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Mientras tantoErnst Jünger y su gusto por la trinchera

Ernst Jünger y su gusto por la trinchera


El joven Ernst Jünger con su uniforme de oficial

En mi entrega anterior, sobre la República de Weimar, omití el nombre de uno de los grandes escritores alemanes del periodo, Ernst Jünger. En este ámbito, fue un intelectual conservador. En palabras de Eric D. Weitz, autor del libro La Alemania de Weimar. Presagio y tragedia, que entonces comentábamos con cierta profusión, Jünger era un brillante intelectual que se había formado “en el excelente sistema educativo alemán del que disfrutaban las clases dirigentes.” Pertenecía a la clase media de la burguesía. Como contraste, llegó a expresar él mismo: “Por mi modo de ser yo tendía hacia una amplitud y libertad vitales que presumía, sin duda con razón, que eran irrealizables en la aburguesada Alemania.” Fue un representante de la estética belicista; le gustaba la guerra; para él, la lucha heroica que tenía lugar en la guerra dotaba de pleno sentido a la vida. A este escritor le parecían bellos todos los sucesos del combate. Las ráfagas de las ametralladoras eran “luciérnagas”; los aviones que bombardeaban, “preciosas mariposas”; el enemigo, “una minúscula y brillante libélula”. Eric D. Weitz afirma que Jünger “revestía de erotismo la capacidad de llevar la muerte. Capítulo tras capítulo [en sus obras de la Gran Guerra, Diario de guerra y Tempestades de acero, la segunda una literaturización de la primera], se recreaba en la muerte con todo detalle, como el pintor que describe pincelada a pincelada su obra maestra.” Con la guerra podría regenerarse la sociedad, la raza. Esto no quiere decir que Jünger, a pesar de ser de derechas, gustase del nacionalsocialismo hitleriano. Aunque él acuñó la expresión “socialismo del Frente”, a Adolf Hitler le puso despectivamente el sobrenombre de Kniébolo para poder escribir desdeñosamente sobre el tirano sin sospecha.

Ernst Jünger vivió muchos años. Casi llega a cumplir los 103. Siempre se mantuvo bien de salud y fuerzas. Gran resistente hasta el último momento. En el quinto tomo de su conjunto de diarios (escribió otras recopilaciones diarísticas) a los que puso el título genérico de Pasados los setenta, escribe una entrada en el día de su centésimo aniversario, fechada en su residencia habitual germana, y pocas semanas después escribe otra datada en El Escorial. O sea, que el tío, a los cien años, podía viajar de Alemania a España. Fue militar en las dos guerras mundiales. En ambas, oficial. En la segunda no pertenecía a las SS, sino al ejército alemán, la Wehrmacht. Fue capitán en París, en la Francia ocupada por los alemanes. Básicamente lo que hacía era reunirse con los artistas, Picasso, Braque y los demás. Esta vivencia suya la recoge en tres diarios, denominados globalmente Radiaciones. Salvó a algunos judíos de viajar en los trenes camino de los campos de exterminio.

En la cubierta, Jünger en la trinchera, 1915

Jünger se alista, con 19 años, el mismo día de declararse la guerra, esa primera guerra mundial. La gran excusa era alistarse para dejar de ir al instituto, pues estudiar no le gustaba nada. Le pasaba igual que a otro compatriota suyo, Thomas Mann, autor de una excelente literatura, quizá la mejor de su siglo, pero que careció de estudios universitarios. El 1 de enero de 1915, después de un breve periodo de instrucción, se incorpora al combate. Otros autores participaron en esta guerra, o su vida transcurrió durante la guerra, y lo relatan; pero no hay un documento tan completo como el de Jünger, que escribió en catorce libretas, que llevó al frente, todas las vicisitudes que realizó en la contienda, transcribiéndolas con exactitud. “En el bolsillo de mi guerrera –escribe siendo aún neófito en la tropa- había guardado una libreta delgada; estaba destinada a mis anotaciones diarias. Sabía que nunca más volverían las cosas que nos aguardaban y me encaminaba hacia ellas con suma curiosidad.” El relato no es nada aburrido, porque los detalles de una guerra no forman parte de un cuento monótono, sino de un transcurso muy variado y entretenido, independientemente de los pesares. Hay zambombazos, estampidos, explosiones, tiros que pasan muy cerca, pero también hay mucha ingesta alcohólica, de ostras, de viandas delicadas dentro de la vida apacible de la retaguardia; hay partidas de skat, juego de cartas alemán muy habitual dentro de las trincheras en la primera guerra mundial. Asimismo, reposo en hospitales, convalecencia en casa, permisos. Los soldados, indudablemente, son héroes, por los peligros que aguantan y los riesgos que sufren. El editor de este minucioso diario de guerra, Helmuth Kiesel, escribe que este diario es fiel reflejo “de una experiencia extrema de destrucción que sin embargo había que superar, y de una experiencia anímica que llevaba a extremos opuestos, sensibilización y embrutecimiento, profunda emoción y embotamiento, frívolo desprecio de la vida y disciplina destinada a preservar la vida, a momentos de impávida resistencia y a derrumbamientos nerviosos, a heroicos entusiasmos y a caídas en la desesperación.” A este editor le asombra, y a nosotros, que Jünger milagrosamente sobreviviera a tantos proyectiles (estuvo herido bastantes veces) sin sufrir la más mínima mutilación. Un hombre con suerte.

La guerra le suponía a Ernst Jünger una total aventura. Una aventura que acoge el desprecio de morir: “La indiferencia frente a la muerte es brutal”. Las resoluciones son descarnadas en ocasiones; él cuenta que con los dedos y el metacarpio de un cadáver pensó hacerse una boquilla para el cigarrillo, desistiendo por los restos carnosos que aún quedaban. Enseguida fue ascendido a oficial, a alférez, teniendo el mando de una compañía. Reconoce que muy “a menudo, los sucesos de la propia guerra son materia de conversación” (lo mismo ocurre con los profesores o los empleados de banca en cuanto a su oficio). A veces se conversa con el enemigo. Incluso Jünger expresa un gesto de una gran nobleza hacia el alférez inglés Stoker, abatido por la compañía que Jünger mandaba. Le impresionó, al verlo muerto, el aspecto inteligente de su rostro y las anotaciones de su libreta, un montón de direcciones de chicas de Londres: “Me dio pena del pobre hombre, tirado allí, en una cavidad para municiones, los pies blancos por la nieve.” Pensó en escribir a su familia después de la guerra informando de su destino y su entierro, con una cruz que el propio Jünger diseñó.

Este gran escritor que después fue –Tempestades de acero fue su primer libro, posiblemente su libro de más éxito-, también reflexiona sobre la paz, con la tristeza de saber que lo mejor y lo más grande de la civilización está sofocado por la guerra. “La guerra ha despertado en mí el anhelo de los efectos bienhechores de la paz.” Aunque en un poema dice que le “atrae la salvaje belleza del peligro”, además de que “hoy por hoy me lo paso bien en la guerra y le he tomado el gusto, ese constante jugarse la vida tiene un atractivo enorme”. Cree que es una ventaja no tener preocupaciones en la guerra, llena de momentos apacibles, sintiendo, a medida que pasa el tiempo, que la guerra –que incluye boleras y sesiones de cine- “va siendo cada vez más agradable”. Cuando no suena el estrépito de las granadas, y aun, en ocasiones, sonando, lee mucho, vorazmente un libro tras otro. En la trinchera Jünger se amolda bien; escribe abrigado en su interior: “Por la noche me bebí en solitario, de puro aburrimiento, una botella de champán y me fui a la cama bastante apimplado.” Lleva a su cargo una compañía y a veces este hecho le apesadumbra: “Llevo tres días metido en mi profundo abrigo junto con mis colaboradores: 1 asistente, 2 ordenanzas de combate, 2 telefonistas, dos camilleros, un sargento de guardia. Sí, sí, una compañía así no es tan fácil de gobernar.” Pero, al cabo, se siente orgulloso de su misión comprobando que “es conmovedor cómo los hombres se aferran en tales ocasiones al oficial. En realidad es uno de los momentos más hermosos, esa firme confianza del soldado en el dominio de la situación por parte del oficial. ‘Mi alférez, ¿adónde vamos?’ ‘Mi alférez, socorro.’ ‘Mi alférez, estoy herido.’ ‘¿Dónde está el alférez Jünger?’ Ser jefe con clara visión de las cosas significa estar muy cerca de la condición divina. Pocos son los escogidos.”

El título Tempestades de acero, basado en el crudo testimonio de Diario de guerra, surge después de que el autor hubiese pensado titular el contenido como Rojo y gris, inspirado en el Rojo y negro Stendhal. Los colores rojo y gris, para Jünger, eran los colores de la guerra. Pero después leyó la expresión “tempestades de acero” en unos poemas islandeses, y acogió esta expresión como título. En una de sus varias ediciones extirpó todos aquellos elementos que pudieran dar pie a su aprovechamiento por los nazis y agregó frases que hacían imposible su obra para éstos. Un verdadero y peligroso desafío. Señal de que todo el sistema generado por Adolf Hitler lo rechazaba totalmente. Fue censurado por el nazismo.  Ernst Jünger fue un personaje políticamente incorrecto (sin aplicar el tópico a esta definición), inoportuno. Tempestades de acero transcurrió en sucesivas ediciones corregidas y actualizadas por su autor. A pesar de este empeño, en principio loable, el autor remarca: “Una página de prosa revisada una y otra vez para hacer mejoras en ella se asemeja a una herida a la que no dejamos cicatrizar”.

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