que la refuerza o mantiene o robustece, que la cuaja también o la fortalece. La imagen campesina del cultivar, del cuidar algo para que cuaje y crezca y se robustezca o refuerce, ha sido reemplazada por la imagen deportiva del entrenar, del mantenerse en buen estado de forma o prepararse un deportista para conseguir un resultado o una victoria. La sustitución, como en seguida se echa de ver, es todo menos baladí.

 

El segundo ejemplo —la segunda prueba— no se la leí a un escritor sino que se la oí directamente hace poco a un político. Estaba hablando de música y músicos e hizo repetidas referencias —yo conté hasta tres— al inmenso «tiempo de entrenamiento» que necesitaban o a «lo mucho que están obligados a entrenar». Otrora —esto es, hasta ayer mismo— todo hijo de vecino hubiera dicho ensayar, que un músico necesita muchas horas de ensayo para aprender a tocar una pieza, para intentar, una y otra vez, hacerlo mejor y acercarse a la perfección. El ensayo, en ese caso, seguramente de origen experimental —someter algo a determinadas condiciones para ver lo que resulta de ello y las calidades o aspectos que se derivan—, es lo que ha quedado orillado ahora por el entrenamiento deportivo.

 

Es verdad que el político al que aquí hago referencia era del área de cultura y que la cultura, para la cosa política, siempre ha solido ir de la mano de los deportes. Ministros y concejales ha habido y todavía los hay a porrillo que son de Cultura y Deportes juntamente, así que en este ejemplo no tendríamos que incomodar en exceso nuestras meninges si quisiéramos tantear alguna causa inmediata para ese corrimiento semántico.

 

Pero aún he anotado una tercera prueba de cargo —un tercer ejemplo— que corrobora los derroteros lingüísticos en que nos estamos fijando y, con ellos, los de las cosas humanas que, para qué nos vamos a engañar, el uso de la lengua saca a relucir como si fuera un detector de metales cuyo ruidillo de aviso, sin embargo, hay que estar muy atentos para percibir. Si se dicen ciertas cosas —si se pueden o cabe decirlas así— por algo será. Algún gato encerrado, o no tan encerrado, habrá.

 

Esta vez no se trataba de un escritor ni de un cargo político, sino de un profesor, personas «cultas» como se ve todas ellas —¿entrenadas?— y no precisamente del común lingüístico de la gente. Le decía el profesor a una alumna que tenía que «entrenarse más» de lo que lo hacía para poder aprobar un examen en el que no daba la talla. Siempre hemos oído decir que hay que aplicarse para salir airosos de un examen, que hay que poner interés o esforzarse o trabajar, o simplemente estudiar. Ahora ya se va a poder también entrenar, sin duda para consuelo de muchos.

 

Es como si todo esfuerzo, como si cualquier actividad o tesón, ya sea encaminado a entender o retener unos conocimientos, a mejorar unas habilidades, a experimentar o saber hacer lo mejor posible una cosa y acercarse a la perfección, o a cuidar algo para que cuaje y crezca y se robustezca o refuerce, tendiera a convertirse en una única actividad generalizada, en una práctica hegemónica —la deportiva— orientada por definición a obtener un estado de forma en orden a conseguir una victoria sobre un adversario realizando un ejercicio de rivalidad.

 

Más allá de la constatación de un simple deslizamiento lingüístico, ese corrimiento en el uso de nuestra palabra de marras lo que denota es pues un desplazamiento de las modalidades y naturaleza de nuestras acciones y prácticas, las cuales, con independencia y en perjuicio de su propia especificidad, se irían asimilando cada vez más a un sola, cuya ánima acaparadora no es en el fondo sino la rivalidad y la consecución de un trofeo o una victoria sobre un adversario. El otro como rival o contrincante, la tarea como consecución de algo que está fuera de sí misma y es del orden del trofeo o la marca o la visibilidad, serían algunas de las consecuencias —funestas, por qué no decirlo— de ese deslizamiento en la formación de un yo moderno y una economía de su psicología que tendería así a entender y emprender en el fondo sus actividades —¿por qué no también el amor o la política?— como si de prácticas deportivas se tratara, despojándolas de este modo de unas singularidades en cuya distinción puede que nos vaya mucho más de lo que pensamos.

 

Es cierto —qué duda cabe— que el deporte desempeña importantes funciones en nuestras sociedades, tales como la gestión de la rivalidad, y que el mundo campesino, por ejemplo, en su progresiva desaparición y falsificación, ha ido dejando de nutrir de metáforas al lenguaje. Pero no acaba a uno de llegarle del todo la camisa al cuerpo ante esa fuerza acaparadora, totalizante, de la metáfora deportiva y de la práctica deportiva como práctica invasiva, homogeneizadora, que les va ganando progresiva y quizás irreversiblemente el terreno a otras muchas prácticas y pasando luego sobre ellas el rodillo de su prepotente y bulliciosa especificidad.

 

Entrenar viene del francés entraºiner, que en principio quiere decir arrastrar, llevar a rastras, tirar de algo. Qué vida más arrastrada, nos puede dar también por pensar.

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