La república, un decir, de Guinea Ecuatorial, está poblada por unas 600 mil personas de ambos sexos. Lo de los sexos está bien dicho, hombres y mujeres. Luego están los niños, a los que se mete en un solo paquete hasta que la naturaleza empieza a reclamarles los tributos del uso del sol ecuatorial.
Este lugar era untes un vergel, botánicamente hablando, hasta que empezaron a decidir los ministros. Como no podían decidir en asuntos propios de su cargo, y parte de eso vamos a hablar, se fijaron en aspectos que no chocaban con los intereses personales de la persona que les había elegido en virtud del inciso g de qué artículo, y empezaron a ejercer un mando inútil. Fue cómo empezó la lucha contra la naturaleza. Se subía un ministro, el de Educación, por ejemplo, y como no podía resolver nada tocante a la desastrosa situación de la educación nacional, se daba un paseo y en un sábado de limpieza decidía que ciertos árboles ensuciaban la ciudad, y que había que cortarlos. Y se cortaban. Pasaba una noche, salía el sol y en otro decreto inesperado ocupaba el ministerio de Sanidad una persona que había sido delantero de un equipo, y era el único bagaje que tenía, aparte de su amancebamiento temprano con una de las hijas del patio interior del palacio del Jefe, y como no podía resolver ninguno de los problemas de la sanidad nacional, se daba una vuelta por al hospital, veía unos árboles que servían de sombra en un proyecto que no controlaba y mandaba cortarlos porque traían mucha suciedad y en ellos podían anidar venenosas sierpes. Y se cortaban. Además, tuvo la feliz idea de amurallar el recinto hospitalario y se convenció tanto del proyecto que creó su propia empresa, habló con su mujer, ésta habló con el dueño del palacio y se le adjudicó el amurallado del recinto hospitalario.
Los mismos avatares legales encumbraron a otro personajillo y en un sábado de limpieza, ejerciendo de ministro, descubrió que los árboles de la Avenida de la Independencia generaban mucha suciedad y, además, en sus frondosas hojas se podían esconder los que quisieran atentar contra la vida de Su Excelencia el Jefe de Estado. O sea, que se escondieran armados de sus kalashnikov, esperando sin toser hasta que pasara debajo el Jefe para soltarle las ráfagas envenenadas de plomo ruso. Convenció a los compañeros y de esta manera vimos por los suelos los troncos de unos árboles que eran el único reclamo de aquella calle, conocida por el nombre dicho arriba.
Con este no poder ocuparse de las funciones propias de su cargo, los sucesivos ministros del Estado libre de Guinea Ecuatorial dejaron la ciudad huérfana de sus árboles. El episodio más doloroso ocurrió con una hilera de egombegombes que había en la bajada al río conocido por Matadero, hoy rebautizado como San Nicolás. Ahí la carretera era de un solo carril, los árboles dichos, plantados en ambos lados de la misma, se unían arriba por las ramas formando un túnel, casi, una de las cosas más bellas que recordamos de Malabo. No sabría nadie lo que pensaría el ministro, pero los mandó cortar y ni se inmutó. Con este episodio, son cientos los casos de un ensañamiento antiarboril que sigue su curso sin que nadie pueda ponerle fin. Así seguimos hasta que un día antes de la inauguración del parlamento de la CEMAC todos los que saben ser lacayos y son dueños de otros lacayos pequeños sacrificaron su descanso nocturno porque alguien les dio la idea de engalanar las calles con plantas de “dudosa procedencia”. (No hemos podido resistir la tentación de un recurso típico de este lugar). Entonces lo que saben las cosas vieron que a las tantas de la noche todos estos lacayos estuvieron trasladando y trasplantando árboles durante la misma, para que los esperados presidentes que asistieran al acto dicho arriba vieran, al día siguiente, que en las inmediaciones del palacio en cuestión y en algunas calles de la capital, y en sus barrios adyacentes, sobre todo en “El sueño de un hombre”, había árboles que alegraran la vista, y la vida, de sus excelentísimas personas. ¡Estuvieron trasplantando y plantando durante toda la noche, gastando tanto sudor en la creencia de los que mentados huéspedes no se darían cuenta de la urgencia plantadora! ¿Alguien ha visto una vida más surreal? Cierto que cuando esto ocurrió no quisimos dar cuenta de ello, toda vez que era un asunto en el que estaban involucrados muchos presidentes, y no creemos que traiga buena suerte hacer un recuento de los presidentes centroafricanos de visita a en nuestro país. No quisimos saber cuántos eran, y de ahí esperamos que se fueran para hablar del nocturno, y alevoso, trasplante. Los que lo vivieron se creían en otra realidad, no se creían que los presidentes de la CEMAC fueran tan exigentes, y tan sensibles.
La república, un decir, de Guinea Ecuatorial, está poblada por unas 600 mil personas de ambos sexos. Lo de los sexos está bien dicho, hombres y mujeres. Luego están los niños, a los que se mete en un solo paquete hasta que la naturaleza empieza a reclamarles los tributos del uso del sol ecuatorial. Este parrafito se repite por dos razones: Primero queremos concluir de forma abrupta este artículo. Segundo porque queremos decir que este país podría ser un desierto, no lo es, pero no está deshabitado. De hecho, parte de las razones para entablar esta furiosa lucha contra los árboles descansa en que somos más de la cifra probable, 1 millón para las autoridades, y necesitamos eliminar árboles para hacer casas, carreteras, rotondas y palacios. Pero si somos tantos, y esto que vamos a pedir ya está dicho, ¿por qué no sale nadie a decir que muchas cosas que se hacen en esta república de Guinea Ecuatorial no están bien hechas y que se pueden hacer mejor? ¿Por qué todo el mundo calla como si este lugar fuera un verdadero desierto? ¿Qué ocultas razones animan a los ciudadanos guineanos a creer que los que sí dicen algo, unos pocos, se merecen el castigo, el ostracismo, la reprensión y las represalias de los que mandan?
Todo lo que queremos decir en este artículo lo hemos dicho en el título. Este país se llama Guinea Ecuatorial y este nombre podría haber sido puesto por cualquiera de las potencias coloniales que lo apetecieron. De hecho, este nuestro país solo tiene un nombre en español, pese a sus raíces bantúes. Y pese a su apabullante naturaleza, expresada, reconocida y consagrada en la enseña nacional, todos los esfuerzos, materiales y humanos, están encaminados a asentar la creencia de que aquí es un desierto inhabitable. Deseamos que tras las esquinas del tiempo guineano no estén agazapas las extremas condiciones propias de un desierto verdadero, hambre, sed y calor que lleva a la muerte, condiciones que se abatirán sobre el pueblo guineo si no se aleja de esta idiosincrasia tan conformista y paralizante.