Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Frontera DigitalEremita observado

Eremita observado


El eremita que he observado no cree en ninguna divinidad, algo ciertamente extraño en todo el mundo salvo en Europa; Salman Rushdie, en sus memorias, escribe que en todo el mundo, salvo en Europa, incluso en Estados Unidos, «la noción de no creer es difícil incluso de formular». Aunque el eremita, también lo dice el polémico autor de Los versos satánicos, es un hombre irreligioso que sabe y reflexiona mucho sobre Dios. Porque nuestro eremita sólo se atiene esencialmente al producto del pensamiento, ya devenga miserable consecución (tristeza, enojo, desprecio, etc.), ya exquisitez espiritual (por encima de todo, el arte). Lenguaje, y su derivación consuetudinaria: el habla, habla elevada a lo más sublime: la literatura, constituye el eje alrededor del cual gira toda la preocupación central del eremita.

Por las noches, ya acostado en la cama, temprano, siempre oye alguna música, más de una vez una sinfonía de Aaron Copland. La música alivia los trabajos que nacen del espíritu, según Cervantes. Trabajos como la meditación y la comprensión lectora quedan automáticamente suavizados cuando la música suena, acoplada a la perfección, desde el cercano receptor, a esos trabajos espirituales, meditación y lectura, armoniosamente alternados. Y en el comienzo de esas noches, en especial las noches de invierno, el grato fondo del libro leyéndose y -cerrado de vez en cuando, con el dedo índice como señal de la lectura- el casual y breve transcurso meditativo, se conforma en la música expandiéndose y también en el absoluto silencio que rodea la casa donde el eremita mora, silencio cultivado con delectación en el entorno del amplio alrededor y en el relente que de la oscuridad mana. Estos cuatro elementos, plenos: abundante lectura y meditación, conveniente música y generoso silencio sirven, de sobra, para henchir la actividad existencial de este ser solo y de acusado rasgo solitario, consustancial en él. Es mucho más que probable que Agustín de Hipona pensase en uno de estos solitarios cuando sentencia que es dichoso el que sólo, solo, está con Dios, siendo un desgraciado el que depende solamente de los demás hombres. Claro que para el eremita que observamos, el concepto «Dios», sus condiciones, estriban en la lectura, la meditación, la armonía musical y el silencio extremo; en definitiva, un paraíso celestial que ha descendido a la tierra y se asienta entre el suelo de baldosas y el techo de cal del eremitorio. El eremita que contemplamos, en realidad, en suma, es un ente para el que están de más las oraciones, la invocación a ningún Altísimo, la concesión a la penitencia o la condena de la vanagloria.

El eremita no es madrugador. No aparta el cobertor ni sale de la cama, como pronto, sino a las nueve y media o diez. Sin embargo, desde que hay luz anunciando el nuevo día, una fecunda duermevela sucede, con momentos de sueño, y sueños, y otros momentos de vigilia, en que los brazos salen desde debajo de las mantas asiendo el libro, o se meten de nuevo para que, acompasadamente, la mente reflexione con serenidad. Ya se decide a erguirse y abre una hoja de la ventana para ventilar el cuarto. La andadura minúscula que se recorre desde el dormitorio a la sala, parece realizada levitando, ya que el hasta hace poco durmiente va calzado con zapatillas con la suela de goma, va vestido embutido en sus nada rígidas franelas, ropa digamos que espumosa. No ocasiona su paso ningún ruido, ni el más leve rumor que tan silentes roces causen. Al calorcillo del brasero, ya está dispuesto el desayuno encima de la mesa camilla. El plato sobrio, el contenido escueto: una nuez, media pieza de fruta, una tostadita de pan de molde sobre la que el eremita extiende margarina y mermelada de higo, que él mismo elabora con la cosecha que le dona la ancha higuera del patio. Al lado del condumio, una gran taza contiene el líquido quemante de un fuerte té negro sin azucarar. El resto del menú, a lo largo del día, se compone también de dosis mínimas: para el almuerzo, por ejemplo, un pedacito de empanada, un tomate partido en trozos y aliñado y la media fruta que quedó del desayuno. Para la cena, algunas noches, una taza de café con leche, endulzada con miel, acompañada de algunas galletas. Es preciso pasar al baño para cumplir con una de las diversas necesidades orgánicas. Al penetrar en el inodoro, el eremita, al enfrentarse a todo el conjunto de loza blanca tan reluciente y de color tan frío, siente un abrupto escalofrío que no resulta muy desagradable empero. Al hacer fuerza sentado en la taza, recuerda una jocosa anécdota transmitida por el novelista alemán Ernst Jünger en sus esplendorosos «Diarios de París» cuando él era capitán del ejército germánico en la Francia ocupada. En uno de sus permisos, Jünger viajó desde la patria gala a su país, a su región natal. En las eras de un pueblecito se topó con un señor muy mayor, casi centenario, estupendamente bien conservado (el propio Jünger llegó a cumplir 103 años; a sus 95, aún escribía novelas). Le pidió al viejo que le dijese el secreto de por qué estaba tan bien. A lo que el anciano, muy resuelto, respondió con este claro esquema: «Cada mañana, una cagadita; cada semana, un polvete; y cada mes, una cogorza.» Así se logra un bienestar perfecto siguiendo una económica rutina. Avanza la mañana y el eremita limpia de ceniza la estufa y la prepara con el propósito de que a la tarde ardan los leños en su interior, luciéndose con su presencia sinuosa en las duraderas llamas, blandiendo un misterioso e inagotable ronroneo al ir quemándose con lentitud precisa, manifestándose como un grato bajo continuo.

El eremita tiene sus licencias. Las ejecuta metódicamente. Posee coche. Viaja. Asiste a alguna tertulia. Va también a algún que otro espectáculo. Y con frecuencia, no insistente, se cita asimismo con alguien. ¿Entonces es un eremita a medias? Dejemos, por ahora, la controversia. Ya se acerca el momento del aperitivo. El eremita sale de su modesta villa y arranca su automóvil dirigiéndose al bar. Es quizá la licencia de la que hace más uso. Antes de entrar al establecimiento realiza un moderado paseo por las calles adyacentes a la taberna, lo que le ocupa, y lo hace casi a diario,  aproximadamente una hora. La camarera es una linda moza; y es muy probable que no llegue a completar aún dos décadas de vida. Esbelta, piel dorada, desenvuelta y simpática. Una prometedora profesional que al pedírsele una copa de vino blanco, ofrece tres selectas variedades convenientemente explicadas. En el local suenan canciones acompañadas de ritmos que se alargan muy sincopados. La chica memoriza todas esas canciones y con sus labios, en silencio, sigue las letras gesticulando. El eremita ya se ha sentado en una mesa, con su buen vino y una tapa, y de vez en cuando dirige hacia ella su mirada, contemplándola complacido. En el segundo vino, aunque sólo para su interior, nuestro eremita reflexiona de un modo exasperado. Más o menos bajo este resumen: «¿Dicen que la vejez es bien hermosa? ¡Tonterías! ¿Que la sabiduría concede a los ancianos una vida más plena? ¡Mentira! ¿Se es más sabio de viejo? ¡Falso! Uno no adquiere esencialmente nada con el tiempo. Siempre cada uno es como es desde su más remota infancia. ¡Qué manía de confundir, e igualar erróneamente, la sapiencia con la decadencia! Realmente el prestigio reside en la juventud, en la inconsciencia, relativa, grácil, de los pocos años. En la belleza. Los jóvenes, en el marco de su desahogada circunstancia, son bellos. Y los viejos son feos. Resueltamente. Gran ejemplo el de esta muchacha. Inundada de gracia.»

La tarde es sagrada. Sería un tiempo consagrado enteramente a la prosecución de oficios litúrgicos si el eremita poseyese un pensamiento religioso. Momento de la siesta tras el almuerzo: atesorar el denso placer del sueño como una sedante experiencia mística, oyendo Radio Clásica muy flojito. Ya hay calor en la sala: los maderos, apetitosamente, se consumen, demorados, en la lumbre, extendiendo la dicha que recibimos por la muy cálida temperatura. Tiempo de la lectura, la gran continuadora de la vida, ya que toda la vida está en los libros, más que en la estricta vida. Observamos al eremita leyendo, y gozando mucho al leer, el volumen La historia, de Elsa Morante, quien fue la primera esposa del gran novelista italiano Alberto Moravia. Nuestro eremita escribe, mas nada más que ahora escribe párrafos que pueden, según él piensa, únicamente conformarse en simples crónicas. Siente no estar dotado para la novela, género capaz de embutir, en la escritura, numerosas alternativas. En el anchuroso texto de Morante se aborda la historia del fascismo en Italia, y el desencadenante de la terrible guerra mundial. Es, de algún modo, una novela histórica, pero, por encima de eso, una reconfortante ficción, con el niño Ussepe como centro del relato, conviviendo con esos personajes dinámicos que palpitan esplendorosamente en la novela. Un auténtico gozo la asunción del relato, que alimenta, con profusión y gran provecho, al entregado lector.

La visión del crepúsculo conlleva una total aceptación: del sentimiento, de la configuración del mundo, conformado y extático: las retamas, la ruina del edificio frente al cenobio, el rosicler del firmamento, inclinado a lo eterno, a pesar de su condición pasajera. La aceptación de la circunstancia, beneficiosa a fin de cuentas.

Sobreviene la noche. Acaece la música. Ideal escucharla con actitud pasiva, sin emprender acción. No pensando en nada. Nutrirse de sonidos no persiguiendo hallar significados fútiles. Surgen las notas ideadas por Copland. O las del místico, atractivamente moderno, Arvo Pärt. O, soberanamente, las del dios de la música al que dirigir siempre la sentida plegaria: Johann Sebastian Bach.

Más del autor