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Mientras tantoErótica Miami

Erótica Miami


 

 

“Una sensación a la vez destructiva, romántica y grandiosa, como caer a una piscina vestido con esmoquin”.                                                                                                                                 Planeta Champú, Douglas Coupland 

 

Son las 4 a.m. de un martes de agosto, la radio está apagada, las camas deshechas, las cortinas corridas, mi pelo grasiento se enreda sobre la almohada sudada y cualquier leve chasquido se ahoga en un ruido ensordecedor que nos despierta. Falsa alarma. Falsa alarma de incendios, o un simulacro, o lo que sea. Son las 4 a.m., el ruido infernal cesa y Miami a oscuras suena a algún claxon perdido, a un baile de última hora, al viento del verano interminable de Florida golpeando con delicadeza la ventana de este decimoquinto piso. Seguimos durmiendo. Pero no por mucho tiempo. Dos minutos después otra vez ese sonido, esa falsa alarma, ese simulacro…, lo que sea. No huele a quemado, ni entra algo de humo por entre la rendija de la puerta, pero un segundo falso aviso de madrugada se nos repite en la garganta y todo el hotel se tambalea. Bajamos quince pisos por las escaleras de emergencia en calzoncillos, con los ojos rendidos y la sensación de duda entre un escándalo innecesario y el sabor a incendio. 

 

La señal del cinturón de seguridad se ilumina en el techo del avión y la voz carrasposa del capitán nos anuncia turbulencias. Mis tripas se estremecen, me hundo en el asiento parpadeando con violencia y respiro como si fuese la última vez que lo hiciera. Madrid-Miami. 9 horas de vuelo, y a mitad de trayecto atravesamos un tramo de sacudidas y desmedido balanceo que me convence de que todo va a salir bien y no nos estrellaremos. A estas alturas de verano uno piensa que ya no caben más aviones siniestrados y suspira distraído. Bienvenidos a donde quiera que sea, parece decirnos el policía rubio destinado a hacer noche en el aeropuerto sellando pasaportes extranjeros en la zona de llegadas. Antes, esperamos tras una línea amarilla, y cuando por fin nos toca nos pide el pasaporte, huellas dactilares, sello. PUM. Después más líneas amarillas, más pasaportes, más sellos. PUM. Más líneas amari… PUM. Adelante, bienvenidos… 

 

En la piscina del hotel sirven agua del grifo envasada entre fresas y trozos de piña por conseguir un sabor “afrutado”. Más allá, cruzando un paseo tomado por patinadores y ciclistas, se extiende el mar, tranquilo y reposado. A mi izquierda, sobre una hamaca, descansa una mujer de pelo ensortijado, pechos de silicona y culo de gimnasio, enfundada en un bikini azul turquesa, leyendo un libro encuadernado en tapas rojas a la espera de que su marido vuelva de comprar un par de helados. Rondará los 50, y más allá de sus pechos y unos labios demasiado hinchados, se estira y se revuelve provocando espasmos en mí y el resto de los que la están mirando. Aquí se trata de eso: de sus pechos operados, de su perfecto bronceado, del patinador de brazos musculados, de las langostas en las terrazas de Ocean Drive a precio de oro, de sus vestidos ajustados, de la sonrisa blanqueada, del estado de reposo, como el mar, con un cóctel “afrutado” sostenido entre sus manos y un cigarrillo mentolado colgando orgulloso del último resquicio donde se juntan sus labios. A ti también tendrán que darte el visto bueno: aunque no fumes, te diría que mejor te pases al cigarrillo electrónico, así te pare la gente por la calle y te felicite por algo, aunque sea porque lo estás dejando.  

 

Son las 2 a.m. y Miami Beach se contonea. En las barras te cambian 7 dólares por una cerveza. Ellas remangan sus vestidos, ellos aflojan sus relojes. Nuestra habitación espera a oscuras desordenada con las cortinas sin echar; habría por el suelo botellas rotas de champán si las hubiéramos bebido. Un Mustang descapotable surca Collins Avenue a toda velocidad dejando atrás este trozo de arena, directo al Downtown, a los carteles gigantescos de abogados anunciándose a pie de carretera. Y aquí todas las calles son rectas; sí vale aquello que escribía Frédéric Beigbeder de que “para conducir borracho, basta apuntar bien entre los edificios”. 

 

El Caribe a un salto, Cuba a unas brazadas. Si uno inspira con fuerza desde la orilla puede oler los charcos del malecón de la Habana; el humeante cigarrillo ardiendo en la boca de un Paul Kemp en Puerto Rico; los escupitajos de un sin techo bajo una farola encendida y el perfume de una stripper deslizándose en la barra del garito más oscuro de Key West, el aire salado que baña el último Cayo de Florida; la madera húmeda agrietándose en Haití; el beicon crujiente y el jabón de manos refinado de un Resort de Punta Cana, el sudor recorriendo el cuerpo de una puta en horario de servicio por algún rincón de Santo Domingo, el suelo pegajoso de un Night Club dando la bienvenida a la República Dominicana. 

 

Y en Washington Avenue, cerca de su cruce con la calle La Española (donde cenamos una noche frijoles y picadillo de carne y otra nachos con guacamole y cerveza), cobran 20 dólares por entrar al Madonna, un club de striptease donde tener una reunión de trabajo a las 3 de la mañana. Las strippers salen fuera a fumar y en frente, en una tienda de sombreros, dos muchachas con coleta cambian monedas las 24 horas, compran euros a 1,25 y los venden a 1,40. El color de los faros de los coches y las luces de neón parpadeando en la entrada a los locales se entremezclan en la noche, y en los ventanales hay destellos de Al Pacino con un puro entre sus labios y el glamour de un traje. 

 

La policía corta una calle a las diez de la mañana por una simple sospecha (por menos paran el mundo), al recepcionista del hotel se le cae el pelo, estrena gafas, zapatos y hombreras, y en unos grandes almacenes una camisa a cuadros de Ralph Lauren cuesta 39,90. Aquí no cierran nunca las piscinas. Todo el rato alguien toca una guitarra y canta, en cada bar, en cada esquina, por si no tuviese la ciudad hay que ponerle sintonía. Gratis, por ahora, aquí te cobran las langostas y si te gusta una canción (además de las tasas) dejas propina. 

 

En el primer restaurante al que vamos nos timan. El maître, chef, camarero y bedel (el tipo se empeña en serlo todo), con la frente grasienta y las manos peludas, se nos lanza encima recitando sus mejores platos cuando solo queremos un trago y un bol de patatas fritas. Como recién llegados, cansados, sedientos y aturdidos, nos dejamos embaucar y cedemos a un par de sugerencias, lo suficiente para que él nos pille y salve la noche, y a nosotros se nos quede cara de novatos y la sonrisa torcida. 

 

En el museo erótico hay una vacante y me pregunto por el tipo de trabajo, si habrá que exponerse o cobrar entradas, si consistirá en pasar los días enteros o acercarse por las noches solo un rato. Si pagarán por horas, por meses, por años… No lo sé. Subo en el ascensor y en el último momento decido quedarme con la duda. Es lunes de agosto, la mañana es sofocante y calurosa, comemos un bocadillo de carne y cebolla bañado en mostaza y por la noche salimos a tomar algo. 

 

Clevelander es la terraza de un hotel situado en el corazón de Ocean Drive, donde dos chicos mulatos con el pelo trenzado piden la identificación en la puerta. Hay tres barras que se abren sobre una pista de baile que no tardará mucho en llenarse. Más allá, las mesas están repletas de treintañeras maquilladas brindando con copas a rebosar de espuma, varios jóvenes de brazos desproporcionados levantan jarras de Budweiser y beben vodka con Redbull, y alguna pareja de ancianos se apoya sobre la barra, jugueteando con un whisky de etiqueta negra sin tan siquiera quitarse las gafas de sol, dejando a la vista solo sus mejillas bronceadas y por encima de la frente una mata de injertos repeinada con gomina; llevan zapatos de piel y tacones altos, él desabrocha el último botón de su camisa, ella arquea la espalda buscando hacer resplandecer sus dos pechos operados, y ambos se agitan cuando suena el último gran tema del verano. 

 

Entramos a la pista de baile con discreción, sin prisa, y chasqueamos un par de veces los dedos como quien no quiere la cosa, disimulando. Nos movemos sin llamar demasiado la atención, avanzando entre los pasos imposibles de la gente, hasta que dos preciosas muchachas negras nos sonríen y tendemos la mano hacia ellas en forma de invitación, acercándose a mí la más alta. Y así empieza el baile. Primero ella se gira poco a poco hasta darme la espalda por completo, entonces me mira de reojo y despega levemente los talones del suelo hasta conseguir la altura necesaria para hincar el culo contra mis caderas. Y en esa postura de confort nos restregamos muy despacio, ella lanzando un brazo por encima de sus hombros y los míos hasta asentar la palma de su mano en la parte de atrás de mi cuello, a la espera de sentir jaleo en mis pantalones y saber que me ha gustado; yo estiro mis dedos sobre su cintura lanzándome al inicio de sus nalgas y me dejo embaucar por sus golpes de cadera. En cualquier otro lugar a estas alturas debería haber pedido matrimonio, aquí ni siquiera habrá beso, tampoco me he presentado.

 

Son las 4 a.m., una alarma nos despierta y al bajar todo el hotel a recepción el botones nos avisa de que no hay de qué preocuparse, solo han sido turbulencias. Volvemos a la habitación, las camas están deshechas y las cortinas corridas, todavía sigue sin haber botellas rotas de champán por el suelo, fuera suena algún claxon perdido y la chapa metálica de un penúltimo bar que cierra. Son las 4 a.m., Miami sigue despierta, aunque, por unas horas, se haga la dormida.

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