¿Qué puedes llevarte a un viaje terrorífico en el que hay que sobrevivir a la travesía del Sáhara, a la violencia y hostilidad de uno o varios países desconocidos de los que te quieren expulsar, al salto de una valla fortificada de seis metros de altura, superar un espigón fronterizo que se interna en gélidas aguas o salvar 14 kilómetros de mortíferas corrientes? ¿Qué objetos son imprescindibles para una odisea?
Síndrome de Ulises. Así llaman los psicólogos al trastorno que sufren muchos inmigrantes clandestinos. Cuando se ha atravesado un país en guerra o muerto de hambre, cuando se ha cruzado el desierto y se ha visto morir a otros, cuando se ha sobrevivido durante meses o años en un campamento en el bosque, se han saltado o cruzado las fronteras naturales y humanas, cuando todo eso se ha hecho para llegar a un destino, a la tierra prometida, resulta que el viaje no ha acabado. Después llegan los trámites burocráticos, las esperas interminables y luego la repatriación para volver a empezar o la apertura de una puerta que te deja en el vacío, extraño, sin familia, con un futuro incierto en una Europa hoy sin esperanza para muchos, sin trabajo…, un viaje sin fin. ¿Qué se lleva uno consigo cuando emprende un viaje así?
Fotos, certificados de boda, biblias o coranes, teléfonos móviles, pasta de dientes… ¿Cómo puede lanzarse alguien al mar, arriesgar su vida por cruzar una peligrosa frontera e incluir un tubo de dentífrico entre sus escasas pertenencias? Esa es una realidad, la realidad que, con sus detalles insólitos, destaca como un rayo entre tantas ficciones o lugares comunes que surgen en las mentes occidentales cuando se piensa o se oye hablar sobre la inmigración clandestina del África subsahariana. Esas imágenes colectivas se construyen a base de titulares e informaciones estándar: La Guardia Civil rescata a cinco subsaharianos en una patera a cinco millas de Punta Almina, Salvamento Marítimo busca en el Estrecho una embarcación con seis inmigrantes a bordo, Sesenta inmigrantes llegan a la playa del Tarajal en una avalancha de unos doscientos…
Las opiniones basadas en la teoría no contribuyen a que los ciudadanos se hagan una idea siquiera aproximada de lo que es el fenómeno de la inmigración irregular. Que si la Ley de Extranjería, que si el convenio con Marruecos, un protocolo de actuación para la Guardia Civil… Papel mojado casi siempre, y más en el caso de los quince ahogados en el límite de Marruecos con España el pasado 6 de febrero. Esta preocupación por lo que pasa en la frontera sur de Europa llega tarde tanto para esas quince personas como para muchas otras. Algunos de quienes se rasgan ahora las vestiduras nada han querido saber antes y nada querrán saber después, quizá porque lo que ocurre en la frontera no es sino uno de esos problemas que requerirían de soluciones con mucha más altura de miras que las requeridas para llenar las dos horas de un debate televisivo, hacer una entrevista con las respuestas en el bolsillo, escribir un artículo de opinión de 30 líneas o meterle el dedo en el ojo al político rival. El periodismo, la información, han estado solos en Ceuta hasta ese nefasto mes de febrero y lo estarán después. De pronto, se informa en los medios nacionales, incluso en horas de máxima audiencia, del salto de tres inmigrantes por la valla de Ceuta y de la llegada de una patera con quince personas a Melilla. Hace meses no eran suficientes inmigrantes para tener un hueco más allá de la prensa local, aunque fueran entradas continuas…, o quizá por eso, un poco repetitivo, pensarían algunos editores. De las imágenes publicadas de lo que ahora llaman “devoluciones en caliente”, el pasado mes de septiembre, nadie quiso saber nada, nadie las vio, nadie las supo interpretar. Todo está bien, todo seguirá igual dentro de un tiempo. La comisaria europea de Interior, Cecilia Malmström, que vaya a Ceuta a ver la frontera, dice el ministro del Interior español, Jorge Fernández Díaz, tras más de un mes de discusiones. Pues no estaría de más. Pero que vaya con ojos de ver, porque cuando se ven las fronteras físicas, como una cicatriz sin cerrar, quizá, sólo quizá, se empieza a comprender algo.
Detrás de las discusiones políticas y de las cifras están las miradas de los miles inmigrantes que en los últimos años han recalado en territorio de Ceuta o Melilla, en Europa, recién llegados de una odisea, miradas que se clavan en los ojos de los periodistas que tratan de contar su llegada. Cuando se ha asistido a muchas noches, a muchas madrugadas y amaneceres de avalanchas y pateras, se quedan grabados en la retina, además de estas miradas profundas, imágenes de los objetos que los subsaharianos (personas de muy diferentes procedencias y con muy diferentes historias agrupados en una definición poco precisa con la que se trata de explicar un mundo) emplean para cruzar esa frágil línea que separa a los pobres de los (ya no tan) ricos. Estas imágenes acaban por conformar una rara colección. Barcas hinchables de playa, remos de madera, chalecos salvavidas, neumáticos y garrafas de plástico vacías que hacen de flotador constituyen el equipo básico de supervivencia en la frontera marítima. Pero además, la mayoría trae consigo, como pequeños tesoros, pegados a sus cuerpos o en mochilas, objetos encapsulados para que no se mojen en la travesía entre dos mundos que en realidad son uno solo.
Quizá la prueba más fehaciente de que estas gentes vienen del mismo mundo que el de los acomodados europeos sean los teléfonos móviles. Esos pequeños aparatos son lo primero que, al pisar tierra, los inmigrantes sacan de sus rudimentarios pero efectivos paquetes impermeables –confeccionados con preservativos o con plásticos y cinta de embalaje– para comprobar que, como ellos, han llegado sanos y salvos. Después, una vez que la policía española los filia y quedan al resguardo del Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI), los usarán para llamar a sus familias. También suelen ponerse en contacto con compañeros que al otro lado de la frontera, en Marruecos, reciben por esa vía valiosa información para sus intentos de asalto a la valla, e incluso con integrantes de las redes de tráfico de seres humanos, que comprueban así el éxito de su estrategia u obtienen datos para, en su caso, cambiarla.
Cuando el viaje se hace en patera –en los últimos años, frágiles embarcaciones hinchables– a veces ocurre que uno de sus ocupantes es quien, con un móvil y desde aguas del Estrecho de Gibraltar o de la bahía sur de Ceuta, realiza la llamada de socorro a los servicios de emergencia españoles. En el caso de la inmigración clandestina que parte de la costa norte de Marruecos, las balsas de juguete comenzaron a sustituir a las pateras de mayores dimensiones, lanchas neumáticas más robustas, con motores fueraborda y capacidad para varias decenas de personas, a partir de los años 2009 y 2010. Una de las últimas grandes de las que se tuvo noticia en Ceuta hasta prácticamente 2013 –cuando llegaron varias en verano–, naufragó en las inmediaciones de la isla de Perejil en septiembre de 2009. Los supervivientes dijeron que había 45 personas a bordo. En estos casos, y según investigaciones del Cuerpo Nacional de Policía (CNP) dentro de la Operación Marea –abierta tras la llegada masiva de pateras también a las costas gaditanas–, cada inmigrante debía desembolsar hasta 900 euros por un pasaje en estas neumáticas y 200 por un chaleco salvavidas que pocos pueden permitirse.
Atravesar el Estrecho es mucho más difícil y caro que lanzarse al agua en una barca hinchable desde las playas marroquíes próximas a territorio ceutí. Aunque estas balsas vayan sobrecargadas, con hasta seis personas cuando su capacidad máxima suele ser de cuatro, sólo hay que salvar unos metros para alcanzar territorio español o lograr que la Guardia Civil o Salvamento Marítimo les rescate. En los comercios de Ceuta el mismo modelo de embarcación con la que los inmigrantes han llegado a sus costas cuesta desde los 16,95 euros de una Bestway 61099, a los 49,95 de una Challenger 2 (la sorpresa en los nombres de las cosas fuera de lugar: la mejor manera y retador). Así comenzó a generalizarse esta peligrosa práctica, en un primer momento más en la bahía norte ceutí, desde la playa marroquí de Beliones a la de Benzú, en Ceuta, donde hay un espigón fronterizo que, como el del Tarajal, se adentra unos metros en el mar para prolongar la valla terrestre. Un mayor control de la Marina Real marroquí, con patrulleras en ambos puntos, atajó esta vía de entrada. Los inmigrantes comenzaron entonces, desde 2013, a hacerse a la mar desde playas más alejadas de Ceuta, como la de Wad Marsa, cerca del puerto de Tánger Med y más allá de Perejil. En estos casos, las pateras suelen acabar muy lejos de la costa, a merced de las peligrosas corrientes del Estrecho, a menudo embravecido, mucho más de lo que pueda parecer desde la costa. Mantenerse a flote en una balsa playera sobrecargada mientras llega la ayuda es una tarea titánica. Otras fórmulas, como el traslado en barcas de pescadores o incluso en motos de agua, han sido probadas, pero no se generalizan por su alto coste, que según las informaciones que proporcionan los propios inmigrantes a la Guardia Civil o en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI), rondan los 1.000 euros. No muchos pueden costearse un traje de neopreno que les ayude a evitar la hipotermia. A la costa ceutí han llegado cadáveres de jóvenes vestidos con ropa de buceo, muertos sin identificar que Ceuta entierra con toda la dignidad que puede dárseles, pero sin nombre y acompañados apenas de un sacerdote y por algunas hermanas Vedrunas de una congregación local.
En 2011, otra modalidad hoy asociada a la tragedia pero aún más barata y sencilla de cruzar las líneas fronterizas marítimas, a nado, se probó con tanto éxito que las avalanchas fueron incesantes. Lejos de Ceuta no se ha hablado de ello hasta que ha terminado en la muerte de quince personas, pero más de 1.400 lograron alcanzar aquel año la playa del Tarajal de esta forma, lanzándose en masa –en grupos de entre cien y trescientos– desde el lado marroquí, a la carrera y provistos sólo de flotadores o garrafas atadas con cuerdas a la cintura. En los últimos días de 2011 comenzó un blindaje de la zona marroquí próxima al espigón que llevó a la frontera del Tarajal y al perímetro importantes refuerzos, unos 400 efectivos, no sólo de las Fuerzas Auxiliares (mehanía) sino también de la Gendarmería, policías y agentes de aduanas, además de efectivos y medios de la Marina Real. Las avalanchas se frenaron, pero sólo había que esperar un tiempo, como ha ocurrido, para verlas reactivarse. Porque querer parar la inmigración clandestina cuando ha llegado a la frontera es como pretender atrapar arena con las manos. Si se pone un impedimento, se busca otra vía, en un círculo que no acaba. Pero ¿y si no se ponen? La gran pregunta que pende, como una espada de Damocles, sobre las biempensantes mentes occidentales, acomodadas en sus poltronas, seguras gracias a los agentes de la autoridad y a las fronteras mientras se les llena la boca de expresiones de bonhomía, o de “empatía y humanidad”, como repiten no pocos portavoces. Con las cifras de los subsaharianos que se acumulan y esperan al otro lado de las fronteras de Ceuta y Melilla no hay sino aproximaciones, como con las de los muertos en el Estrecho y en el Mar de Alborán, pero están ahí. A veces llegan en oleadas generadas por un conflicto o un problema concreto, como una nueva guerra, un golpe de Estado o una hambruna. Las mafias han organizado después del suceso de febrero avalanchas cada vez más numerosas, de hasta un millar de subsaharianos, y también más agresivas, según denuncia la Guardia Civil.
Es seguro que los quince muertos en aguas marroquíes de la frontera del Tarajal el 6 de febrero llevaban también con ellos sus escasas pertenencias y sus objetos más queridos, objetos que hubieran podido contar parte de su historia y trayectoria vital, de su viaje. Pero de ellos sólo se habla como un número, políticos y ONG de los que no he visto a muchos por el Tarajal en diez años de ejercicio profesional en Ceuta no han parado de hablar de la Guardia Civil y del ministro del Interior, pero nada sobre los nombres y las historias personales, quizá porque así, a lo lejos, parecen todas iguales, aunque no lo son (y quizá también por no reclamar mucho al amigo Marruecos). Las avalanchas del Tarajal tienen muchos orígenes, muy distintos, y siempre a miles de kilómetros de la valla fronteriza. Pero mirar lejos y con una mirada profunda, conmoverse con los muertos que no se ven o los que llevan camino de serlo, es más difícil que hacerlo cuando se ve la muerte a las puertas de casa.
Quizá entre los documentos que llevaba alguno de los 15 últimos que no lo lograron había uno que dijera algo parecido a esto: Certificado de matrimonio. Iglesia católica de St. John, 48 Church Destroyer. Kafanchan Kaduna, Nigeria, como se lee en inglés en uno que portaba un inmigrante llegado a Ceuta en julio de 2011. Según ese papel, el joven Cyprain se había casado dos años antes, en junio de 2008, con una mujer llamada Faith. La fe, religiosa o no, debe ser lo que lleva a algunos a elegir para su exiguo equipaje libros religiosos, crucifijos o rosarios musulmanes, estampas de Vírgenes e incluso propaganda de su predicador de cabecera. How to make your faith work, rezaba un folleto guardado en uno de estos curiosos equipajes de mano, ilustrado con la foto de un encorbatado “líder” religioso del país de procedencia de su portador, tal como él mismo lo definía. Quien aparece en la imagen es el pastor Chris Oyakhilome y su organización, editora del papelito, intacto a pesar del largo viaje, se llama Christ Embassy, con sedes en Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Suráfrica y Nigeria. En la red aparece relacionada con turbios negocios. Curioso lugar la base del Servicio Marítimo de la Guardia Civil en Ceuta para que el pastor Oyakhilome desembarque de la mano de un seguidor en un viaje desesperado.
Entre la niebla densa del levante, como la que reinó en Ceuta en varios amaneceres de agosto de 2013, han arribado muchos hombres y mujeres sin otra cosa que esperanzas y amuletos a los que aferrarse. En una imagen de una de esas entradas en patera, un inmigrante muestra ante el objetivo del fotógrafo un cartel con la imagen de dos religiosos musulmanes y fondo de mezquitas. ¡Qué necesidades las del ser humano!, tan necesarios las estampas o un libro de oraciones como un bote de champú Sunksil, un tubo de pasta de dientes Colgate Triple Acción o un frasco de desodorante roll-on, las instrucciones para colocar un parche en una lancha o una mini-tijera con la que cortar el embalaje del móvil. La comida es menos usual, pero hay quienes llevan encima a su llegada a territorio europeo unos nutritivos dátiles, leche, latas de sardinas o incluso un termo. Pastillas para “dolores y fiebre” (en un envase en francés) también serían necesarios para quien los portaba cuando se subió a una frágil patera con un destino incierto.
Poco habitual, aunque ocurre, es asimismo que los inmigrantes lleguen con algo de dinero en metálico, en su mayoría billetes y monedas de euro, pero también dírhams marroquíes. En estos casos les es devuelto tras reflejarse en el informe que realiza la Guardia Civil. Hay quien llega con pasaporte aparentemente en regla. En julio de 2013 desembarcaba en el Puerto Deportivo de Ceuta, rescatado por Salvamento Marítimo junto a otros subsaharianos, un joven que según su pasaporte procedía de la República de Mali, había nacido en Bamako en 1991 y era empleado de comercio. El pasaporte, un trámite legal para un viaje clandestino, había sido expedido apenas cuatro meses antes.
Unas llaves y un silbato pueden formar parte también de un paquete de viaje para la inmigración, junto a un cartucho de plástico a rosca. Los inmigrantes se lanzan al agua con cámaras de neumático a los que han quitado la válvula. Lo hacen para poder inflarlos a pulmón, pero con ello ponen en riesgo su seguridad, pues con la sola barrera del tapón el aire se escapa con facilidad y rapidez. Muchas están parcheadas y se las atan a la cintura o a la espalda con cintas artesanales de goma o plástico. Los remos que utilizan tampoco son precisamente seguros. Suelen ser de madera nueva, con corte mecánico, y los hay en punta, como lanzas, desafiando las leyes de la hidrodinámica, elaborados con frágiles contrachapados de madera o con evidentes fallos de diseño que los hacen débiles en el punto donde más fuerza deberían tener, entre el mango y la pala. En algunos casos la empuñadura, cuadrada y con aristas sin limar, hace daño al asirla. Además, en ocasiones los pintan de negro para que sean menos visibles en el agua por la noche, con el fin de que no les intercepten las fuerzas de seguridad. Un chaleco salvavidas pintado de negro es como un billete a la muerte. Ni interceptados ni salvados. Sólo quienes se juegan también su vida sacando del agua, en plena noche o en medio de una mar endiablada o ambas cosas, a hombres de cien kilos con la ropa mojada a los que apenas se ve en el mar, ni de noche ni de día, saben cuán difícil lo ponen algunos de estos náufragos para ser rescatados.
Entre los efectos de papel que los inmigrantes logran conservar hay a menudo fotos, como la de un joven que guardaba la suya en la formación de un equipo de fútbol con camiseta roja y blanca, calzón también blanco y publicidad de Fly Emirates, uniforme muy parecido al del Arsenal. Las camisetas de equipos europeos, desde el Nantes al Barcelona, son frecuentes en la vestimenta de los inmigrantes africanos. A veces muestran fotos familiares en las que, por más que se escrutan junto con el rostro del portador, no hay manera de saber si son retratos propios o si, en las colectivas, aparece él. Tanto como el estado físico despista al observador el contexto. Cuando llegan a Ceuta son subsaharianos, individuos pertenecientes a un grupo tan amplio como impreciso. Pero en las fotos tienen familia, madre, novia, hermanos, una forma de vestir distinta a la de la ropa deportiva con la que llegan todos, llevan traje, o una chilaba o túnica, otro peinado, tienen una vida, unas razones y unos problemas para haber llegado donde están que si no comprendemos nunca podremos ayudar a resolver y que en muchos casos acabarán estrellados contra nuestras fronteras, físicas y mentales.
Cuando nadie hablaba de ellos, de quiénes eran esos muertos, de dónde venían y adónde iban, sino de responsables políticos, de la Unión Europea, la Guardia Civil y las pelotas de goma, cuando los cuerpos yacían ya bajo la tierra, venían a mi memoria todos esos objetos que tantas historias cuentan, que representan sueños a veces convertidos en pesadillas o, más aún, que explican las razones por las que miles de hombres y mujeres emprenden un viaje incierto y peligroso. Todo por un formulario en el que un agente recoge los fríos datos:
“Asunto: Interceptación de un ciudadano extranjero por infracción a la Ley Orgánica 4/2000 reformada por la L.O. 14/2003 sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración. Fecha, lugar y hora: 12-12-11, playa del Tarajal, 7.15. Modo de entrada: a nado. Nombre: Fufuna Alí, nacido en Guinea Konakri en 1985. Complexión: gruesa; color de piel, cabello (tipo y color), ojos, altura, cicatriz, peso, vestimenta. Firma del individuo interceptado”.
¿Fin del viaje?
Tamara Crespo es periodista. En FronteraD ha publicado Carmina Maceín vende riad en Tánger… con algún Picasso y Miró, Rústico flamígero en Tierra de Campos y En casa de Erik el Belga, el ladrón de arte más famoso del mundo.
Fidel Raso es fotoperiodista. En FronteraD se ha publicado un portafolio dedicado a su trabajo, además de Fotografía y periodismo en los ‘años del plomo’ en el País Vasco y La ciudad envuelta.
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