Alberto Moreiras (Vigo, 1956), profesor de Estudios Hispánicos en la Universidad de Texas A&M, desarrolla dentro de la academia la labor de insertar pensamiento y teoría políticas dentro del hispanismo y del latinoamericanismo norteamericanos, áreas con clásicos y evidentes vacíos teóricos. ¿Hasta qué punto se pueden tensar los marcos de contención de una lengua, el español/castellano? ¿Y los de su archivo?
La construcción de una política que logre la superación de los esencialismos y las violencias que peligrosamente rondan a las políticas basadas en la identidad, así como la tematización de los exteriores de la política, son los asuntos principales del libro Marranismo e inscripción, o el abandono de la conciencia desdichada (Madrid: Escolar y Mayo, 2016); instancias recurrentes también del blog Infrapolitical Deconstruction, lugar de encuentro del colectivo transnacional de intelectuales con el mismo nombre del que Alberto Moreiras forma parte. ¿Puede quedar la gente liberada del hastío vital de la disfuncionalidad de las instituciones? ¿Y de la potencial opresión que existe en cualquier constitución comunitaria? Conceptos como poshegemonía, infrapolítica o populismo marrano estarían, precisamente, orientadas a la construcción de unos pasos de pensamiento que faciliten la llegada a una democracia radical, según Moreiras.
Sobre todo esto, y sobre los problemas de la teoría de la hegemonía laclauiana y de las aplicaciones de la misma por parte de Podemos, charlamos durante algo más de una hora en un par de sillones en el único hotel del pueblo de Princeton, poco antes de que diera comienzo el ciclo sobre populismos organizado por el departamento de español y portugués de la universidad al final de la primavera, al que asistieron (asistimos) personas e investigadores vinculados a los Estudios Peninsulares y Latinoamericanos a lo largo de la Costa Este. En dicho ciclo Alberto Moreiras presentó Hipótesis Podemos: plomo hegemónico en las alas.
—Empecemos por comprender su visión del populismo: hay una oposición al planteamiento hegemónico, y sin embargo, una vindicación del término. ¿Qué entiende por populismo y en qué sentido puede ser una salida a la situación política actual?
—Si el populismo es una posibilidad de movilización, de politización del espacio público en el tiempo de lo que yo llamo el fin tendencial del ciclo histórico del neoliberalismo, conviene apoyarlo como forma de restablecer y reforzar la democracia. La teoría de la hegemonía ha sido usada en este sentido para orientar una movilización específica, y yo creo que funciona hasta cierto punto, porque enfatiza la forma de lo político. Pero no podemos buscar un populismo que meramente tienda al cierre hegemónico.
—¿Sería la poshegemonía una manera de evitar este cierre?
—Sí, la poshegemonía se opone a todo verticalismo identitario en el contenido de lo político. Por eso la poshegemonía es siempre marrana. Cuando un movimiento populista apuesta y persiste en cierres verticalistas o identitarios (la nación francesa o el hiperliderazgo mediático, por ejemplo), termina en el refuerzo de adhesiones inquebrantables y de pasiones tristes de seguidismo y sometimiento, para no hablar de la represión del otro. El marranismo post-hegemónico es ese elemento sucio del que depende una articulación propiamente democrática de lo político y que no permite la consolidación de ningún cierre ideológico específico. En ese sentido, ningún populismo no marrano me interesa.
—¿Habría posibilidad de equiparar lo marrano a lo indio de los populismos latinoamericanos? ¿En qué sentido se vindica o no desde ahí el marranismo?
—Yo creo que no puede equipararse, porque el populismo latinoamericano tiende a ser identitario. Lo marrano en política democrática no promueve identidad. La llamada latinoamericanización de la política tiende a reforzar elementos verticalistas e identitarios en el espacio político, que para mí exceden el momento positivo de la movilización y la petrifican en esencialismos varios. Pero la política no es nunca el fin de la acción, la política es la acción misma sobre la base de fines no directamente políticos. Por eso hay un problema en la teoría de la hegemonía, desde luego en la teoría de Ernesto Laclau –también en las teorizaciones de Podemos. Cuando en su libro Curso de política para gente decente Juan Carlos Monedero habla de movilizarse para establecer condiciones de felicidad se da por sentado que esas condiciones de felicidad son necesariamente políticas, y yo diría que es al revés, que las condiciones de felicidad se abren cuando la política se retira, aunque sean lo que una política democrática busca siempre. La poshegemonía y la infrapolítica insisten en eso, ven esa otra posibilidad de apertura –que no es que sea pospolítica, porque la política no acaba nunca, pero que no es esencialmente política, sino otra cosa.
—Explíqueme un poco más de la infrapolítica y de qué manera tiene que ver con los fines de la existencia que no serían políticos.
—Existencia y política no son términos idénticos: no hay una relación de biunivocidad entre existencia y política. La infrapolítica es el intento de pensar aquello en la existencia que excede la política, o que subcede la política. Esa no-coincidencia entre política y existencia está olvidada hoy, y hay que volver a tematizarla de manera fuerte.
—¿Y cómo se relacionaría esta focalización en la existencia más allá de la política con las formas de vida que orbitan alrededor de lo colectivo? Desde el populismo se piensa en la identidad como algo colectivo. Una existencia que se sepa infrapolítica, ¿comprende lo colectivo? ¿Lo piensa de otra forma?
—Yo creo que lo piensa de otra forma. A mí eso de lo colectivo identitario no me atrae mucho, la verdad es que más bien me aterra. Yo pienso que cuando uno comulga demasiado acaba siempre comiendo cosas que sientan mal. Pero la infrapolítica incluye también cualquier estar con otros, puesto que la existencia es siempre existencia en común. De partir del hecho existencial de que la existencia es siempre en común a tematizar la comunidad como el horizonte de la práctica política hay un enorme trecho, que es de carácter ideológico.
—¿Sería también de carácter opresivo?
—Potencialmente, desde luego. De nuevo: la palabra comunión, que tiene mucho que ver con comunidad, y que tiene mucho que ver con integración a algo que excede al individuo, es una palabra que está cargada de opresión. ¿Qué le pasa al que no comulga? ¿Qué le pasa al que no quiere estar ahí? Hay teorizaciones antiguas, en España incluso, de marranos específicamente, en las que ellos mantenían que el espacio de la política es el espacio de la separación, no de la comunidad. Precisamente porque la separación era la condición de libertad –y esto para el marrano es esencial. El marrano en comunidad muere. La democracia es el espacio de la separación, no de la comunidad. Eso muy al margen de que a la gente le gusten sus comunidades personales en cuanto lugares de goce.
—Pensemos en el 15M. ¿Cree que las maneras en las que se gestionó lo colectivo también tendrían un modo de generar comunidad problematizable?
—Yo no lo sé, nunca estuve en el 15M, estaba en Estados Unidos. Pero conozco otros momentos que podríamos llamar de éxtasis político, de celebración comunitaria. Yo pienso que esos son momentos puntuales, donde algo, una emoción, recorre el cuerpo social. A uno le gustan las emociones positivas, pero no pueden convertirse en el fin de la existencia. Hay una vieja película de Woody Allen en la que Allen está en una fiesta y entra en el Orgasmatrón y se queda atrancado en él. El pobre Allen salía, claro, enloquecido después de estar demasiado tiempo en éxtasis. Yo pienso que esto que describe del líquido extático de la comunidad en el 15M tiene que ser puntual, no puede convertirse en el horizonte de ninguna práctica política.
—Creo que cuando el 15M se desmoviliza un poco el salto institucional es vivido de algún modo de manera traumática por todos esos cuerpos que, finalmente, o no pueden acceder al sistema representativo (pues, cuando hay que representar, ya ocurre una selección) o no quieren. Entonces, ¿cuáles serían las maneras de existir políticamente de estos cuerpos que quedan fuera de la institución?
—Es que yo creo que la política es institución. La política no puede no ser institución. Es decir, cualquier práctica contrainstitucional, o anti-institucional, es simplemente preparatoria para la creación de nuevas instituciones. No puede haber una política sin institución. O peor todavía: una política sin institución es una política abiertamente catastrófica, porque la institución es la que garantiza aquello que la política siempre debe garantizar, que es la supervivencia del individuo, o del grupo, si quieres (el grupo tomado como individuo, también). Sin institución es todo naturaleza. Hay momentos puntuales en la vida en los que creemos que podemos estar fuera de la institución, en algún espacio mágico-salvaje de libertad. Pero eso no dura. No se puede vivir en el orgasmo permanente. Darse cuenta de que la política es institución implica avanzar hacia un republicanismo democrático, que es lo que protege la posibilidad infrapolítica, es decir, la posibilidad de una práctica de la existencia en libertad.
—La posibilidad infrapolítica, ¿requiere de un marco estatal contra el que existir?
—Requiere de un marco institucional. Estatal o no, eso es quizás otro problema. Pero desde luego la república misma es una institución. Cualquier espacio de lo común es una institución. Cualquier comunidad es ya institucional. O sea: no hay vida fuera de la institución, en realidad, porque la lengua misma es una institución, también. La pretensión de que se puede hacer política fuera del institucionalismo es de una ingenuidad radical.
—Me vengo preguntando cómo se relacionan los llamados giro lingüístico y giro político, en tanto el giro político muestra una idea de lenguaje que implica implantación de usos léxicos y/o discursivos –así se dice con claridad en la teoría de Laclau, y así también están siendo utilizadas las lenguas nacionales por los populismos. Quería saber qué piensa de la gestión del lenguaje y la fijación de identidades que se propone a través de los significantes vacíos.
—Bueno, el problema es que cuando hay gestión del lenguaje ya hay opresión. Ese es el problema de toda hegemonía. La hegemonía es directamente opresión: siempre, en cada caso, opresión del que queda fuera del círculo hegemónico. Tiende a la opresión, es decir, tiende a la gestión del lenguaje y a la imposición de cierto lenguaje. La noción de significante vacío es una noción complicada precisamente porque aquello que está vacío hay que llenarlo, y se llena desde la autoridad. El problema del verticalismo hegemónico es ése. Yo creo que el verticalismo no es una condición necesaria del populismo, pero es una condición frecuente. Evitarlo (por todos los medios) implica tener ya una posición política que permita pensar en cómo evitarlo, ¿no?, en lugar de irse de narices a ello sin siquiera darse cuenta de que es lo que está viniendo. Como decía Laclau, la sociedad tiene fundamentos retóricos: el lenguaje es una institución que hay que catexizar políticamente. Pero ¿cómo se catexiza políticamente el lenguaje? ¿Mediante un énfasis en la unidad, en la unificación del espacio, en el famoso liderazgo, hiperliderazgo mediático de la televisión, que controla las cabezas de la gente, y los lleva a votar como ovejitas por el mismo líder? ¿O se trata más bien de buscar una proliferación de lenguajes, una pluralidad infinita de lenguajes, que se resistan a la unificación y que busquen solamente la dispersión libre? Esto es lo que yo llamo anarcopopulismo. Lo de anarcopopulismo es otra forma de hablar de populismo marrano o posthegemónico. Anarquía no en el sentido clásico de la teoría política de finales del XIX y principios del XX, sino anarquía en el sentido de que no debería haber ningún arché, ningún principio que dirija la política. Una política principial es siempre una política opresiva. Opresiva no sólo para los que no acepten el principio, sino también para aquellos que aceptan el principio, y que por tanto, aceptan su propia sumisión: lo que se llamaba servidumbre voluntaria. Ése es el gran problema de la teoría de la hegemonía y de cualquier populismo que se piense desde la teoría de la hegemonía. Es un problema estructural, inevitable. De nuevo: Laclau hablaba con enorme sabiduría de la forma de la política a través de cadenas de equivalencia. Y tenía razón, porque funciona así, es una cuestión fáctica. Pero para mí la política real supone intervenir en lo fáctico, es decir, tratar de modificarlo y matizarlo en un sentido que sea interesante, y que se mueva hacia la libertad.
—El principialismo, entonces, ¿no es válido en un plano teórico per se? ¿O no es válido también desde un punto de vista histórico, en el sentido de un posible cambio de conciencia consumándose, que haya hecho inefectivos los valores clásicos de la izquierda?
—Esa es una pregunta interesante. Yo pienso que izquierda y derecha son categorías que pertenecen esencialmente a la modernidad, ¿verdad? Es decir, la humanidad ha existido durante larguísimos periodos sin pensar en izquierdas y derechas. Pero había política, no es que no hubiera política. Es decir: las izquierdas y las derechas son categorías políticas de la modernidad. Pensemos en Hobbes. Pensemos en el tratado de Westfalia: al final de la Guerra de los Treinta Años que organiza el sistema intereuropeo, ahí es cuando se sientan las condiciones que llevarán a estas categorías de izquierda y derecha. Sí podemos pensar que hoy grandes segmentos de la arquitectura política de la modernidad han perdido eficiencia, si la noción de nación no es lo mismo que era antes, si la noción de sujeto no es lo mismo que era antes, si la noción de representación no es lo mismo que era antes, si la noción de pueblo está en crisis, si la noción de democracia misma está en crisis, ¿por qué no van a estar en crisis los conceptos de izquierda y derecha, que son consustanciales y forman parte del mismo sistema? Yo pienso que el populismo es precisamente la forma en la que la política contemporánea trata de vencer la separación entre izquierdas y derechas de la ciudadanía. Esa es una afirmación un tanto radical y es muy complicado llevar esto adelante, sobre todo porque no tenemos todavía la lengua apropiada. Es decir: vivimos en el fin de la arquitectura política de la modernidad, pero no hemos propuesto ninguna nueva arquitectónica política. El populismo es quizás un fenómeno transicional, como dicen Yannis Stavrakakis y todos los teóricos de su equipo: el populismo es siempre política en tiempos de crisis, pero esa crisis tenemos que pensarla como crisis de la modernidad y por lo tanto tenemos que estar abiertos a una nueva invención democrática, que vaya más allá de estas categorías un tanto anquilosadas y ya muy poco persuasivas para mucha gente. Claro, Podemos propuso una categoría para potencialmente vencer el impasse de izquierdas y derechas, que es la categoría de transversalidad, pero la transversalidad está muy lejos de ser pensada adecuadamente en Podemos todavía, y desde luego parece que lo que hay ahora es una regresión absoluta con respecto del pensamiento adecuado de la transversalidad.
—Si no se puede pensar a la gente desde la izquierda y la derecha, si de hecho hay que pensarla desde la transversalidad y evitar así las identidades fijas, ¿qué es la gente normal? ¿Problematiza esta idea de la gente normal de Podemos? ¿Y qué es la gente entonces en su libro, expresión que también usa?
— Estás usando la gente entre comillas, ¿no? Bueno, la gente obviamente es una forma de evitar utilizar palabras demasiado cargadas por la tradición de la modernidad, como pueblo o incluso ciudadanía. Y en ese sentido me parece muy bien hablar de la gente, precisamente para evitar la carga que viene con lo demás. La gente somos todos, ¿no? Es decir, la gente no son los de izquierdas. La gente no son los del 15M: la gente es todo el mundo.
—¿El 1% también?
—También, también ellos son gente. Y lo que hay que hacer es crear una transversalidad real que cruce el espacio político exhaustivamente. Yo entiendo que esa es una de las grandes ventajas del populismo. El populismo siempre está basado en un antagonismo. Y ese antagonismo es antagonismo respecto de un sistema, y a ese sistema se le da diversos nombres: burguesía, Estado, oligarquía, cleptocracia, en fin, lo que quiera, hay muchos nombres para hablar del enemigo. Pero en el momento en el que personifiquemos al enemigo entramos en una dinámica política a mi parecer potencialmente perturbadora y necesariamente derechizante del espacio político. Cuando la política se sustancializa en un principio de enemistad la política empieza a hacerse siniestra. Y por lo tanto, claro, las condiciones mínimas del populismo para Stavrakakis son la declaración del antagonismo y la constitución de una universalidad tendencialmente exhaustiva. El problema es irreducible: si hay un antagonismo pero la universalidad es potencialmente exhaustiva entonces los enemigos sólo pueden ser los marcianos –esto ya lo decía Carl Schmitt en su libro de 1929. Es un problema estructural del pensamiento político, al que de nuevo uno no puede hurtarle el bulto. Quiero decir, hay que tematizarlo como problema y seguir insistiendo en la aporía que presenta. Lo que no puedes hacer es decir “no, es verdad, hay una clase de gente a la que hay que odiar, los hegemónicos”. Y eso está pasando en España, lamentablemente. Hay mucha gente que ha caído en ese automatismo del odio, simplemente porque se creen demasiado a sí mismos: “nosotros somos nosotros y los otros son los otros y los que están con ellos, por lo tanto hay que odiarlos por definición. Odiémoslos”. Eso –identitarismo– es una receta para el desastre.
—Parece que es una estrategia por parte de los que formulan esa oposición, pero que tendría efectos de verdad en las personas que reciben esos discursos.
—Exactamente, y son efectos de verdad absolutamente comprometedores, absolutamente peligrosos. El problema es que una vez que estas dinámicas se liberan entramos ya en el mundo de los fantasmas. Ya cualquier cosa puede pasar. La transversalidad es un intento de evitar eso. Por eso a mí me interesa Podemos. A mí me interesa el Podemos de la transversalidad, porque me interesa el Podemos posmoderno, digamos, el Podemos que lo que está tratando de hacer es llevar a cabo una invención democrática.
—¿Cuál sería ese Podemos?
—Ese Podemos sería el Podemos de los que quieren hacer eso y no otra cosa. Quiero decir, no hay un bando que haya pensado esto con claridad todavía.
—¿Podemos pensar esto en relación a Vistalegre II? ¿Cree que alguna de las propuestas responde a este Podemos?
—La propuesta de Errejón me parece muy superior a la de Iglesias. No en cuanto a propuesta, sino en cuanto a estilo, en cuanto a hábito. Porque si tú te lees los documentos, hay pocas diferencias políticas claras. Parece que estás votando lo mismo. Las reivindicaciones son muy parecidas en los dos programas, pero todos sabíamos que no, que había otra cosa en juego que no estaba verbalizada, o que estaba verbalizada solo en los márgenes, y que eso era lo importante. La propuesta que a mí me interesa fue la que perdió en Vistalegre II.
—Ha mencionado cuál es su preferencia, pero, ¿no cree que tanto la propuesta de Iglesias como la de Errejón se exponían a las amenazas internas del populismo?
—Lo que creo es que así como me parece que las tendencias representadas por Iglesias y su grupo son un tapón para el triunfo de la izquierda en la política española –es decir, van a llevarnos a una situación endémica del 20% de partidarios y nada más–, las propuestas del grupo de Errejón tenían la capacidad de modificar el espacio social en general. Y por lo tanto había que trabajar desde ellas y para ellas, y no para la tendencia contraria. Es decir: había mucha más promesa en las tendencias representadas por el errejonismo de la que hay en las propuestas representadas por el pablismo. Y claro, la política es promesa o no es nada.
—Sin embargo, a mí me preocupó de la propuesta de Errejón su mismo slogan, “recuperar la ilusión”. Siento que hace una configuración de la política y de la adscripción a la identidad popular (al pueblo, a la gente) que propone y busca su reactualización constante a partir de nuevas palabras catchy. Esto afecta tanto al pablismo como al errejonismo, pero creo que es más fuerte la confianza en ello en el segundo caso. ¿No ve, en este sentido, una lógica de consumo aplicada al lenguaje?
—Bueno, sabemos que el teórico del populismo en Podemos es Íñigo Errejón. Y en cierto sentido, hay todavía en él demasiado manual hegemónico. Yo pienso que Errejón tiene que evolucionar por su cuenta, en relación con su propia práctica política (y que todos debemos hacerlo, no solamente Errejón). Es decir, un político no es necesariamente un teórico, y un teórico no es necesariamente un político. En el caso de Errejón, en la medida en que se juntan las dos dimensiones, conviene pedirle que ponga al día su teoría, y no sólo que ponga al día su política. Entonces claro, no conviene reificar la práctica política en una serie de dogmas teóricos que tienen que estar bajo revisión permanente en cualquier caso. Esa revisión permanente yo pienso, modestamente, que tiene que ir en el sentido de la poshegemonía y de la infrapolítica. Cada uno tendrá sus ideas. Por ejemplo, a mí lo de “construir pueblo”, efectivamente, no me gusta. Lo de “construir patria” me gusta todavía menos. Porque son reificaciones ilusas, en cierto sentido, que no convencen a nadie –sólo convencen a los que ya están convencidos de que hay que moverse mediante los significantes vacíos. Pero claro, eso es pobre, en el fondo. Sin embargo, es más pobre todavía el bonapartismo, que es simplemente aquí mando yo, yo tengo el control y los demás tienen que callar y seguirme.
—La unión de teoría y política que vemos en Podemos es bastante anómala. Su dependencia con el espacio universitario es una novedad, creo, en el escenario político español. En tanto sus reflexiones acerca de la universidad como espacio intelectual o no intelectual han sido y son frecuentes. ¿Cómo observa el hecho de que Podemos venga de la universidad, y de hecho de una especie de transversalidad interna a la misma, que fue desde la categoría de “profesor titular” hasta la de “estudiantes de licenciatura” (como Rita Maestre, Ramón Espinar…)?
—Yo estuve en la universidad española en los años 70, y desde entonces he vuelto de forma muy episódica. Pero conozco muy bien la universidad norteamericana, donde llevo treinta y tantos años trabajando. Mi relación con la universidad hoy es muy compleja; más bien tensa, difícil. Es un espacio que dejó de interesarme vitalmente y desde luego que dejó de interesarme políticamente. Creo que es una institución anquilosada, en vías de corporativización absoluta, y en la que ya no hay más que una taylor-fordización exponencial del profesorado y posiblemente de los estudiantes. Yo no pienso que la universidad sea, por lo tanto, el espacio desde el que plantear nuevas aventuras políticas. Creo que hay que pensar post-universitariamente. El espacio de la universidad no es ya el espacio de la teoría. El hecho de que haya habido teoría desde la universidad que resultó en la creación de un partido político especial en España en cierto momento es posiblemente muy coyuntural. Iglesias ha dicho, y lo dicen todos, varias veces que Podemos no sale del 15M, sino que Podemos simplemente aprovecha el 15M. Es una versión del viejo dicho “la ocasión la pintan calva”. Entonces, estos chicos y chicas muy politizados (porque eran de la facultad de Políticas, etcétera) pensaron en un momento “dado que la ocasión la pintan calva, vamos a agarrarla por los pelos” (aunque sea paradójico, pero ya sabe la historia de esa expresión). Y eso fue lo que hicieron. Cuando ellos hablan de que hay un momento de establecer hegemonía, en realidad Gramsci se va a estar dando vueltas en su tumba, porque la hegemonía no es simplemente tomar el poder en unas elecciones, sino un larguísimo proceso histórico de construcción cuidadosa. Pero en Podemos lo que se pensó fue “si creamos un partido, tenemos la oportunidad de ganar las elecciones, porque podemos capitalizar una hegemonía virtual ya creada”, que es la hegemonía del precariado. Claro, eso se probó iluso, como tenía que probarse, porque no era así. El precariado no tiene hegemonía.
—¿Ve un problema de historicidad entonces en la manera de construir afiliaciones?
—Bueno, yo creo que hay un problema clásico de aplicación. La aplicación siempre resulta falsa aplicación. No puedes agarrar un manual y aplicárselo a la realidad y esperar que la realidad se apañe, ¿no? Y eso un poco es lo que ha pasado en los últimos dos años. Entonces, lo que pasa es que por suerte el tiempo no se acaba: hay que seguirse moviendo, y por lo tanto se puede seguir pensando también. Pero sí, inicialmente el problema de la Aplicación, podemos ponerle mayúscula a la palabra aplicación, fue un problema estructuralmente fuerte ya en la aventura misma de Podemos.
—¿Cómo respondería la infrapolítica al problema de la representación?
—Bueno, la representación es otro de esos conceptos de la modernidad que está en crisis. Se dice que, dado que hay representación y la representación no funciona, la política no puede ser representativa. Yo creo que ese es un falso silogismo. Puede haber representación. Puede haber política. Y ambas pueden ser perfectamente eficaces. Lo que pasa es que tenemos que empezar a considerar a los políticos representantes como gestores, y no como líderes. Parte del problema de la teoría de la hegemonía es la conversión del gestor en líder. Ese es un problema, para mí, catastrófico. Ese es el problema que impide que uno se sienta satisfecho con la teoría de la hegemonía, porque esta teoría busca la representación de forma más radical que ninguna otra, o bueno, con la misma radicalidad que el Partido Comunista (el Comité Central representa al partido y el partido representa al mundo, a la clase universal). En la teoría de la hegemonía el líder representa a todos. Es el lugar de la catexis afectiva, y por lo tanto es el lugar de la representación total. ¿Pero por qué no pensar la representación fuera de la categoría del líder? Si lo hiciésemos de esa forma se abriría posiblemente un nuevo pensamiento de la representación.
—¿Y qué hay de la democracia directa?
—La democracia directa es ingestionable en espacios grandes. Podemos tener democracia directa en un pueblo, pero es muy difícil tener democracia directa en una sociedad compleja y grande, por una razón muy sencilla: porque el tiempo no es infinito, y porque nadie quiere que lo sea. Es decir: yo no quiero dedicar 24 horas al día a gestionar mi propia democracia, porque eso es invivible. No quiero pasarme la vida en reuniones discutiendo y tomando decisiones que van a dejar siempre a la mitad fuera. O sea, cada decisión va a dejar siempre un número enorme de perdedores. Entonces, la democracia asamblearia no me parece ninguna forma eficaz de gestión social real. Y pasa por lo que antes comentábamos como un problema: la noción de que la política es el fin. La política no es el fin, es el medio. Ya decía Marx que toda economía es economía del tiempo. Si convertimos el tiempo en la moneda tenemos la economía más opresiva de todas. No se podrá ya hacer otra cosa que hablar de política.
— ¿En qué cree que pueden acabar las diferentes iniciativas de plataformas de participación ciudadanas? Las vemos quizás no al nivel de Estado, pero sí en los llamados ayuntamientos del cambio. Algunas voces han comentado que privilegiarían a la persona solitaria pegada al ordenador.
—Es parte de lo que estábamos hablando. Te puedes pasar la vida tratando de ser muy política, y acabas dándote cuenta de que estás sentada delante de una pantalla de ordenador 24 horas al día, indefinidamente. Obviamente, ese no es el tipo de vida que buscamos. Por eso la diferencia entre momentos de movilización y momentos de desmovilización es muy importante: no queremos una política que nos movilice infinitamente, e indefinidamente, sino que lo que queremos es una política que nos dé capacidad de desmovilización, la más amplia posible.
—En relación a las demandas, noción frecuente en la teoría de la hegemonía, me llama la atención que en su libro habla de que el populismo se moviliza como “demanda de vida”. ¿Cómo leemos la “demanda de vida” en relación al entendimiento del populismo hegemónico de las demandas?
—El populismo hegemónico en realidad demanda poder, ¿verdad? Demanda que el poder sea transferido a él. Es lo único que demanda, en realidad. Externamente (es lo que le demanda al enemigo): debes renunciar a tu poder y dejarme que yo lo ocupe. Pero hace una demanda interna además, que es muy fuerte: la demanda de sumisión. La demanda de apoyo sometido. Fundamentalmente, se trata de eso. Una vez que yo, líder, tengo la hegemonía, tu misión es callar. Y seguir. Seguir al líder. No veo yo qué ventajas tiene eso para una constitución democrática, para el restablecimiento de la dignidad igual de todos y cada uno de nosotros. No veo cómo la gente puede creer en eso.
—Justo Errejón en un programa de Fort Apache, Populismos de izquierda, después de que Manolo Monedeo dijera que la gente desea “poder, seguridad y derechos”, Errejón dijo, por lo bajo: “ni siquiera, ni siquiera: creer. Lo que la gente desea es creer”. ¿Qué piensa de esta afirmación?
—Claro, yo nunca diría eso. Porque eso es lo que dice alguien que quiere hacerle creer a alguien algo, ¿no? Es decir, se está pidiendo servidumbre voluntaria: “la gente quiere creer, démosle algo para que crea”. Me parece una estructuración siniestra de lo político, francamente –y una falta de respeto, en general. Quiero decir: si yo quiero creer, eso es una cosa totalmente privada. De ninguna forma quiero que un político utilice mi necesidad de creer para apoderarse de mí. Claro, eso son los problemas del liderazgo, de la estructuración de lo político según el liderazgo del significante vacío.
—Exacto, porque, ¿no hay una especie de contradicción entre el aparente deseo de creer y la no adherencia a unos principios y unos valores? ¿Puedes creer sin que importe el qué?
—Primero se anuncia la necesidad de todo el mundo de creer… y acaban todos siendo llevados a comulgar con ruedas de molino, necesariamente. Es decir: o comulgas con ruedas de molino, o eres el enemigo. Eso es terrible, me parece. Y es un problema que está implícito en la teoría, y por tanto la teoría tiene que luchar con él e impedir que se sustancialice y se reifique en la práctica política –en la práctica política cotidiana incluso. Es decir, en la gestión de las relaciones con los compañeros, etcétera. Empezando por ahí.
—¿Piensa que la irrupción de Trump dentro de lo que se entiende en el discurso público como populismo podría tener una influencia en las estrategias de un populismo transversal e inclusivo?
—Claro, Trump es más de lo mismo. Trump es la versión norteamericana del fenómeno populista tal y como hemos hablado de él: es la política del futuro, digamos, la política de la transición, la política del fin del ciclo histórico del neoliberalismo. En Estados Unidos se manifiesta con Trump, en España con Podemos, en Francia con el Frente Nacional, en Grecia con Syriza. Son síntomas de un cambio de época, de una crisis epocal, y cada sociedad lo tramita de forma diferente por razones sociológicamente muy complejas. Pero sí, yo pienso que en lo que podamos llamar el trumpismo hay un elemento populista muy fuerte, aunque creo que el mismo Trump está empezando a renunciar a él políticamente. Es decir, el sistema vuelve a apoderarse de Trump, vuelve a controlar las cosas. Veremos qué pasa: el futuro está por escribirse. Pero sí creo que en los votantes había una necesidad de romper con una estructuración de lo político completamente desengañada, ineficaz, aburrida, poco prometedora, y que eso es así en Estados Unidos igual que en España.
—Sé que ha tenido experiencias de intercambio con gente de Grecia. Pensando en lo que pasa con el populismo en Grecia una vez accede al poder, y contraponiéndolo con la fantasía de igualdad de lo que pasó con el populismo en Latinoamérica, ¿cuáles son las posibilidades dentro de los sistemas políticos europeos de existencia del populismo en el poder?
—Es una pregunta muy difícil, porque todo esto está cruzado por la pertenencia a la Unión Europea. Obviamente, la UE no tiene por qué seguir las líneas de lo que antes llamaban la Troika. No tiene por qué haber una consolidación de aquello que la crisis denuncia como caída en el poder de la UE. Es decir, la UE puede cambiar políticamente, igual que pueden cambiar los diversos países que la configuran. Ahora, en el programa de Podemos siempre ha habido la doble noción de que lo que se pide es restablecimiento de la soberanía nacional y más democracia. Esos dos principios, si fuesen compartidos por el suficiente número de miembros de la UE, cambiarían las estructuras de la UE necesariamente. Ese cambio es muy complicado –yo no sé si se puede mantener el sistema euro, por ejemplo, desde ahí, o bajo qué condiciones se podría. Obviamente, el Brexit es también un fenómeno populista, de reivindicación de la soberanía nacional, y que va a tener efectos claramente reactivos tanto en el contexto británico como en el contexto de la UE. La economía inglesa era la segunda de la UE, la griega es la decimocuarta o peor. Por lo tanto, obviamente Syriza no tenía demasiada capacidad de maniobra, y sigue sin tenerla. Pero si ocurriese en España y en Francia y en Italia, pues sí habría capacidad de maniobra dentro del contexto de la UE. Entonces, todo es cuestión de relación de fuerzas, ¿no?
—Un populismo marrano, pensándolo contextualmente en el Estado español… ¿habría de considerar el problema de la pertenencia a la Unión Europea de una manera más crítica? Creo que existe un tabú en la propia mención de la posibilidad.
—Bueno, es porque la Unión Europea le ha ido muy bien a España durante muchos años. Entonces claro, es muy difícil tomar la decisión de salirse de algo que ha favorecido la vida en sus condiciones más elementales desde que hay memoria para cada uno de nosotros. Yo pienso que lo que hay que hacer es pedir cambios en la UE. No pienso que la situación sea simplemente una cuestión de quedarse o de irse, es más complicado que eso. Hay mucha gente ahora que está apostando por un retorno al nacionalismo más antiguo, más estricto –acaba de hacerlo Jorge Verstrynge en un opúsculo que sacó hace poco, hablando de que el populismo es necesariamente nacionalista, y que por lo tanto debería ser siempre llamado nacionalpopulismo. Y puede tener razón: desde luego para Laclau estaba muy claro que la nación seguía siendo la unidad referencial de la política. En ese sentido, la UE plantea un problema. Pero yo creo que es un problema muy rico y muy complejo y que no hay que simplemente resolverlo de forma burda diciendo: “fuera Unión Europea, vivamos en el nacionalismo”. Porque esa puede ser una solución de derechas. La cuestión es: ¿el populismo es, esencialmente, en cuanto salida a la modernidad, una reacción de derechas o una reacción de izquierdas? Hay mucha gente que piensa que es una reacción de izquierdas, por ejemplo Verstrynge, pero también gente como Carlo Galli. La cuestión es, si el destino del populismo no es siempre, en cada caso, derechizarse. Es decir, si el populismo siempre se mueve hacia la derecha, aunque salga de la izquierda. Ese es un problema para el que nadie tiene contestación, simplemente porque no tenemos la experiencia histórica. Tenemos algunas experiencias históricas que son más bien preocupantes y que confirman que sí ese es el caso. Para mí, cualquier proceso de identitarización y de verticalización del espacio político es siempre derechizante. Y puede ser que ese sea el destino de todo populismo: en ese caso, la invención democrática tiene que acabar llevándonos a alternativas al populismo.
—En este sentido sería útil entender el populismo como un impasse.
—Sí, es un fenómeno de transición, es un fenómeno de crisis. Yo creo que hay que apoyarlo, puesto que no hay otra opción. Es quedarse en lo caduco o apostar a lo nuevo. Pero la apuesta no puede ser ciega.
—¿Esto justificaría el hecho de que el populismo muchas veces se queda en el nivel discursivo, alejándose de cuestiones más materiales?
—Bueno, ése es un problema que estudió muy bien José Luis Villacañas en un par de capítulos de su libro. Sí que es verdad, el populismo al ser siempre movilización escapa del logro. Porque el logro, en cierto sentido, cierra el populismo. Ese es otro problema estructural muy grave. Es decir, un populista que no quiera más que mantener el fundamento retórico de la política vivo, que busque simplemente la politización infinita, tiene que escapar del logro, ¿no? Porque el logro es el fin de esa movilización. Claro, nosotros, o yo, no quiero una vida entregada al deliquio retórico. Por eso pienso que es muy importante desde el punto de vista teórico pensar en ese día después de la movilización del que hablamos.
— ¿Y qué ocurre en el día después? ¿Cómo se articulan las subjetividades políticas después de
la hegemonía?
— El día después de una toma de poder –de ganar unas elecciones, por ejemplo– es complicado
para un partido populista que entra en las instituciones sin experiencia previa de gobierno. Se
desencadenan necesariamente tensiones y nuevas demandas que la movilización popular, ya
desaparecida, no había previsto, y para las que la teoría de la hegemonía no tiene en general
respuesta. Pensar posthegemonía es adelantar, y conjurar, el peligro de derivas verticalistas e
identitarias siempre posibles, e históricamente frecuentes. La posthegemonía busca asegurar que
las que llamas subjetividades políticas ocurran en democracia y libertad, busca de hecho asegurar
que el triunfo político sirva para consolidar la democracia, y no para menguarla.
—Si la escala del populismo es institucional, ¿cuál sería la escala de la infrapolítica?
—La escala de la infrapolítica es existencial, radicalmente existencial. La infrapolítica es un ejercicio de existencia, siempre, en cada caso.
—¿Eso implica individualidad?
—No, implica las dos cosas: individualidad y lo común. Porque la existencia es una existencia siempre en común, pero la existencia es siempre una existencia singular. Vivimos individualmente, ¿no?
—¿En qué sentido práctico se materializan la poshegemonía y la infrapolítica?
—¿A qué se refiere?
—Bueno, entiendo que el sentido práctico, la materialización de la teoría de la hegemonía, sería la gestión específica del discurso con el fin de conseguir logros al nivel de la política institucional. Y si la infrapolítica es una instancia orientada a la existencia, ¿qué tipo de materialidad le acompaña? Quizás estoy preguntando si acaso hay un programa o una instancia programática en la infrapolítica también, en el sentido de cuáles serían sus especificidades.
—No, la infrapolítica no es un programa. La infrapolítica no puede ser un programa, igual que no es un concepto tampoco, no quiere ser concepto. La poshegemonía es lo que es relevante políticamente. La infrapolítica precisamente no es política. Por lo tanto no se ocupa de la política, sino que se ocupa de la existencia: es el suceso de la política, lo que siempre está, en cada caso, por debajo, y por lo tanto es condición de la política –pero no es política ella misma. Entonces, no hay un programa. Programa poshegemónico sí: es un programa de democratización infinita. La poshegemonía busca siempre mantenerse alerta de cualquier intento de frenar el proceso democrático. Desde una posición muy simple, que es que nadie es más que nadie. Es decir, en un momento en el que no hay una legitimidad dada por la clase, ningún tipo de derecho divino, identidad nacional o idea maestra, en un momento de fin de la legitimidad, de radical fin de la legitimidad, de colapso de los principios, en un momento en ese sentido anárquico, lo único que queda en pie es la democracia. Ninguna otra cosa. Porque nadie es más que nadie.
—Eso sería poshegemónico. ¿Y qué alianza establece ese principio de democracia radical con lo infrapolítico?
—La liberación de la práctica de la existencia requiere democracia. Es decir: la existencia necesita espacio. Y ese espacio se llama libertad. Sin democracia, no la hay.
—¿Entonces lo infrapolítico es una tendencia, una especie de lugar al que caminar según se existe?
—No al que caminar, sino en el que estar. Es decir, la existencia no es un lugar al que hay que llegar, sino que estás siempre ya en ella. Ahora, cómo estás en ella es lo que hay que pensar. Es lo que tendemos a no pensar porque lo sustituimos por la política: pensamos que la política es la existencia, cuando en realidad no es así. Es decir, hoy estamos fundamentalmente con la cabeza metida en la arena, como los avestruces, habiéndonos llegado a creer que la existencia es la política y la política es la existencia. Infrapolítica es simplemente una llamada de atención al hecho de que eso no es así.
—Poniendo la atención en las existencias que, digamos, no se relacionan con el nivel institucional de la política (que, si he entendido bien, es lo que usted considera la política), ¿hay algo de infrapolítica en ellas? Digamos, en sujetos que viven al margen de la política institucional, ¿ahí hay infrapolítica?
—Infrapolítica está por todas partes, infrapolítica no es una cosa rara, sino que es aquello en lo que siempre ya estamos. Entonces, en cualquier momento de tu vida hay infrapolítica. La forma en la que llevas el pelo es una opción infrapolítica. La forma en la que te relacionas sexualmente con tu pareja es infrapolítica. La forma en la que encaras un día de frío es infrapolítica. Porque la infrapolítica es consustancial a la existencia. Y que por lo tanto hay que tematizar simplemente porque es condición fáctica a la que no podemos, o no deberíamos, vivir ajenos.
—¿Puede explicar en qué consiste el colectivo Infrapolitical Deconstruction y el trabajo que hacen?
—Es un proyecto en el que llevamos tres años trabajando en colectivo. Hemos publicado muchas cosas ya, o sea, la bibliografía nuestra empieza a ser sólida, a tener volumen. Todavía hay mucho más en curso: muchos libros y tesis en preparación. Y es un intento de pensar todos estos problemas que estamos hablando, y otros de los que no hemos hablado todavía. Yo pienso que es un proyecto teórico-político significativo, importante hoy, que tiene que ver con la tradición posfenomenológica de pensamiento, de Heidegger a Derrida, etcétera. Y que se hace cargo, se trata de hacer cargo, de las coordenadas de lo presente, sin ingenuidad, sin dogmas, sin principios en el sentido de Principios, con mayúscula. Que trabaja en circunstancias un poco precarias, puesto que no hay una institución que nos ampare. La única institución es el blog. Pero que, en fin, es divertida. Estamos tratando de abrir una plataforma que sea más pública de lo que tenemos ahora. Ahora tenemos un grupo secreto de Facebook donde no entran más que los miembros, y el blog, pero el blog no es interactivo realmente, podría serlo pero no lo es, porque en el blog acabamos publicando nosotros y nadie hace comentarios. La gente tiene reservas para hacer eso. Pero quizás con la nueva plataforma que estamos creando ahora podamos conseguir mayor interactividad con otra gente. Es un proyecto teórico, es un proyecto académico si quiere, o post-académico, de importancia en el ámbito de los estudios hispánicos desde luego. Y yo creo que más allá también. Pero en fin, en eso estamos.
—Dentro de la academia entiendo que este proyecto intenta plantear una contrafuerza a la identitarización en los estudios hispánicos.
—En cierto sentido los estudios hispánicos no han pensado nunca otra cosa que la identidad. O sea, la identidad es lo único que nuestro idioma parece ser capaz de pensar. Entonces: no es que haya en marcha un proceso de identitarización, sino que la identitarización nunca nos ha dejado, es lo que ha habido siempre, desde principios de, en Latinoamérica, el XIX, y en la cultura española, anterior, a partir de la configuración inquisitorial y antimarrana del pensamiento, donde lo fundamental era la pertenencia al grupo, a la comunión, etcétera. No es que la infrapolítica sea antiidentitaria, es que el identitarismo ha quedado atrás: no nos interesa de ninguna forma, tampoco para combatirlo. Simplemente lo ignoramos, como algo profundamente poco interesante, tedioso en un sentido radical.
— Incluyen también la línea de la deconstrucción, que creo que normalmente queda bastante expulsada de los Estudios Hispánicos.
—Sí, la deconstrucción es difícil. Bueno, hay que trabajar mucho, hay que estudiar y uno tarda muchos años en enfrentarse a ciertos textos que son difíciles y exigentes. Provoca terror, provoca acusaciones de arrogancia, de elitismo, de teoricismo, etcétera. Eso es lo de siempre, lo habitual. La gente como yo llevamos toda la vida con eso. Pero eso son los vicios típicos de la academia, no hay que darles tampoco demasiada importancia. Porque en el fondo, como decía Lezama Lima, sólo lo difícil es estimulante, y para hacerlo fácil pues no seríamos universitarios, ¿verdad? Podríamos haber encontrado formas de vida más prometedoras si lo que quisiéramos fuera hacerlo fácil o convencional.
—Algunas personas podrían decir sobre la infrapolítica que es un pensamiento pesimista.
—Yo creo que está totalmente fuera de cualquier posibilidad de pesimismo o de optimismo. No tiene nada que ver con eso. Hay una vieja definición de la filosofía en Heidegger, del año 1922, que en realidad nunca abandonó: decía que el pensamiento era la explicitación fáctica de la vida, de la existencia. La explicitación, o sea, hacer explícita una facticidad, hacer explícito lo que es. Y yo creo que la infrapolítica es precisamente eso: es un intento de explicitar la facticidad. Entonces, eso no tiene nada que ver ni con el pesimismo ni con el optimismo. Desde luego, para mí es una práctica alegre, es una pasión alegre. Por ejemplo, yo creo que pensar que el horizonte de la existencia es la política… eso es nihilismo puro, ¿no? Eso es lo pesimista. Eso es nihilista y siniestro. Al revés, decir que hay un suceso de la política en el que cada uno se juega su existencia, eso abre posibilidades de alegría infinitas. O sea, hay una alegría en la infrapolítica, que yo creo que es la pasión dominante en la infrapolítica. En ese sentido, no es en absoluto pesimista, pero tampoco quiero que eso signifique que es optimista, porque no hay ningún tipo de optimismo vinculado a ello.
—Supongo que este tipo de valoraciones tienen que ver ya con una particular ética subyacente.
—La única ética de la infrapolítica es lo que llamamos moralismo salvaje. No hay ética, porque no hay principios. O hay ética en un sentido muy etimológicamente arcaico. La palabra ethos en griego significa madriguera, ¿no? Entonces la ética pertenece al hábito de cada uno, a la forma en la que vive, a la casa de cada uno (otra forma de traducir ethos es carácter). En ese sentido sí, la infrapolítica es radicalmente ética, en el sentido de que ética significa madriguera, hábito radical, forma fáctica de existir. Desde luego, no tiene nada que ver con ningún tipo de moralización. Es decir: no tiene nada que ver con lo que hoy se entiende por ética.
—¿Cómo se relaciona el marranismo con la figura del intelectual?
—Hay intelectuales marranos, y hay muchos que no lo son. Los intelectuales, como cualquier otro grupo humano, son un grupo dividido. Hay un montón de intelectuales dogmáticos, de intelectuales identitarios, de intelectuales adheridos inquebrantablemente a esencias de pensamiento reificadas y macizas. Entonces, no hay ningún tipo de relación de oposición, pero tampoco ningún tipo de relación de identificación entre lo marrano y lo intelectual. Marrano nosotros lo usamos metafóricamente, o si quieres metonímicamente. Hay un fenómeno histórico, el marranismo español, que tiene que ver con la Inquisición, con prácticas de control social, de disciplinamiento social en los siglos XIV, XV, XVI, XVII. Nosotros usamos la palabra de forma prestada de esa historia terrible y trágica para referirnos a un pensamiento sometido a la doble exclusión. No controlado ni por ellos ni por los otros. Ni por la hegemonía ni por la contrahegemonía: lo marrano es existencia salvaje que no quiere someterse a ninguno de los dos lados en disputa. En ese sentido, para mí el marranismo configura la tradición intelectual española más rica y más alegre. Con respecto de lo marrano, todo lo demás es triste y obtuso. Aunque suene muy paradójico, o lo sea.
—¿Habría un canon de pensamiento marrano?
—No hay ningún canon de pensamiento marrano, puesto que si hubiese canon de pensamiento marrano estaríamos convirtiendo el marranismo en una identidad, y es todo lo contrario de eso. Ahora, tú me dices, “¿dónde se puede encontrar marranismo?” –hay trazas de marranismo en todas partes, por ejemplo en la novela picaresca. Pero también, claro, en muchas instancias de pensamiento contemporáneo, en muchas instancias de vida, en muchas formas de estar, de hablar, de comportarse.
—Es una práctica.
—Es una práctica. Hay una palabra muy bonita de la que se olvida su sentido etimológico, la palabra ejercicio. Viene de una raíz que implica sacar algo de lo arcano, de lo secreto, y hacerlo público. Entonces sí, uno puede hablar de infrapolítica marrana, nosotros hemos hablado de infrapolítica marrana, que es una especificación de la infrapolítica. Todo el mundo tiene infrapolítica, todo el mundo vive en la infrapolítica, pero enfocarla hacia un cierto marranismo es una orientación, un ejercicio.
—¿Existe dentro del populismo poshegemónico la figura del intelectual público?
—Existe la figura del intelectual público, del intelectual privado, del intelectual raro, del intelectual estrafalario, del intelectual perverso, del psicótico… Hay todas las figuras posibles. Ahora, si me pregunta si se privilegia algún tipo de figura: no. Absolutamente no. Al revés: creo que habría una enorme sospecha del intelectual público. Habría la sospecha de que el intelectual público es siempre, en cada caso, un farsante.
—¿Por qué?
—Precisamente porque es público, y por lo tanto, por definición, miente.
Paula Pérez-Rodríguez (Madrid, 1989) escribe e investiga lenguaje, glotopolítica, poesía y cultura contemporáneas. Actualmente, realiza sus estudios de doctorado en Princeton University. Ha formado y programado parte del Seminario Euraca.
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