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Entrevista. Pedro Alberto Cruz. Incluso los muertos. Poemario: «La muerte es nuestro destino intolerable»

«Junto a la muerte desearía ser ciego / porque aquel cristal al fondo de la sala / orillado para que los cobardes como yo puedan evitarlo / aquel cristal es el centro de mis ojos / la transparencia absoluta / razón y sentido del mismo don de ver.

Quien muere sólo le queda ser mirado / Lo que no pertenece al reino de la vida / pertenece al de las imágenes / un muerto sólo está en los ojos de los demás / en ningún otro sitio…»

Versos de Pedro Alberto Cruz, profesor de Historia del Arte de la Universidad de Murcia, ensayista, poeta, comisario de exposiciones y polémico exconsejero de Cultura y Turismo en gobiernos del PP, en la época de Ramón Luis Valcárcel, entre 2007 y 2014. Durante esos años corrieron miles de ríos de tinta. Demasiados, tal vez. En esos años ganó partidarios y detractores. En su contra jugó, sobre todo, su vínculo familiar unido a las acusaciones de llevar a cabo una política cultural de elevados presupuestos. Pero, desgraciadamente, lo que terminó por llevarle a los grandes titulares de los medios de comunicación nacionales fue una lamentable y salvaje agresión física, «un hecho gravísimo. […] me da completamente igual el signo político del agredido. Esto hay que evitarlo y condenarlo de una manera absolutamente colectiva, todo el mundo sin distinción de ideología. Agrediendo a este señor no se ha agredido a un partido político, se ha agredido a la esencia de la democracia», dijo Luis Alberto de Cuenca sobre aquel triste episodio.

Atrás quedaron esos años convulsos. «Como dice Rancière, una cosa es «la política» y otra cosa «lo político». Yo nunca abandonaré «lo político», pero sí que he abandonado para siempre «la política» -que, salvo excepciones, es la degradación y trivialización de «lo político».

Inevitablemente, este Pedro Alberto Cruz que nos llega hoy con Incluso los muertos, su nuevo poemario  -después de No comparto las razones de la luz, Cuerpo de un solo día, Tú y el afuera y De la nada a tu carne  que estará en breve en las librerías, tiene mucho de aquellos acontecimientos, «ahora más tranquilo y con mayor paz interior, pero no con mayor optimismo». También es la suma de la vida. Fugaz. De las ausencias presentes. Y, del paso del tiempo que a una cierta edad se acelera. Y de contar la propia vida sin las máscaras de la ficción. Una obra especialmente intensa, «una radiografía exacta de lo que soy». Un poemario, XVI Premio de Poesía Dionisia García-Universidad de Murcia, fallado por un jurado de categoría compuesto por los poetas Eloy Sánchez Rosillo, José María Álvarez, Raquel Lanseros, entre otros, sobre la muerte. «Lo indecible y, por esta razón, lo indescifrable, lo demencial». La muerte como salvaje, irracional, atendiendo a impulsos y nunca a cálculos: «Si la muerte fuera una partida de ajedrez, al menos nos quedaría el margen de pensar cómo mover la siguiente ficha, de anticipar los próximos desplazamientos. Pero no. La muerte hace trampas y no obedece a reglas. De repente, cuando tu rey está resguardado, te hace jaque mate». Como un duelo, «aquí la muerte está en toda su dureza cotidiana, en el escándalo de las pequeñas cosas y de los detalles a veces inconscientes». Y con estilo propio, jugando con el vacío, con el blanco del papel, sustituyendo los signos de puntuación por los espacios en blanco, «hay palabras que, como si se tratara de islas, quedan acotadas por silencios. Y estos silencios persiguen aumentar su presencia, su carnalidad. Palabras como cuerpos».

Acentuando tal vez esta soledad, cruda, tan real, rodeados como estamos de tanta gente. «A fin de cuentas estamos solos. La muerte es una experiencia que se vive en primera persona, sin atenuantes».

Estamos quizá ante el libro más importante -hasta ahora- de un autor que se define como nadie: «Un verso sin rima, sin lírica, ordinario, que no se ajusta a métricas, que no sabe replegarse a siglas, banderas ni aparatos».

Enhorabuena por este nuevo poemario, Incluso los muertos, que le ha valido el premio Dionisia García-Universidad de Murcia. Me comentaba que es de los trabajos que más orgulloso se siente, ¿por qué siente que es uno de sus trabajos más importantes?

Este poemario fue escrito tras una semana en un tanatorio. Dos familiares muy cercanos murieron y eso me obligó a enfrentarme a la experiencia y el protocolo de la muerte de una manera directa, dolorosa. Cada poema surge como un exorcismo, de la necesidad extrema de sacar de mí todo aquello que durante esos días acumulé. Estaba extenuado, casi en estado de pánico, y para seguir viviendo era urgente desprenderme de todos esos sentimientos. Quizás nunca he logrado tal estado de honestidad entre lo que quiero expresar y lo que finalmente expreso. Esa fidelidad a la convulsión interior es lo que convierte a Incluso los muertos en una obra especialmente intensa, una radiografía exacta de lo que soy.

¿Qué significa en relación con sus poemarios anteriores?

En todos mis libros anteriores, la muerte siempre ha estado presente. Es el tema sobre el que siempre vuelvo. Pero, a diferencia de títulos anteriores, en Incluso los muertos, el tema de la muerte no es tratado de una manera tangencial, metafórica, como un presentimiento. Aquí la muerte está en toda su dureza cotidiana, en el escándalo de las pequeñas cosas y de los detalles a veces inconscientes. Muchos lectores se reconocerán en lo que escribo. Porque desgraciadamente todos hemos pasado, en alguna ocasión, por ello.

Dice que Incluso los muertos surgió tras una serie de muertes sucesivas que le llevó a reflexionar sobre el paso del tiempo, la fugacidad de la vida, la muerte… Tras plasmarlo sobre el papel, ¿ha llegado a comprender algo?

No. Sirvió para desprenderme de sentimientos que no quería, pero no ha servido para comprender la causa que motiva esos sentimientos. La muerte es lo indecible y, por esta razón, lo indescifrable, lo demencial. Precisamente por la inevitabilidad de la muerte es por lo que no le encuentro sentido a nada. Sé que suena muy nihilista, que puede parecer un cliché, pero es lo que siento cada día. Vivo sobrepasado, escandalizado, empequeñecido, en un estado de precariedad que te deja al albur de cualquier mínima turbulencia. La muerte es nuestro destino intolerable.

¿Podríamos decir que tienen mucho de expurgo, de purificación personal, estos poemas?

Esa es su razón de ser. Yo no escribo poesía porque me considere un «poeta», porque sea un género que culturalmente priorizo. Escribo poesía intermitentemente, sólo cuando ya no puedo más, cuando llegas a ese cruce de caminos en el que te dices «o escribes o te vas a la mierda». La poesía es un acto de supervivencia, muy básico, casi visceral. Ni siquiera escribo poesía porque me guste la poesía. En el momento de redactar, no reparo en esas cosas. Nadie se toma un medicamento porque le gusten las medicinas, nadie ingiere un antidepresivo porque le plazcan los antidepresivos. Es una necesidad básica, como cagar o mear.

¿Cómo es su relación con la muerte?

La misma que la de respirar con el oxígeno. No hay nada que me separe de ella, la vivo con una intensidad que me da asco, que me ensucia. No diferencio entre el «modo vida» y el «modo muerte». En cada pequeño acto, por banal que pueda resultar, allí está presente la conciencia de la muerte –la mía propia y la de los demás, la de aquellos que amo. Sólo las personas a las que se ama, mueren. Las quiero en un estado de duelo permanente, anticipando su desaparición. Es horrible.

Thomas Mann, en Doctor Fausto, describía a la muerte como desaliñada pero inteligente y Bergman la puso a jugar al ajedrez en El séptimo sello, ¿cómo la ve usted?

La veo como salvaje, irracional, atendiendo a impulsos y nunca a cálculos. Si la muerte fuera una partida de ajedrez, al menos nos quedaría el margen de pensar cómo mover la siguiente ficha, de anticipar los próximos desplazamientos. Pero no. La muerte hace trampas y no obedece a reglas. De repente, cuando tu rey está resguardado, te hace jaque mate.

Leí a Joan Margarit: «Si no cometes el error de disfrazar de felicidad los grandes dolores de la vida engañándote a ti mismo, diciendo no pasa nada, y lo incorporas a tu personalidad entonces puedes extraer de ello alegría», ¿coincide con esta apreciación?

La felicidad es una ideología de mercado. El sistema nos obliga a ser felices para consumir más y resultar menos problemáticos. La globalización es un estado de felicidad que nos aliena para convertirnos en vehículos de transmisión de sentimientos bobalicones y económicamente rentables. El verdadero estado de conciencia es el dolor –esto es, lo reprimido, lo que no expresamos por miedo a ser juzgados. La felicidad nos integra; el dolor nos margina. Así funciona todo.

En otra ocasión dijo que más que por melancolía o por tristeza, funciona por miedo, fundamentalmente miedo a la muerte o a perder lo que más quiere. «Hay momentos en los que sientes que el tiempo va contra ti y que en lugar de acercarte día tras día a los que más quieres te va separando. Es como vivir un luto adelantado», y eso se refleja en la lectura de este poemario…

Sí. Tengo la sensación –fatídica, humillante- de que cada día que transcurre, en lugar de acercarte a los que quieres, te aleja de ellos. El tiempo pasa contra la permanencia de lo que amas. Querer para perder es el sentimiento más jodido y humanamente incomprensible que hay. Tus brazos nunca logran detener, fijar como si de una estatua se tratara, a la persona amada. Lo que se ama rompe tus brazos, los hace añicos. Es una putada.

Asimismo, en una entrevista reivindicaba llorar, «casi un acto de resistencia. Las lágrimas están mal vistas. Lloro porque llevo pegada la muerte a mi piel al pecho a la yema de mis dedos. Todo lo que amamos constituye un equilibrio tan precario y efímero que no puedo dejar de tener la sensación a cada instante de que me alejo de lo que amo. Vives y, de repente, todo se acabó. A la mierda…»

Llorar es el acto político por excelencia. Las lágrimas son lo único original que existe. Por más que se derramen con frecuencia de nuestros ojos, siempre serán distintas unas de otras, nunca se repiten. La ortodoxia social –rabiosamente masculina y patriarcal- prohíbe expresamente llorar. Quien lo hace es una «nenaza», un «cobarde». Pues bien, si eso es así, lo asumo: soy una nenaza y un cobarde. No tengo problemas en admitirlo. Lloro mucho, casi diariamente, en pequeñas proporciones, lágrimas sin ínfulas, a escondidas, detrás de unas gafas de sol. Lágrimas sin grandes motivos, desafiando el calendario de emociones. Lloro cuando no se debe llorar.

Uno de los autores que más le ha influido es Alberto Caeiro, uno de los heterónimos de Fernando Pessoa, y en general la poesía portuguesa, ¿es bueno echar mano de la nostalgia? No hay nada más que abrir un periódico o ver un informativo para encontrarse con un entorno caótico que amenaza con derrumbarse y no es extraño sentir nostalgia cuando recordamos a nuestros familiares y amigos que acaban siendo ese tiempo vivido, como una patria común que decía Delibes…

Intento no sentir nostalgia, porque todo cuanto suponga no vivir en el presente es una enfermedad. Pero no puedo evitarlo. Lo reconozco: soy un enfermo. Con frecuencia siento nostalgia: a veces –muy pocas- de una vivencia o época concreta; otras, de recuerdos que no son míos y que, sin embargo, siento como si arañaran mi tuétano; y casi siempre de una imagen idealizada del tiempo en el que puedo detenerlo y vivir una eterna juventud.

Todos los que se acerquen a Incluso los muertos comprobarán que habla de la muerte sin retórica. Sin metáforas ni exploraciones en el lenguaje,  ¿cuesta más alcanzar la sencillez así que buscando lo contrario? Nombra a las cosas por su nombre, no tiene miedo a las palabras…

Detesto el lirismo. No soporto las figuras retorcidas en poesía. Prefiero la descripción pura y dura de los hechos, buscando la palabra más corporal, más carnal, aquella a la que si le clavas una aguja, sangra. No busco la belleza, el verso perfecto. Quiero expresar lo que siento y nada más. Esto no quiere decir que escriba lo primero que se me viene a la cabeza. No. Puedo tardar dos meses en escribir un poema. Con frecuencia, mi piel no encuentra la palabra precisa. Y hasta que no llega, el poema permanece en abismo, mutilado. Es una sensación insoportable. No hay nada más opaco a la vida que las palabras. Tienes que picar mucho para encontrar una buena veta.

Temas como la muerte, el paso fugaz del tiempo, son la piedra angular del libro. Como una especie de examen de sus sentimientos, ¿su escritura poética es una búsqueda? ¿Hacia dónde?

Es lo que nos queda, la búsqueda. A falta de certidumbres, uno se tiene que agarrar a los procesos. Procesos que no llevan a ningún sitio, sino que se sostienen por sí mismos. No hay nada al final de ellos. Buscas no para encontrar, sino para seguir buscando. Abres constantemente caminos cuya única misión es quebrarse en algún punto, y complicar más la red. La conclusión es una maraña sin sentido alguno. Pero es lo que somos, lo que soy.

¿Qué es la muerte?

La extinción, el abandono del lugar. No lo sé. Esto que te acabo de decir es una gilipollez. Ojalá supiera explicar la muerte. Me acojona tanto porque no la entiendo. Quizás lo humano es no encontrar una respuesta para la desaparición.

¿Qué es la vida?

Convivir con el miedo a la muerte de la manera más civilizada posible.

¿Qué es lo más hermoso de la vida?

Los mínimos detalles que te permiten abarcar a las grandes personas que amas: un hijo, tu pareja, tus padres…

Está clara, desde el primer poema, la temperatura anímica que tenía cuando escribió este poemario. Además, dice que escribe para sacar al exterior aquello que le preocupa, le rompe; pero esta lectura ¿puede también acentuar una especie de soledad entre mucha gente?

A fin de cuentas estamos solos. La muerte es una se experiencia que se vive en primera persona, sin atenuantes. Morimos porque estamos solos, y estamos solos porque morimos.

Tampoco pretende darnos una clase de moralina sobre cómo afrontar, simplemente registra el pulso de la vida y nos cuenta que a menudo nos preocupamos por cosas que escapan a nuestro control, ¿es así?

Exactamente. Porque la muerte es un estado de soledad, enfrentarnos a la desaparición de alguien querido es algo tan personal que difícilmente puede ser replicado en otra persona. Incluso los muertos es un poemario casi documental. Pongo de manifiesto el absurdo y lo demencial de muchos de los protocolos que rodean la despedida de un ser querido. Un protocolo es un acto social; un acto social, una convención; y una convención, una estructura de violencia. De ahí parto: de la violencia que suma al hecho devastador de perder a alguien.

¿Requiere mucha reescritura su poesía? Me refiero precisamente por ese estilo concreto tan suyo. Sus poemas son muy atractivos en términos visuales: hace sangrías, deja espacios en blanco jugando con todas las posibilidades que ofrece la escritura…

Como ya he comentado, suelo tardar mucho en escribir un poema, pero cada verso que escribo ya queda así definitivamente. Ya no hago cambios, no vuelvo sobre él para rectificar. Y, ciertamente, mi poesía es muy visual. Desde siempre me ha gustado jugar con el vacío, con el blanco del papel. En mis últimos poemarios, he sustituido los signos de puntuación por los espacios en blanco. Me parece una manera más plástica y material de determinar los ritmos, de introducir el factor temporal. Hay palabras que, como si se tratara de islas, quedan acotadas por silencios. Y estos silencios persiguen aumentar su presencia, su carnalidad. Palabras como cuerpos.

¿Qué le debe su poesía a otros poetas? ¿En qué tradición literaria se inscribe, y a quiénes lee?

Sobre todo leo a poetas contemporáneos que escriben en castellano. Hay muchos y muy buenos. Todo nos influye -máxime una lectura-. Con frecuencia, utilizo la lectura de un poemario para entrar en ese estado de tensión necesaria que requiere la escritura. Es como una invocación. De la nueva poesía me encanta su irreverencia, su urbanidad, su suciedad e impureza. Y me sumo a todos esos atributos de la expresión.

Muchos escritores, a la hora de entrevistarles, suelen decirme que la poesía es liberadora. Usted ha descrito la necesidad de escribir comparándola con esa sensación de estar en una caldera que va aumentando la presión y está a punto de explotar. Explíquenos…

Más que «la poesía me hace libre» prefiero «la poesía evita que enloquezca». La libertad es un estado de sujeción –como bien analizó Foucault-. Eres libre dentro de unos condicionantes, inserto en una red de tensiones. La libertad en estado absoluto no existe; constituye un pensamiento que, por ingenuo, sonroja. A mí la poesía no me hace mejor persona, ni me transporta a un mundo multicolor en el que floto sobre nubes. Sólo digo que prefiero escribir a tomar un antidepresivo. Desde ese punto de vista, sí que tiene un carácter curativo. Pero maticemos: no una sanación definitiva, milagrosa, sino una en precario, temporal. Los efectos de la poesía son tan potentes como efímeros. De lo contrario, con escribir un solo poema en la vida bastaría. Como toda píldora, la escritura procura un alivio pasajero.

Coinciden en afirmar que la poesía nos sana, que tiene mucho de curativa… si esto es así, ¿es que estamos enfermos en España, de qué?

En España estamos enfermos de muchas cosas, y, a tenor de la actualidad, vamos camino de enfermar todavía más. Hay mas poetas que lectores, hay más opinadores que argumentos desde los que opinar. Un desastre.

Cesar Antonio de Molina, exministro de Cultura, dice que la cultura es la forma de plantar cara a la muerte y de explicar el mundo. La cultura es la que nos ha ayudado a explicar la vida. Y sin cultura volvemos a la caverna, ¿coincide?

Por supuesto. La cultura es el último reducto de la ética. De ahí que hoy en día nadie la quiera. Porque nuestro mundo es uno en el cual todos los días se atenta contra la ética. Solo se habla de economía, todo se mide en términos económicos. La economización del ser humano es la muerte de la cultura –esto es, de lo inútil a efectos prácticos, de lo excesivo, de lo sensible.

¿Pero se puede ser intelectual y cultivar nuestro espíritu hoy en día en la era de las fake news, con los niveles más bajos de lectura y la evidencia de que la cultura clásica está desapareciendo? Como una especie a extinguir, se apuesta ya poco por las Humanidades en nuestro sistema educativo, desgraciadamente…

El intelectual, en España, es un paria –escoria a la que se mira mal, como si se tratara de un inadaptado. Estamos en manos de la mediocridad más destilada que se recuerde en siglos. Y el mediocre sólo sabe hablar en términos de estadísticos, de hojas Excel. Todo cuanto suponga un mínimo de reflexión, un constructo intelectual, es desechado enseguida por peligroso y ridículo. El otro día se hizo viral una fotografía de un político mirando con aire de superioridad al ministro Castells por la forma en que iba vestido –con camiseta. Ese es el reflejo de nuestro momento: un indocumentado juzgando despreciativamente a una de las grandes mentes de este país.

¿Cómo alguien tan poético, tan hecho para el arte y la sensibilidad artística, terminó entrando en algo tan poco artístico como la política?

Por voluntad de querer cambiar las cosas. Ya tarde comprendí que, desde la política, es difícil cambiar las cosas. Aunque parezca mentira, desde la vida civil es más fácil incidir en el rumbo de los acontecimientos. «Micropolítica» más que «política».

Asegura que no siente nostalgia de la política, pero se desahoga en las redes sociales poniendo el acento en valores como el respeto al ser humano, la libertad, la igualdad, la educación… Parece mentira que tengamos que hablar de esto continuamente, hacer hincapié, cuando son valores fundamentales para la convivencia…

Es desolador. Defendemos lo evidente porque lo evidente ha sido puesto en cuestión otra vez. Y, cuando ganemos estas batallas –si es que las ganamos-, gritaremos emocionados por conquistar los lugares en los que estábamos hace años. Es decir: no luchamos por avanzar, sino por no retroceder. Algo muy triste.

Decía Neruda, cuando le preguntaban si era un poeta metido a político o un político metido a poeta, que no aceptaba esa división, que era poeta por vocación estética y político por deber ético, ¿está de acuerdo, coincide con esta apreciación?

Como dice Rancière, una cosa es «la política» y otra cosa «lo político». Yo nunca abandonaré «lo político», pero sí que he abandonado para siempre «la política» –que, salvo excepciones, es la degradación y trivialización de «lo político».

¿Es usted un verso suelto?

Soy un verso sin rima, sin lírica, ordinario, que no se ajusta a métricas, que no sabe replegarse a siglas, banderas ni aparatos. Siempre he dicho lo que he pensado. Y siempre diré lo que pienso, pese a que eso no me haga la vida muy cómoda. No soy nada práctico. Nunca me he acogido a disciplina alguna. De ahí que no tenga tribu que me defienda. Estoy en tierra de nadie, viniéndome disparos y hostias por todos lados. Tendría que ser más estratégico. Pero no me sale. Soy como soy.

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