Era una noche de tormenta. En algún momento el viejo Alberto dejó de contarnos historias, de hacer bromas, de servirme pizza, de llenarme el vaso con cerveza argentina y dijo que era la hora «De bajar al muerto». Se trepó sobre una silla enclenque, puso las manos encima de un viejo ropero gigante. Jaló algo, con fuerza. Lo sostuvo encima de su cabeza, lo bajó con lentitud al piso y lo desenrolló frente a nosotros. Era un colchón enorme. Era El Muerto.
Unas cuatro horas antes, Alberto nos había encontrado parados en una estación de gasolina. De acuerdo a lo convenido, Rossana tiraba dedo mientras cargaba al hombro ese saco enorme color verde que era su morral de viaje y yo, a cierta distancia, haciéndome el distraído, escuchaba el Circo Beat de Fito Paez en mi walkman, recostado sobre mi maleta. Rossana tenía puestos los lentes oscuros. Por dos motivos: porque se le veía cool, y para tapar esas pelotas en que se habían convertido sus ojos por una conjuntivitis que agarró un día antes, lavándose la cara con el agua de una pileta, en Mendoza.
El primer jalón
¿Alguien puede olvidar el movimiento de un autobús azul, saliendo por las puertas de una terminal polvorienta, abriéndose paso entre el tráfico caótico de la ciudad Lima, para poner rumbo al sur, hacia el borde del país? Una combi nos cruzó desde Tacna hasta Arica. Allí tomamos un autobús hasta Santiago. Recuerdo una comida mala en Chañaral. Fuimos a la Estación Central. Tomamos el tren hacia Valdivia.
Como en alguna revista yo había leído sobre Pucón, convencí a Rossana de que fuéramos. Era domingo, el lago estaba repleto de gente. Parecía la Costa Verde, con los bañistas un poco más blancos. Nunca había visto a tanta gente metida en un lago. No nos bañamos. Me sumergí en otro lago, de aguas heladas, solo para que Rossana me tomara una foto frente al volcán Osorno. Regresando de Pucón, Rossana dijo que tiraríamos dedo. Un tablista que iba escuchando a Bob Marley nos subió a su camioneta. Recuerdo el cielo rojizo, la luna enorme. Tal vez fue entonces que Rossana lo decidió: así llegaríamos hasta Buenos Aires.
Lima-Buenos Aires
Rossana, a quien yo había encontrado en agosto de 1993 en la estación de trenes de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, me llamó a fines de 1994. Quería convencerme de acompañarla hasta Santiago de Chile. Ella ya había puesto los 25 dólares para el ticket del concierto de los Rolling Stones.
Si no los ves ahora no los verás nunca. Ya están viejitos, se van a morir, me dijo.
Parecía un buen argumento pero yo dije que no. Estuve en Santiago dos veces: en 1992, camino a Río de Janeiro, y en 1993, regresando de Sao Paulo. No me apetecía volver. Había visto meses atrás el video de Señor Matanza, con los Mano Negra viajando en un tren por Colombia. Me iba a ir en bus hasta Quito, de ahí hasta Bogotá y, si sobraba el tiempo, hasta Caracas en Venezuela. En el mapa las tres ciudades se veían demasiado cerca.
Interrumpimos este programa: la guerra
Las tropas ecuatorianas y las peruanas comenzaron a enfrentarse en la zona del río Cenepa. Fujimori dijo que estábamos en guerra. En esos días mi enamorada estaba viviendo en Chiclayo y –si bien hubo momentos de fuego y loco amor–la relación parecía ir a ningún lado. No sabía si valdría la pena esperarla en Lima. Llamé a Rossana y le dije que sí iba. Gritó de alegría en el teléfono y me mandó a comprar, inmediatamente, mi ticket para los Rolling. Le dije a mi familia que me iba a Chile a ver a Mick Jagger, antes de que se nos muriera.
La discoteca más austral del mundo
Desde Valdivia nos fuimos a Puerto Montt. Yo tarareaba la canción de Los Iracundos mientras nos tomábamos fotos con el mar y un viento frío en la espalda. Averiguamos cómo era el trayecto hacia Punta Arenas. Nos dio muchas ganas llegar a esa ciudad por una carretera de tierra afirmada, pero ya no teníamos tiempo. El concierto era el 19 de febrero. Tiramos dedo para ir a Chiloé. De ese día recuerdo el viaje en ferry y un par de empanadas que comimos en Ancud.
La última noche en Puerto Montt nos fuimos a bailar. Era una discoteca enorme. Rossana la bautizó como «la discoteca más austral del mundo». Bailamos hasta el alba y cantamos Lobo hombre en París de La Unión. Éramos un dúo ruidoso. Es fascinante cómo los aullidos de Denis en París, en la voz de La Unión, se entrelazan con las memorias de la neblina azul de la mañana, el piso empedrado y una carreta jalada por caballos que, apareciendo de repente, levantaron las patas frente a nosotros, relincharon y se hicieron a un lado. ¡Casi nos atropellan los caballos! gritó Rossana. Y nos reímos mucho del susto.
La limeñísima Pepsi Cola
Llegamos a Valparaíso porque nos íbamos a encontrar con la Chata Claudia y su novio, Luis Carlos. Los dos viajaron a Santiago en avión, en primera clase desde Lima, solo para ver a los Rolling. Muchos años después, Claudia dijo que había piojos en nuestro albergue. Yo apenas recuerdo la alegría de estar sentado en el funicular, mirando las casas pequeñas, soleadas, de colores, y el mar del puerto. En el hospedaje nos recomendaron un restaurante peruano. Se nos hizo agua la boca imaginándonos un huarique inmundo y un plato delicioso, bien servido, acompañado con su cerveza peruana o su Inca Kola. Claudia y Luis Carlos parecían compartir nuestra emoción. Hasta ese momento, en cada ciudad y en cada restaurante, no habíamos dejado de preguntarnos por qué los chilenos comían tan feo.
El restaurante parecía un palacio. Tenía balaustrada, piso de marmol, barandillas cromadas y pulidas. Era tarde para echarse atrás. Hacía hambre. Luis Carlos y Claudia dijeron que no nos preocupáramos por el precio. El mozo, de blanco y negro, con corbata michi, se acercó a tomarnos el pedido. Luis Carlos preguntó si no tenían cerveza peruana. El mozo dijo que no. ¿Inca Kola? preguntó Luis Carlos. Ahí fue que el mozo soltó la perla: «No tenemos Inca Kola, pero sí la limeñísima Pepsi Cola». Dijo limeñísima. Lo juro. Nos ofreció también un lomo salteado. Escogimos los ají de gallina, sosos y brutalmente malos, cuyos restos Luis Carlos acomodó en un solo plato, avergonzado, para que no se notara que, a pesar del hambre, casi no habíamos comido.
Después del concierto
No había sido fan de los Rolling hasta aquella noche. Estuvimos en primera fila. El Estadio Nacional de Santiago nunca se llenó y era muy fácil pararnos frente al escenario. Rossana parecía poseída. Entre las canciones recuerdo Simpathy for the Devil y Brown Sugar. Después nos quedamos un par de noches alojados en la casa de la hermana de Luis Carlos. Él y Claudia se regresaron a Lima. Contamos el dinero y nos dimos cuenta que cada uno tenía 40 dólares. Fue entonces que Rossana dijo, inspirada: ¡Nos vamos tirando dedo hasta Buenos Aires!
La ruta
Rossana escribió un cuento muy bonito. Se llama Autostop Che. Ahí describe esas aventuras que nos pusieron con cuarenta dólares en el bolsillo, a la salida de Santiago, rumbo a Buenos Aires. Tal vez por la breve diferencia de edad, por su carácter, o porque al fin y al cabo yo era el invitado, en ese viaje siempre me sentí como un personaje secundario.
Y si hubiera sido por mí, después de verla con los ojos hinchados, recién levantados de las bancas de la estación de San Luis donde pasamos la noche, esa mañana nos dábamos la vuelta de regreso a Lima. Pero Rossana dijo que no. Íbamos a llegar a Buenos Aires. Se puso los lentes oscuros y unas horas después nos encontró el viejo Alberto en la estación de gasolina. Ofreció llevarnos unos kilómetros, hasta un cruce de carreteras. Sin embargo se enganchó con nuestro relato, y terminamos bebiendo y comiendo pizza, bajo una granizada bíblica. Y nos hizo dormir juntos en El Muerto.
Él y su esposa habían sido hippies. Ese colchón iba enrollado en la parte de atrás de la camioneta con la que recorrieron la Argentina. Él había tenido un puesto de oficina en Buenos Aires y lo dejó para irse a vivir al campo, rodeado de viñedos, en ese lugar donde siempre había un poco de sol y aire fresco. Era el distribuidor de una compañía de galletitas. En la mañana nos llevó a pasear por el río y dijo que prepararía un asado. Yo estaba entusiasmado. Quería quedarme un día más pero Rossana me obligó a decir que no. Teníamos que seguir. Nos disculpamos y el tío Alberto en la camioneta, con su esposa y sus dos hijas, nos dejó en un cruce de caminos. Cargábamos una bolsa gigante de galletas para el viaje.
Al poco rato un camionero sucio y maloliente*, con un chiquillo de ayudante, nos llevó hasta la salida de la ciudad de Mercedes. Ahí en la pista, cuando mirábamos con esperanza hacia una estación de servicio, pensando en que tal vez nos dejarían cobijarnos, porque ya anochecía, un trailer se pasó de largo. Unos metros después, frenó. El camionero se bajó y Rossana le dio el alcance. Nos presentamos. Él tenía los dientes destruídos pero era un tipazo. Se llamaba René Depianti y se iba hasta Buenos Aires.
El regreso
Nos pudimos quedar dos noches sin pagar en el albergue juvenil de Buenos Aires, a condición de no destender las camas, levantarnos de mañana y sentarnos en la sala a mirar tele. Caminamos por el centro de la ciudad y entramos a una librería en Florida. Ahí fue cuando Rossana me dijo que el Ulysses de Joyce había que leerlo en inglés.
Rossana me acompañó hasta La Boca. Se quedó en la calle, tomando notas en una libreta mientras yo me metía a La Bombonera. Recolectamos latas de gaseosa con las imágenes de los Rolling Stone. La llegada de esa banda había sido el evento del siglo en la Argentina. Le tomé una foto a Rossana con sus lentes oscuros (ya casi no quedaba conjuntivitis) frente al paseo Chabuca Granda, por la Recoleta. Hacía mucho calor y los dos comenzábamos la universidad en algunos días. La salida de Buenos Aires la recuerdo con un olor horrible a humedad, a vapores de carro.
Un microbús achacoso nos dejó por las afueras de Buenos Aires. Una mujer sencilla a la que le contamos nuestra aventura–por divertirla–, antes de bajarse del micro me puso unos billetes en la mano y me dio su bendición.
Un camión de bomberos nos llevó hasta Luján y dormimos una noche en la estación.
Llegando a San Martín, llamamos a unos muchachos que encontramos en la ida. Nos fueron a recoger. Era muy tarde, así que nos instalaron en el departamento de soltero del hermano mayor. Al día siguiente nos invitaron a un asado, en el que le contamos nuestra aventura a toda la familia. Nos regalaron un costal repleto de comida y leche de soya para el viaje. Nos dejaron en el camino.
Así llegamos otra vez a Mendoza. Una camioneta de Telefónica nos subió la cordillera. Cambiamos de camión en la frontera porque los carabineros se pusieron malcriados y agresivos. Llegamos hasta Los Andes y ahí, un cuarentón chileno, muy burgués, muy bueno, nos llevó en su camioneta hasta Santiago. Dejó que nos bañáramos en su casa. Su esposa nos invitó una de las cenas más deliciosas que he probado en mi vida. Ella sacó la cara por toda la cocina chilena. El hombre nos llevó en el auto hasta la estación del metro, dijo que corriéramos porque ya cerraba y, antes de bajar, me puso un fajo de billetes en la mano.
In the name of my da
Llegamos desde Santiago hasta Tocopilla tirando dedo. Las clases ya iban a empezar y teníamos que estar en Lima. Por un malentendido, un carro nos dejó en el lado opuesto de la ciudad. Nos molestó mucho, estábamos agotados. Convencí a Rossana de tomar un autobús hacia Arica. Ella dijo que pasaríamos la noche en un restaurante y saldríamos a la mañana hacia la estación. En la mesa del bar escribí en una hoja de papel un poema que terminaba así: In the name of my Da ¿Qué hacemos acá?
Eso era lo más cerca que había estado a una gran aventura. Tres países en un mes. Decenas de autos y gente distinta en el camino. Todavía teníamos los 40 dólares con los que empezamos el viaje.
Nos cerraron el restaurante y Rossana dijo que no pagaríamos un centavo para dormir en Tocopilla. Estaba tan decidida que tocamos la puerta de la iglesia. Golpeamos duro. El cura nos gritó que ese no era un hotel. Nos echamos a dormir en una banca frente a la estación de carabineros. Nos levantaron a mitad de la noche y mientras tratábamos de explicarle a los guardias que nuestro bus salía por la mañana, el comisario dio la orden de que entráramos, que durmiéramos en la sala. Siguiendo las instrucciones de Rossana, nos despertaron a las seis.
Tomamos el autobús hacia Arica. Cruzamos hacia Tacna en una combi. Fui al cajero de un banco y encontré dinero suficiente para prestarle a Rossana y volar hasta Lima. Llegamos un día antes del inicio de las clases. Era marzo de 1995.
Éramos dos muchachos felices. Absolutamente cambiados, también. Para siempre.
*Maloliente pero generoso. Después de acosar a Rossana (invitándola a que no se alejara tanto en ese asiento de a tres), con el muchachito riéndose en el asiento de atrás y pasándole al chofer una botella de plástico con algún preparado, que éste se tomaba en tragos generosos; el chofer del camión nos entregó un papel donde escribió la dirección de su casa. También puso el número de teléfono donde podríamos encontrar a su esposa. Por si necesitábamos algo.