Era junio de 2009 y Sudáfrica se entrenaba con la Copa Confederaciones para ser, en tan sólo un año, el anfitrión de un reto mayor: la XIX edición de la Copa Mundial de Fútbol. “¿Por qué te emocionas tanto con la selección de Sudáfrica?”, le pregunté a mi amigo maliense Emmanuel mientras veíamos el partido inaugural por la tele. “Porque Sudáfrica es un país africano”, contestó sorprendido. Estábamos en su ciudad, a unos 6.000 kilómetros de Johannesburgo, donde se celebraba el encuentro. Ni el rival ni el juego ni la distancia importaban. Sólo la sensación de pertenencia.
Meses más tarde, en abril de 2010, se daba a conocer el himno del mayor acontecimiento deportivo de la historia del continente. Su versión en inglés, que no la hispana, decía así: “This time for Africa” (Es la hora de África). Y aunque hubo quien criticó que la cantante no fuese sudafricana, sino la colombiana Shakira, en el país no se quejaron de que la letra englobase a todo el continente.
Los locales mantuvieron la ilusión continental, y sólo llegado el momento los seguidores de la Bafana Bafana –los chicos, como se conoce a la selección en Sudáfrica- se lanzaron a la calle para apoyar a su equipo con sus vuvuzelas (bocinas), su bandera multicolor y las caras pintadas. El 11 de junio sacaron su sentimiento nacional, sí, pero de modo aparentemente inocuo y no excluyente.
Sudáfrica nunca ha ocultado sus ganas de liderar el continente, una aspiración para la que, en según qué ámbitos, no le faltan rivales: Nigeria, Kenia, Ghana, Senegal o, desde perspectivas aún más alejadas, algunos de los países del norte del Sáhara como, por ejemplo, Egipto. Sin embargo, lo sorprendente es que, con este Mundial, Sudáfrica ha demostrado que querer es poder y su orgullo ha traspasado sus fronteras, inundando el resto de África.
Jenkeri Zakari Okwori, profesor de Comunicación para el Desarrollo de la Universidad Ahmadu Bello en Zaria, Nigeria, afirma que la mayor parte de su país -el más poblado de la región con más de 150 millones de habitantes- espera que el Mundial sea un éxito porque es importante que África sea capaz de organizar un evento de estas características. Es más, añade: “El nivel de cooperación es tan elevado que si, en algún momento, en Nigeria se menciona la competencia por el liderazgo es para criticar nuestras propias insuficiencias”.
Al amparo del fútbol capitalista y de la economía globalizada
Cuando en 2004 la FIFA eligió este país del cono austral para representar al continente, ya se sabía que celebrar el Mundial de fútbol allí conllevaba ciertos riesgos. No obstante, un par de años más tarde crecieron las dudas sobre la capacidad de organización, la inseguridad… Las presiones se hicieron tan fuertes que incluso se dio a entender que Sudáfrica podría perder la concesión.
Yo misma recuerdo haber cuestionado la viabilidad del proyecto mientras pasaba una breve estancia en el país africano. Era el verano de 2006 y Nelspruit, una de las nueve sedes del Mundial, no hacía más que recordarme a Estados Unidos. Sus extensos barrios de casas unifamiliares rodeadas de césped, sus anchas avenidas y hasta un centro (downtown) muy similar al de la mayoría de las capitales americanas. Sin embargo, en esta ciudad del noreste de Sudáfrica abundaban los jóvenes vestidos con chalecos amarillos, que les identificaban como miembros de las patrullas de seguridad ciudadana. Su función principal: la protección preventiva. Alertarte. Nuestra relajación podía causarnos sucesos desagradables.
Días más tarde, al llegar a Johannesburgo, las advertencias ya no hicieron falta. Acabábamos de salir de la estación de autobuses y, tras haber caminado apenas dos manzanas, sentí la posible imprudencia de continuar andando en vez de coger un taxi. Percibía el peso del título que entonces deshonraba a la mayor urbe de Sudáfrica: “la ciudad más peligrosa del mundo”. El antiguo centro de la capital financiera del país era un hervidero de hombres sin oficio ni beneficio que, mientras miraban asombrados tu atrevimiento, traspasaban con rayos X tu mochila y tus bolsillos. Ninguno sonreía.
Entre tanto, en rascacielos abandonados por sus antiguos propietarios, las nuevas inquilinas entraban y salían al balcón por agujeros labrados en la pared, ahora desprovistos de puertas. Las terrazas no eran más que la prolongación de unas viviendas expuestas constantemente al viento, pero a aquellas mujeres les gustaba secar la colada al sol. En sus particulares almenas parecían seguras. Y yo, sin pensar en el duro invierno surafricano, las envidiaba.
La angustia duró sólo un momento, es cierto. Una vez el taxi nos dejó en el hostal donde pasamos las noches siguientes, ya no volví a sentir miedo. Dormíamos en un barrio poco lujoso, pero de vallas electrificadas y perros guardianes que, alarmados por nuestros pasos, provocaban la salida de sus dueños. Sin decir nada, aquellos vecinos temporales nos observaban con extrañeza a plena luz del día. En sus calles, nadie se paseaba sin más.
Por eso ahora, al reflexionar sobre si tal vez pude ser presa de la sugestión nada más pisar Johannesburgo, tengo la certeza de que, en aquel downtown reocupado de Jo’burg -como la llaman sus habitantes-, no sólo me atrapó el pánico. En la mirada de esos jóvenes había algo de: por qué tú tanto y yo tan poco. Esa diferencia tan clara que va más allá de razas y colores; que, sobre todo, entiende de ricos y pobres.
Apenas han pasado cuatro años desde entonces y los africanos celebran que Sudáfrica haya sido capaz de controlar los principales problemas de inseguridad y de terminar a tiempo unas infraestructuras que son admiradas tanto dentro como fuera del continente. Pero, ¿qué opinan en Sudáfrica? Si el Mundial termina como empezó, ¿habrá sido un éxito? ¿Cuáles serán los beneficios derivados de una inversión de más de 3.000 millones de dólares? ¿La grandiosidad de unos estadios cuya rentabilidad ya ha sido puesta en duda? ¿La satisfacción de haberlo logrado?
Si el juez fuera la FIFA, la respuesta a la última pregunta sería sí. Pero la decisión del gobierno sudafricano de albergar un acontecimiento deportivo de tamaña envergadura está, además, cargada de política económica y, por tanto, de controversia.
Sudáfrica es miembro fundamental del cada vez más relevante G-20, el grupo de países emergentes que en 1999 se unió a los siete países más industrializados del mundo más Rusia (G-8) con el fin de estabilizar el mercado financiero global. Además, junto con Brasil, China, India e Indonesia, el anfitrión del Mundial se halla en la lista de países que han “aumentado su compromiso” (Enhanced Engagement Group), mejorando su relación con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), la organización de los países más ricos del mundo.
El gobierno sudafricano ha dejado claro que quiere jugar en la premier league de la globalización económica actual. Y para ello se ha valido de este acontecimiento deportivo, del que espera obtener beneficios más allá de los derivados de la competición.
Además del necesario y complejo objetivo de la cohesión social -que tanto se ha destacado a nivel local e internacional, y que lo engloba todo-, la realidad es que todos los demás fines perseguidos con la celebración del Mundial son estrictamente económicos.
En primer lugar, Sudáfrica ha realizado la mayor inversión en infraestructuras de las últimas décadas para modernizar el sector, fomentar el comercio y generar empleo en un país con un alto índice de paro, y donde la mano de obra no cualificada es muy elevada. Por otro lado, confía en cambiar su imagen, en crear una marca que le aporte seriedad y atraiga inversión extranjera. Entre los sectores más punteros de Sudáfrica destacan el automovilístico, la minería, las TIC (tecnologías de la información y comunicación) o la industria química. Por último, y ligado con el objetivo anterior, el gobierno de este país de 49 millones de habitantes, pero casi dos veces y medio más grande que España, se ha propuesto impulsar el sector turístico.
De ahí que los principales debates generados por este Mundial se hayan centrado, sobre todo, en sus distintas perspectivas económicas: cuál será el retorno final de la inversión; quiénes son los verdaderos ganadores y perdedores de la competición; y la conveniencia o inconveniencia de una política de corte más neoliberal que social.
A la sombra de los estadios
Cuáles serán los beneficios de una inversión que procede del bolsillo de los contribuyente es la primera pregunta. Y contestarla no es sencillo. Según los datos del Banco Mundial, la tasa de desempleo en Sudáfrica se redujo desde el 26,7% de 2005 hasta el 22,9% en 2008. Sin embargo, la mayoría de los analistas coinciden en señalar que una parte importante de esta creación de empleo ha sido coyuntural, es decir, directamente relacionada con la contratación de trabajadores para ejecutar las infraestructuras aprobadas para el evento: la construcción o renovación de diez estadios; el tren de alta velocidad Gautrain -que une Johannesburgo con la capital política de Sudáfrica, Pretoria, y con el aeropuerto internacional Tambo-; o el nuevo aeropuerto internacional King Shaka, situado al norte de Durban.
En cuanto a los ingresos generados durante el Mundial en sí, incluso el propio gobierno ha señalado que serán inferiores a lo previsto debido a que, finalmente, la afluencia de visitantes será menor como consecuencia de la crisis económica y financiera internacional. El mismo día en que comenzaba la competición, un informe del banco de inversión Citi revisaba a la baja el impacto del campeonato sobre el crecimiento económico de Suráfrica para 2010, del 0,5 de unos meses antes a los 0,2 – 0,3 puntos porcentuales.
No obstante, la incertidumbre es todavía mayor al intentar predecir las ganancias que generará la inversión extranjera en el país. Las cifras sobre los posibles repuntes del sector turístico, por ejemplo, son tan variadas, que los más cautos prefieren esperar a que el tiempo otorgue o quite la razón al gobierno surafricano tras su apuesta. Y mientras llega el futuro, ¿quiénes están resultando más favorecidos y quiénes más perjudicados por la decisión de celebrar el Mundial en Sudáfrica?
Clemens Ley, investigador en el ICESSD (Centro Interdisciplinar de Excelencia en Ciencias del Deporte y Desarrollo) de la University of the Western Cape, subraya que hay una clara diferencia entre las zonas rurales y las ciudades. Para Ley, como el campeonato se ha centrado en los núcleos urbanos, estos se han visto beneficiados, no sólo por el impulso a su imagen, sino por otras mejoras como las realizadas en el sistema de transporte. Mejoras que, en cambio, no han gustado nada a los taxistas de Johannesburgo, uno de los gremios que más se ha esforzado por hacer oír sus quejas. En este caso, debido a la repercusión que tendrá en sus bolsillos la nueva red de autobuses Bus Rapid Transport, conocida popularmente como Red Vaya, con la que se ha dotado a la ciudad.
En referencia a los privilegios concedidos a los centros urbanos, Amarnath Singh, editor adjunto del Financial Mail, matiza: “Es cierto que la mayor parte de los estadios ya estaban situados en las zonas más ricas de las ciudades y han sido reconstruidos o remodelados, pero también hay otros, como el Soccer City de Soweto, que han sido levantados de la nada en las townships [enormes ciudades de chabolas, herederas del modelo de segregación del Apartheid] donde viven los negros más pobres”.
Sin embargo, sin negar la alegría que el Mundial ha traído a las townships, muchas organizaciones señalan que es precisamente en estos barrios más desfavorecidos donde se encuentran los actuales perdedores del evento. Según Amnistía Internacional, los requisitos fijados por la FIFA sobre los “lugares de acceso controlado” han provocado que en las ciudades anfitrionas y en otras zonas de exclusión alrededor de los estadios, se hayan destruido viviendas informales, se haya expulsado a personas sin hogar -muchos de ellos refugiados- y se haya prohibido la presencia de los vendedores ambulantes. La tan temida inseguridad ha acabado sirviendo de paraguas para ocultar una de las realidades que, probablemente, más acerca Sudáfrica al resto del continente: la venta ambulante. El modo de vida que garantiza la subsistencia de millones de personas en África.
Según el índice de pobreza humana de las Naciones Unidas (HPI, en sus siglas en inglés), que incluye indicadores como la esperanza de vida, el acceso a la educación o el nivel dignidad con el que viven las personas, en 2007, el país anfitrión contaba con un 25,4% de pobres. El HPI mide, por ejemplo, la tasa de enfermos de sida que, en el caso de Sudáfrica, se encuentra entre las más elevadas del mundo. En 2007, las cifras de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) de las Naciones Unidas señalaban que el 18,1% de la población entre 15 y 49 años vivía con VIH.
Por ello, el debate más esperado, aunque quizá no el más extendido dentro del país, se centra en si tal cantidad de dinero debería de haberse invertido en mejorar las condiciones de vida de las personas que habitan en las townships y, en general, en la de quienes no tienen sus necesidades básicas cubiertas.
Ahora bien, la apuesta por celebrar el Mundial en tierras sudafricanas no se acabará el 11 de julio de 2010, con el acto de clausura. Algunos expertos a favor del evento han destacado que si Sudáfrica quiere realmente cambiar su imagen para impulsar su inserción en la economía global, también deberá luchar con firmeza contra la corrupción, favorecer la formación de las personas sin empleo, garantizar los derechos de todos y acabar con la criminalidad en el largo plazo.
Aunque se demuestre que el Mundial mereció la pena en términos de crecimiento económico, el gobierno surafricano no debe olvidar que las cifras del PIB tienen muchas lecturas. Y más en un país donde, a pesar de la creciente clase media, las desigualdades entre ricos y pobres siguen siendo inmensas.
Es cierto que Sudáfrica no ha sido del todo fiel a la versión hispana del himno de la Copa Mundial de Fútbol de 2010, que reza: “Porque esto es África”. Pero, al menos esta vez, el orgullo africano se ha impuesto al victimismo. Quizá, por fin, soplen nuevos aires para África.