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Es de noche

 

 

Es de noche. La luna parece llena y rueda lejísimos en el cielo de Madrid, todo lo contrario de lo que me parecieron los cielos de Moguer (azul cobalto, pegadito a las cenefas de las tejas, a las calles rectilíneas que se besaban con las afueras donde los burros hermanos de Platero mordisquean la hierba buena) y de Tomelloso (azul índigo, como un cobertor que se puede rozar con la punta de los dedos, un azul de noche americana, con ruidos de motores subiendo agua para los regadíos, acotando el campo de La Mancha para que don Quijote sepa a que atenerse si vuelve aquí).

 

 

Yo no sé qué diría Azorín de los esturiones de la piscifactoría de Riofrío. Ni cómo se sentiría si volviera al Casino de Monóvar y comprobara en qué ha quedado su biblioteca. Sigo buscando en los escritores una luz que sea como una linterna y como un faro. Sigo buscando en los libros una compañía que me calme y me devore.

 

Es de noche. Ayer regresamos de un largo viaje de treinta días y treinta noches por las carreteras secundarias de España. Estoy muy cansado. Escribir a diario para los periódicos cansa. He descuidado mi blog este agotador mes de agosto: no podía seguir el ritmo del viaje, el de las dos crónicas diarias para el ABC (una para el diario de papel, de entre 500 y 800 palabras; otra para el digital, algunas larguísimas, de más de 5.000 palabras). Era una lucha contra reloj. Me gusta el ritmo que imprime el viaje, y escribir bajo esa pauta, aunque reconozco que no es la mejor manera de profundizar sobre los lugares y los seres. Prefiero el periodismo reposado, el que investiga, levanta las piedras para ver si hay salamandras o alacranes debajo, el que pregunta y vuelve al día siguiente a preguntar, lee primero y lee después. Pero este era un viaje así pensado, una suerte de boceto a vuelapluma de pueblos en general pequeños y más o menos perdidos de España, que apenas o que jamás aparecen en los periódicos, pero que atesoran historias dignas de ser contadas.

 

Es de noche. Se ha levantado un viento frío en Madrid. Hemos regresado caminando despacio por el bulevar de Ibiza. Estaban recogiendo las sillas de la última terraza, y no era ni la una de la madrugada. Para ser un jueves de agosto todo parecía demasiado desierto, como si la ciudad, presintiendo algo, se hubiera recogido temprano. Pero no es más que un apunte a vuelapluma, tal vez un espejismo. A veces no se fía uno ni de lo que ve.

 

En Riofrío descubrimos algunos secretos de la misteriosa vida de los esturiones. Y en Monóvar (como en buena parte de España, me temo), que muy poca gente lee a Azorín. ¿Han dejado de ser los escritores tan relevantes como pensábamos para entendernos y para entender el sentido de la vida? ¿Cuáles son las historias que de verdad nos conciernen, nos explican algo que ni siquiera sospechábamos, nos llevan lejos, a otro brocal, a otro camino que se interna en la oscuridad, por el que nos perdemos buscando otra ciudad, una luz en medio del campo, un resplandor secreto?

 

Buenas noches.

 

 

Fotografías: Corina Arranz

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