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Epifanías

El hombre que vendía buñuelos en la playa de Agde, en el Languédoc, en el sur de Francia, y gritaba «Beignets, beignets, les meilleurs de la Méditerranée!» mientras empujaba su carrito entre los bañistas. «¡Buñuelos, buñuelos, los mejores del Mediterráneo!»

 

Las dos abubillas que ejecutaban una especie de danza nupcial en la cornisa de un apartamento que daba a un campo de golf.

 

El tejón aplastado por un coche que vimos en un camino vecinal, en el condado de Sligo, Irlanda, justo cuando acababa de llover.

 

Los cohetes que alguien hacía explotar, una noche de verano, en la colina de Deià, mientras alguien leía un poema sobre una cabra muerta a la que habían enterrado en un hoyo.

 

El letrero que había a la entrada del pueblo de Santa Luzía, en el Algarve: «Capital Mundial do Polvo», y que luego resultó ser un descorazonador «Capital Mundial del Pulpo», ya que allí había más restaurantes dedicados a cocinar pulpo que en ningún otro lugar de Portugal.

 

Un bastón que tenía la empuñadura de marfil y representaba un perro y perteneció a mi abuelo y una vez, muchos años después de su muerte, vi en el vestíbulo de su casa en Cala Rajada.

 

Ese disco de los Kinks que casi nadie conoce a pesar de que podría ser el mejor disco de los Kinks: «Muswell Hillbillies», que es de 1971 pero podría ser de 1960 o de dentro de veinte años.

 

El poema «En memoria de Eva Gore-Booth y la condesa Markiewicz», que Yeats terminó de escribir en Sevilla, en 1927, y que sin duda es uno de los mejores poemas de Yeats, es decir, uno de los mejores poemas del siglo XX.

 

El manco que vendía manzanas confitadas y pipas y palo dulce frente al colegio Luis Vives de Palma y que soportaba nuestras burlas porque lo acusábamos de ser el asesino manco de la serie «El fugitivo».

 

El salón de baile del hotel «The Dolphin», en Crossmolina (Irlanda), en el que Mike Cullen me juró que había cantado Hank Williams, a pesar de que Hank Williams sólo llegó a salir una vez de Estados Unidos, cuando dio un concierto en Toronto que terminó en una borrachera y lo llevó a pasar la noche en la cárcel.

 

Los conciertos con instrumentos de viento que improvisaban las sirenas de los barcos en el puerto de Palma: fagot, corno inglés, bassetto, trombón, tuba y a veces un oboe lejano surgiendo entre la niebla.

 

 

El libro que Hunter S. Thompson le dedicó a una admiradora lanzándolo al aire y metiéndole un disparo de Magnum 45 en el centro de la cubierta, justo debajo de su nombre:

-Aquí tiene, señorita, con mis mejores deseos.

 

El sol que salía sobre el aeropuerto de Kano, en Nigeria, y que vi adormilado al levantar la tapa de plástico de la ventanilla del avión, sin saber dónde estaba ni qué diablos estaba haciendo allí.

 

En este extraño listado de epifanías se oculta una clave de mi vida, aunque no consigo entender qué podría ser, ni tampoco logro encontrarle un sentido. Habrá que esperar a una nueva epifanía que logre revelarme algo. Si algún día llega, claro. Si llega.

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