“To Pinkie, who likes an orthodox detective story, murder,
inquest and suspicion falling on everyone in turn…”
Hercule Poirot, a su amante muerta de tifus
“Abandonaré estos cadáveres a su putrefacto devenir si ustedes, perros mancebos, no se largan de inmediato de mi recinto”, afirmó Sofonías Castrillón a la comitiva policial que invadía su oficina. Él era muy respetado por ser el único sobrino de su reverencia el cardenal mayor, hijo ilegítimo de su hermana, quien fuera violada por un jugador de polo de a pie (uno de los también llamados sepultureros).
El bebe Sofonías llegó al sagrado seno de un hogar conformado por tres madres pues Hixemena, su procreadora –una rubia de ojos carmelita, nariz puntiaguda, rizos dorados, joroba andaluza, barba antológica y varices estrepitosas–, poseía dos esclavas de la Virgen de la Macarena que su hermano le había regalado para que la protegieran de los intrusos, y además era posesa por un solo cardenal, tal y como debe ser según el Nuevísimo Testamento.
El niño Castrillón demostró a muy temprana edad un inmenso interés por el proceso de la descomposición de las estructuras biológicas y ungió como despescuezador de gallinas para la cena, inmovilizador de conejos y despellejador del animal vivo, y otros menesteres más precisos como identificar el sexo de las ratas envenenadas antes de su partida, o la tendencia hormonal de los perros de caza de su tío, o la dicharachera relación de los periquitos con el águila. Sus madres lo adoraban por lo comedido que era el niño y un día, como situación muy especial en las familias greco-caldenses, le permitieron el ingreso a la cocina, recinto vedado para varones en edad de merecer.
Ninias, como le decía de cariño su madre número dos, Sor-Tencia, fue instruido en el tratamiento que se le da a la harina de trigo para hacer los panecillos del desayuno y en muchos otros secretos, incluyendo la preparación de hostias. Al final de la jornada el niño pidió consentimiento para preparar la cena y Sor se lo otorgó. Al momento de pasar a manteles fue la propia Hixemena quien repicó la campanilla y toda la sagrada familia se dispuso a cenar de manos de su vástago. El platillo tenía por nombre Le poulet sauvage, una receta original y secreta del infante, comentaron al unísono las orgullosas madres. Aunque la textura y el color del plato eran algo inusuales, todos, incluyendo al cocinero, terminaron gustosos sus porciones, que acompañaron con vino de consagrar traído directamente de Castelgandolfo.
Una semana más tarde el joven ofreció sus servicios de nuevo y esta vez las madres, a hurtadillas, inspeccionaron la preparación de tan misterioso manjar para descubrir que el método usado consistía en: seleccionar un polluelo por comensal de cinco días de nacido, preferiblemente de plumaje amarillo y lavado con jabón de coco, encender la licuadora en la posición triturar, lanzar los plumíferos con el pico hacia abajo por treinta y ocho segundos al vaso de la licuadora, añadir sal marina, pimienta de cayena y mejorana, servir con crotones y queso boucheron y adornar con un ramillete de hierbabuena tocado por caviar rojo del Índico.
Las tres ancianas colapsaron secuencialmente al evidenciar el dogmatismo culinario de Ninias. Consultaron con su benefactor el cardenal, quien sugirió un aislamiento total de las relaciones interpersonales del impúber y una estricta lectura de la palabra divina a mañana, tarde y noche. En los fines de semana se le permitiría la lectura del los versos del Inferno de Dante, con énfasis en el Canto IV, que se sumerge en el Limbus y dice un aparte:
Rispose: ‘Io era nuovo in questo stato,
Quando ci vidi venire un possente
Con segno de vittoria coronato… Abraam patriarca e David re,
El chico, al cumplir quince años, y luego de aprenderse el Levítico de memoria y de recitar mañana y tarde de memoria “el sacerdote la ofrecerá sobre el altar, y le quitará la cabeza, y hará que arda en el altar; y su sangre será exprimida sobre la pared del altar”, decidió escapar de casa y vagabundear por la ciudad. A la sexta noche de divagar en la arena movediza que es la noche de Sopinga se encontró con el cadáver de una mujer recién envenenada con warfarina, el matarratas, según lo diagnóstico el propio joven, quien decidió despedirla en algarabía amorosa y dispuso el anémico cuerpo contra los helechos rojizos que tapizaban la avenida del río y allí halló el imberbe amante el primer éxtasis material divino, una estatuilla de cera cercana a la rigidez pero aún flexible al falo categórico, y así aprendió Sofonías sobre la importancia del tiempo transcurrido entre el hálito final, el rigor mortis y la transitoria flexibilidad libidinosa cadavérica que ocurre entre los dos extremos.
Desde ese momento, ya hace cincuenta y ocho años que Sofonías es el jefe único de la Morgue del Hospital Funerario El Rincón de Dios. Y como éste es un condado de delincuentes atrabiliarios, casi sin excepción, entonces la clientela de la institución es innumerable, sobre todo luego de los partidos de fútbol, o cuando llega el pago del salario quincenal, o durante las campañas electorales, cuando se legaliza el asesinato a sindicalistas y líderes comunitarios rebeldes.
Ninias se ha dedicado por completo a la preparación exquisita de los cadáveres que se producen por cientos en esta ciudad, trasnochadora y morena, ciudad sin puertas, sin trabajo… sin, sin… Él los selecciona de acuerdo a estrictas características antropomórficas, cada víscera hueca flácida es exaltada con algodón y las vísceras sólidas son infiltradas cuidadosamente con formalina o removidas, de tal manera que las muertas obesas luzcan virginalmente lánguidas, mientras las muy raquíticas reciban una última imagen resplandeciente. El rostro es cuidadosamente sonrojado y los labios lucen carmesí insinuador, mientras que la cabellera siempre iría en volúmenes estruendosos aptos sólo para cena con birrete. Acto seguido, nuestro pro-hombre, el más afamado mortician, ordena que salga toda persona de la sala, cambia la sabana de la fría camilla, impregna sus manos de formol, enciende una veladora con olor a eucalipto, sirve una copa de ron, abre su portacomida repleto de frisoles con garra y se extasía en el monumento que ha creado para la despedida final. Una celebración cada vez más aceptada y hasta por momentos alabada en la comarca.
La comunidad llegó a tal interacción con Sofonías que los galenos más prestantes de la ciudad, para no perder su pundonor, rogaban al mortician mayor que aplicara su oficio, como último halago a la víctima, aunque esta acción requiriera de la benevolencia del acto carnal indescriptibilis, como dirían las reclusas monjas de la caridad.
Todo iba muy bien hasta que un sábado santo por la mañana, un día después de que el alcohol hubiera circulado en exceso por sus venas y una tremenda resaca lo consumiera, llegó la primera clienta, una obesa octogenaria acompañada por una compungida comitiva, su tersa piel apenas si había palidecido y su olor a alcanfor aún impregnaba el ambiente. Llovía torrencialmente.
Sofonías se dispuso a preparar tan apetitoso manjar, que le devolvería las ganas de vivir como reza en el sumario. Después de tomar su segunda copa de ron, besó los callosos dedos de los pies y se abalanzó como pocas veces lo había hecho sobre la dama, practicando el viejo salto del arcángel. Pero ella era tan virginal que aun en estado de flacidez cadavérica extrema opuso una resistencia nunca vista antes a la sodomización sofoníaca. Un conducto vaginal tortuoso y anquilosado por el desuso y la camándula exacerbaron y animaron al extasiado varón. La culminación del acto fue heroica y, según algunos relatos de la prensa local, se oyeron alaridos de mozo y mozuela.
La situación se extendió hasta el día siguiente. Los dolientes, que eran cuarenta y cinco hermanitas descalzas y el vejete capellán Justiniano, esperaban pacientemente. Hasta que arribó el propio cardenal luciendo un traje grana y oro, quien violentamente ingresó a la sala para encontrar que ya no eran dos cuerpos y, como en la divina trinidad menos uno, eran dos en uno o uno en dos, completamente-literalmente inseparables. Sofonías exclamó al ver a su tío: “Spiriti umani non era salvati”.
Las exequias de la madre superiora Betlemita se tuvieron que hacer sin cuerpo presente y ello predispondría su viaje al purgatorio, como bien lo sabían la muertita y el mortician. Aún se rumora que la pareja desciende durante las noches de la Semana Santa a los alrededores del centro necro-hospitalario en tremenda algarabía amoro-dolorosa, a manera de escarmiento para los ardorosos pecadores del formol.
Herman Moreno es ensayista y profesor de Neurobiología de las universidades de SUNY y Columbia en Nueva York. En FronteraD ha publicado Aborto insustancial de la crisis o un paradigma falso pero real. El pánico