A mis primos.
A la casa de la abuela
Alguien apaga la luz.
Es mía la oscuridad,
el tiempo, líquido lento, como una autopista negra frente a mí
en algún sitio, sin faros delanteros, en algún sitio.
Hola adiós hola. Los trabajos y los días.
Llegamos, nos vamos, desaparecemos.
Charles Wright, ‘Canción de cuna de las Apalaches’,
en Una breve historia de la sombra
Entre dos sombras dos orillas dos murmullos
agapantos bulbos de eternidad
que mi abuela Emilia se trajo de Braga
para nuestros caracoles y la infancia.
No diré que fuimos felices porque no teníamos más certeza
que la de asomarnos al cenador del verano
y era vertiginosa entonces la oscuridad
la Vía Láctea había bajado varios metros
hasta reflejarse en la misma alberca
en la que pescábamos nuestras miradas
los pechos ingrávidos de las chicas
y aunque habíamos hecho la primera comunión
el pecado no tenía nada que hacer allí.
La noche interrumpía el flujo de la conciencia
los juegos
las guerras de manzanas, los volcanes,
las tinieblas,
los penachos del maíz:
los puros liados con hojas del Faro.
Un humo tan acre
como el de las fábricas.
Aunque la tos
que espantaba a los mirlos
casi tanto como el espantapájaros
de viejas tarteras
era casi la misma
con los Ideales
que robábamos al abuelo Benigno.
Una breve historia de la sombra
debería empezar con él
agazapado con la escoba
en el quicio de la escalera.
Una breve historia de la sombra
debería volver
a la caja de galletas de coco de ella,
a la caja fuerte,
al arcón de los disfraces
a la edad de oro
la de las grandes preguntas
el rumor de un automóvil
que venía del futuro
y se desvanecía en el pasado,
una finca que era como el mundo
y nuestras contraseñas
el gran peral de las confidencias
el columpio del nogal
el manzano que era un bombardero,
y los aullidos del cerdo
en la matanza.
Si limábamos los limones
era para comerlos.
Si jugábamos a la pita venenosa
era para saborear el miedo.
Si nos quedábamos hasta que nos llamaban a cenar
era para apurar el tiempo
hasta el último sorbo
del pilón:
agua fresca
con sabor a óxido
y a minería.
Si nos levantábamos con legañas
era porque los sueños eran como la muerte
dulcísimos
sin sombra de culpa.
No había más porvenir
que el mar
las sardinas asadas
y los besos.
Nada de malicia. Toda la malicia.
Los padres eran un enigma,
como el deseo
en qué nos íbamos a convertir
cuando se murieran
los abuelos
cuando nos hiciéramos mayores
lo más odioso
sombras fugitivas
sin tiempo para hacerse todas las preguntas
bajo el cielo de agosto
profundo como un océano
en el que brillaban las madréporas
y cada estrella
era un telegrafista
ebrio como Narciso.
Una cama azul cobalto
Y otra de mármol:
frío, blanco, nupcial
donde la sangre era tinta
para escribir lo inevitable.
Si nos hemos convertido
en lo que somos
es gracias
a aquellas sombras
nada tristes
como animales.
«Llegamos, nos vamos, desaparecemos».
Cuando esta noche vuelva la nieve
me acordaré de todos vosotros:
«No está oscuro, no está oscuro. Pero casi».
Podemos seguir siendo
sombras
de carne y hueso
sobre el tejido del agua
sobre el mármol blanquísimo
y los surcos del calendario:
los que labraba Emilia
tan hondos
como lo que callaba.
La oscuridad es nuestra.
La llevamos a cuestas.
A veces pesa
como si arrastráramos el cadáver
del niño que fuimos.
Hay que acostarlo
y prenderle fuego
en la hoguera de San Juan.
Hay que dejarlo ir
corriente abajo.
Durante demasiado tiempo
he escogido palabras
para compadecerme.
Hasta que descubrí que nuestra historia
es como la de las sombras,
amenas
sobre la inquietud del mar
sin faros delanteros
y todo el tiempo disponible
mientras no tengamos miedo.
Sobre nosotros hay estrellas que no podemos contar,
y con las que no se puede contar.
Suavemente se cierran los párpados.
No está oscuro, no está oscuro. Pero casi.
Se alejan lentas. Lentas se alejan.
Un suave profundo reposo.
Charles Wright, op. cit