Nunca pensó que el pavor iba a marcar su estadía en los Estados Unidos. «Pero ya está», pensó esa tarde, en alemán, recordándose que era el último de sus tres años trabajando de niñera. La última primavera en ese aburrido pueblo de los suburbios de Nueva York.
Y sin embargo, sola en esa casa, cuando su trabajo terminaba, se sorprendía pensando en que aquella vida le gustaba. Asomada a la ventana, mirando el principio de la noche, pensaba en que la complacía ese paisaje calmado. Ese donde lo más interesante era una paseadora de perros que se agachaba a recoger la caca de su animal. O unas muchachas que cruzaban yéndose a comprar una pizza.
«I’m going to miss this» le dijo a Regina esa tarde, en su inglés de fuerte acento germano. Con la nariz irritada y los ojos hinchados. Y se quedó ahí. A pesar de que su propósito había sido contarle a Regina, la niñera venezolana de los 3 niños filipino-americanos, su única amiga en los tres años en que había vivido en Pleasantville, que había llorado esa mañana. Había llorado mirando a Harper, su niña.
Al ir a despertarla, pensando en que eran las últimas semanas en que se arrodillaba al lado de su cama y le tocaba el cabello mientras le susurraba «Harper, Harper, time to wake up», mirándola dormir, sorprendida, se le habían salido las lágrimas.
Incluso ahí en el parque, sabía que estaba conteniendo las ganas de lanzarse a llorar. Y sin embargo, frente a Regina, culpó a las alergias. Pensó en lo mucho que se reirían de ella sus amigas en Alemania, si les contara que ella, la que soñaba con viajar por todo el mundo, lloraba porque tenía que abandonar ese pueblo aburrido. Así que le habló a Regina de otras cosas. Y dijo que era un día muy soleado, un día hermoso de primavera, en Pleasantville, Nueva York.