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Mientras tantoÉrase una vez una cocina

Érase una vez una cocina


 

 


Como un Velázquez aficionado, el habitante de la buhardilla de Don Pedro 7 se retrataba en el espejo de su lavabo–despacho-cocina. Al tener el techo más alto de toda la vivienda, era el auténtico cuarto de estar de la casa; como un espacio de respiro para el cuerpo, por el que se podía caminar sin tener que bajar la cabeza. Además, por su ventanita se veía casi encima la mole de San Francisco el Grande, ese fabuloso templo barroco que parece una mezquita turca en los bordes del Rastro madrileño.  

 

El espejo servía para las abluciones y afeitados matinales, en aquel, ora lavabo, ora fregadero. Junto al escurreplatos, un ladrillo pintado de blanco cumplía la función de escurrecubiertos. El platerío estaba integrado por pura cerámica alemana , rescatada del Rastro. Entre los rubios barros germánicos asoman los bordes oscuros de dos platos de cerámica de Fajalauza –verde cadmio–, comprados en la fábrica original de Granada, junto a la colina de almendros, que es lo que significa su nombre en árabe.

 

El reloj y la bandeja transparente también eran de la Oca, que hacía furor por aquellos años, en su clausurado establecimiento del antiguo Mercado Puerta de Toledo. El hecho de que esta imagen se componga de una secuencia de fotografías disparadas autónomamente, propicia que los dos relojes de la imagen no marquen la misma hora.

 

Esta cocina fue redacción y paritorio de casi todas las revistas Teatra. Fue oficina de producción y distribución de las compañías teatrales Corral 86 y La Marítima Espectáculos. Y hasta la recién nacida Asociación de jóvenes actores titulados (AJAT) tuvo allí su sede. Hubo un momento en que no entraban tantas entidades en el rotulito del buzón de aquella buhardilla.

 

Y para los expertos en el mundo y la obra de Vizcaíno, sólo recordarles que ésta es la cocina donde se suicidó Sigfrido, el protagonista de su cuento El Frío; muy refrescante para estas fechas estivales, y que fue publicado en este mismo blog hace dos veranos.

 

Y si por último, esta cocina contara la vida secreta de lo que reflejaron sus losetas blancas, esta entrada podría convertirse en novela larga.

 

A veces las cocinas –más que guisar– contemplan y recuerdan.

 

Fotomontaje: Juan Antonio Vizcaíno


 

 

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