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Epi y Blas eran pareja

 

No pensé que una comisión de investigación podría ser una serie de episodios de Tom y Jerry o del Coyote y el Correcaminos. Es del mismo modo repetitiva, pero también divertida. Que un procedimiento parlamentario se convierta en un conjunto desordenado de golpes, sonidos, ruidos o melodías (Merry Melodies), se debe en buena medida a la esencia misma del procedimiento.

 

Había un ambiente colorido, muy de tira cómica, en el que Aznar parecía Michael Jordan en aquella película, Space Jam. Pero sólo por la estética y el movimiento, puesto que Aznar no es el gran baloncestista americano ni los diputados son los Looney Tunes. Simancas fue Simancas haciendo una cosa muy suya. Incisiva pero no audaz. Prometedora, pero nada más. Le hizo sonreír al expresidente con displicencia ante la posibilidad del lucimiento.

 

Esto fue como la rampa desde la que Aznar saltó metafóricamente como hubiese saltado Sam Bigotes diciéndole al portavoz socialista que la frustración produce melancolía, que es casi lo mismo que disparar de contento los revólveres al aire. Aquí el compareciente pudo responder a las preguntas para las que había sido llamado antes de que interviniera Rufián, el demonio de Tasmania.

 

En Esquerra han elegido a un portavoz al que no se le entiende, no porque no se entiendan las palabras que dice (como para no entender esa lentitud impostada, esa escalofriante y cursi retención en la pronunciación de las sílabas que siempre promete un aldabonazo dialéctico y al final sólo termina en un insulto, en gatillazo) sino porque no hace el trabajo para el que lo han elegido sus votantes, a los que menosprecia no ya con esas palabras ininteligibles sobre su lejana isla de origen sino con su mera actitud gestual y física.

 

Rufián saltaba, pataleaba, lloriqueaba y gruñía, provocando un pequeño desorden en la sala, y Aznar sonreía, de nuevo subido a la rampa desde la que disparar sus revólveres metafóricamente, no como antaño sí dispararon de verdad los asesinos, compañeros de viaje de Óscar Matute, quien se permitió adelantarle al expresidente los comodines que podía utilizar en sus respuestas: la ETA, Venezuela y Paracuellos, como si esto sí fueran cosas del pasado y no lo fueran Franco y las cunetas.

 

Del pasado también parecía salir Mikel Legarda, una suerte de sacerdote aparecido allí para sorpresa del señor Aznar, a quien más que interrogar pareció querer sentar a su vera tras la celosía de un oscuro confesonario. No sé por qué todos los miembros del PNV tienen últimamente más aspecto de curas que nunca. De curas de internado con sotana negra y alzacuellos blanco. Desde Ortúzar a Esteban pasando por Aguirrechea y el mismo Legarda, que siempre parecen guardar, incluso cuando hablan, un significativo silencio como si siempre acabaran de enterarse (como todos hoy) de que Epi y Blas eran pareja.

 

Estaba viéndolo todo por la Sexta (a esas horas ya convertida un poco en Barrio Sésamo con Ferreras, a pesar de su negritud, haciendo las veces de Caponata) donde anunciaban como próximo gran acontecimiento la presencia e intervención, por petición expresa, de Pablo Iglesias. Anunciaban, incluso, su primera pregunta instantes antes de que se produjese, como si hubieran tenido acceso a la intimidad del profeta.

 

Yo me restregaba los ojos de cansancio por la espera y cuando al fin llegó, en un tono tan profesional y adecuado que casi merece ser elogiado si no tuviera por qué ser elogiado, hizo titubear por primera y única y breve vez al coloso compareciente a propósito, sobre todo, de un nombre: Blanco Balín. No se descompuso, sin embargo, el interpelado (que respondió, si cabe, con mayor dureza que durante toda la mañana) porque en realidad no había nada por lo que descomponerse: era solo el último episodio del día de estos Looney Tunes en el que, por cierto, el protagonista negó, cuando por casualidad le preguntaron por ello, la existencia de la caja B.

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