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Érase una vez en Astoria

 

Sé que empezó el frío porque de repente me encuentro monedas tiradas en la calle. Nadie quiere sacar las manos del abrigo para recogerlas. Yo sí me agacho, cojo la moneda de cinco centavos y pienso: «Ya viene el invierno». Así todos los años.

 

Esta noche fue un poco distinto. Encontré una moneda de 25 centavos bajo las escaleras de la estación de tren en Astoria. Me pasé la lengua para refregarme los labios: este invierno sería cinco veces más crudo.

 

Por la calle pasan sombras que parecen salidas de la iglesia. Caminan con la cabeza gacha, recordando sus pecados. Creo verla: la pelirroja que cruza apresurada. Pero no es ella. Miro el reloj. Muevo los dedos en los bolsillos, aprieto la moneda de 25 centavos. Miro hacia la siguiente esquina y me doy aliento en silencio: no vive tan lejos del tren, debe estar a punto de llegar.

 

A la media hora de espera me resigno. Comienzo a caminar hacia el paradero. Suena mi celular, meto las manos en el sobretodo, miro el nombre en la pantalla del aparato y me desilusiono: ¿Aló?

 

Le miento a mi amiga la Negra: he cenado con unos amigos en Astoria, ellos ya se han regresado a Brooklyn y yo puedo pasar por su casa a ver una película. Echo otra mirada a la calle, llena de pecadores. Una flaca con rostro de venado cruza la calle. Un foco que parece sacado de una serie de televisión inglesa remueve la espesa neblina de la calle y veo su rostro: pareciera que en ese mismo instante le está aconteciendo una epifanía. Pero tampoco es ella.

 

Camino hacia el edificio de la Negra. Me descongelo en la entrada de su departamento y me saco con torpeza mis botas que amenazan con tener un hueco en la suela. Me las recomendó una mujer de la nieve pero no han soportado ni siquiera el principio de éste, su segundo invierno. Abrazo a la Negra y me paso un poco con las manos, como siempre. Esta vez –como ciertas veces– ella me deja seguir. Su compañera argentina se ha ido a una fiesta, no va llegar sino hasta la mañana siguiente. Mis labios congelados encuentran unos pezones hogareños. Presiono su cabeza como una sugerencia mientras me despojo del sobretodo. Ella acepta y por encima de sus hombros veo que la moneda de 25 centavos rueda por la sala hasta quedarse debajo de un sofá rosado y descolorido.

 

Me despierto de madrugada. La Negra tiene los labios entreabiertos y los ojos apretados como si estuviera sufriendo. Quisiera adivinar en qué o en quién está pensando. Observo el perfil de su cuerpo bajo las sábanas. Es muy delgada, su cuello es suave y parece frágil. Me interesa saber por qué nunca he pensado con seriedad en ella. Ya viene el invierno, mi pelirroja jamás va a regresar.

 

La calefacción quiere convertir a la habitación en un baño turco. Mis amigos peruanos se quejan de que las gringas viven en el interior de sus pisos como si fuera una playa de Miami.  Pienso en que la Negra ha vivido en Miami. Si sigue estancada en Astoria es por ese grieguito que le ofreció ponerla como su secretaria en un negocio de bienes raíces. Mi Negra tan confiada, tan crédula.  Ella sigue apretando los dientes.

 

Quisiera abrir un poco la ventana pero tendría que pasar por encima de ella y despertarla. Decido salir a la cocina a servirme un vaso grande de gaseosa. Antes de abrir la refrigeradora me asomo al borde de la ventana para ver cómo se ve Astoria de madrugada. Se parece  a una calle de Lima. Hay unos arbustos descuidados y una vereda bañada en hojas secas que me remontan a una noche en que caminaba tambaleante y con frío en busca de un kiosko de tacos en el mercado de Lince. Estoy por terminarme la gaseosa cuando la puerta de la calle se abre y entra la argentina. Se descongela sin mirarme. Se saca la bufanda, el gorro y el abrigo celeste de poliéster sin despegar la mirada del piso: es otra pecadora. Por fin voltea y me hace un gesto con las cejas. Por un instante me preocupa recordar si los pantaloncitos que me he puesto tienen bragueta o son cerrados. Observo largamente su cabello de tonos amarillos, todas esas pecas sobre la nariz.

 

–¿Qué tal estuvo la fiesta? pregunto.

 

Ella me responde como que enumera la lista de encargos para el supermercado: un evento social aburrido, siempre la misma gente que le habla de las mismas cosas. Para empeorarlo todo, su novio se ha peleado con ella por una estupidez. Estaba demasiado borracho y se largó de la fiesta dejándola sin dinero para el taxi. Se ha congelado caminando desde la estación. “¿Y la Negra?”, pregunta ella. Presiento que le respondo algo prohibido: se ha quedado dormida. La argentina me dice en voz muy baja: ha estado muy mal desde que se separó del grieguito. “Algo me ha contado” digo yo y me termino de un trago lo poco que me queda en el vaso de la bebida oscura. Ya se le ha ido el gas. Hago un gesto muy débil que pareciera indicar que me regreso a la cama.

 

La argentina me pregunta si me quiero tomar un café y yo noto que entran por la ventana las primeras luces azules del día, así que acepto. Me gusta engañarme creyendo que quise un café antes de regresarme a Brooklyn.

 

Mientras ella llena la cafetera de agua y ésta empieza a calentarse, la observo. La argentina parece no darse cuenta, sugiere que nos sentemos en el sofá rosado y descolorido de la sala a esperar que el agua se caliente. Enciende la televisión, bajito «para que no se despierte la negra», dice ella.

 

Se calienta el agua. Olvidamos la television prendida y como a las once de la mañana la Negra abre la puerta de su habitación para apagarla. Hay dos tazas de café sobre la mesita de la sala y la puerta del cuarto de la argentina está cerrada. Mi ropa sigue desparramada en la sala. Estoy demasiado despierto para no sentirme culpable. Me parece verla agachándose para doblar la ropa y colocarla con cuidado sobre el sofá: la luz ya inunda el departamento. Una arañita inmóvil cuelga sobre un cojín de tela. La moneda de 25 centavos recibe su primera capa de polvo debajo del sofá.

 

Contengo el aliento y escucho los pasos de la Negra, alejándose hacia su cuarto y cerrando la puerta con suavidad. La argentina ronca dulcemente mientras me abraza.

 

Siento calor. Empujo las sábanas de la cama hasta el suelo y me dedico, con paciente cuidado, a contemplar el techo por un rato y a poner otra vez mi mente en blanco.

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