La indignación suele estar precedida por otro estado de ánimo: la perplejidad. Por un momento, nos quedamos perplejos, suspendidos ante una desproporción. Luego, esa desproporción se transforma en un sentimiento, el de una injusticia.
¿A qué llamamos “justo”? “Justo”, etimológicamente, significa lo que es según ley (ius). Pero ¿qué ley? ¿La diké de Esquilo: venganza, retribución o némesis? ¿La de Heráclito: la alternancia entre opuestos? O será más bien ese conocimiento interior olvidado del que hablaba Lao tsé y del que las falsas virtudes (justicia incluida) eran, según él, un simple y lamentable sucedáneo:
«Perdido el tao, comenzó a actuar su te (su virtud). Perdida la virtud, le sustituyó el amor (jen: virtud de la humanidad). Perdido el amor, se echó mano de la justicia. Perdida la justicia, se quiso sustituirla por la cortesía. Pero la cortesía es poca fidelidad y poca confianza y comenzó de los disturbios. La ciencia o el conocimiento de estas virtudes es sólo flor del tao y comienzo de la estupidez».
¿Sería posible una humanidad que se propusiese remontar desde sus saberes y sus falsas virtudes a aquello a lo que éstos vinieron a sustituir?
Los principios de la economía capitalista: la conversión de los recursos del planeta en productos, de los medios de supervivencia en medios de producción, es resultado del ansia que ha hecho de la insatisfacción la rueda dentada de su engranaje (la insatisfacción es una de las claves del sistema de consumo). Pero tanto el ansia como la insatisfacción descansan sobre el miedo. El miedo a perder, a perderse, a ser menos o a dejar de ser. Acumular para ser más y para seguir siendo. Nadie, tenga más o tenga menos, estará dispuesto a perder lo que tiene. Se indignará si siente en peligro los derechos que cree haber “adquirido” en “propiedad” porque sentirá el despojamiento como una ofensa. Las leyes de nuestra sociedad defienden, antes que el bien común (que no es lo mismo que el bien “público”), la propiedad “privada”. Privada… ¿de qué? De relación con lo común, claro está, de responsabilidad para con lo que le concierne al otro. Porque el “semejante”, el único realmente próximo, como decía Lacan, es siempre, en último término, uno mismo. De ser esto cierto ni la justicia ni las leyes estarían fundamentadas en una equivalencia –un vaivén entre dos, un movimiento del uno al otro– sino en la identidad –la perduración en lo propio: la protección de lo mismo–. El sistema judicial se convierte así en una institución condenatoria (de cualquier ataque contra lo establecido), defensiva y, en su caso, ofensiva. Justo será entonces que cualquiera, confundiendo su descontento con el sentimiento de injusticia que precede toda indignación, defienda la parcela de su territorio (sus bienes, sus adquiridos “derechos”).
“No es justo indignarse en nombre de quien nos ha enseñado a no indignarnos jamás”, dijo Cioran, recapacitando después de haberse sentido indignado por ciertas frases ofensivas que alguien había dirigido a Marco Aurelio. ¿Por qué? ¿Porqué no indignarse?
Recordemos que Marco Aurelio era seguidor de los estoicos. Y, para empezar, la disciplina estoica enseña a desprenderse. Si quien se indigna defiende algo que de alguna manera siente que le pertenece, ¿cómo habrá de indignarse quien considera que nada le pertenece? Pero, además, la ética de la Estoa primitiva acompañaba a una serie de directrices para el conocimiento de los movimientos del ánimo y la comprensión de sus adherencias. “Conócete a ti mismo” era lema de las escuelas griegas. Este “sí mismo” no se refiere al conjunto de hábitos que conforman la personalidad, sino a algo más radical y más común que tiene que ver con la naturaleza de la psique y el funcionamiento de los procesos sentimentales. Así que quien se conoce a sí mismo será también capaz, lógicamente, de conocer al otro. Y quien conoce al otro no espera de él otra cosa que lo que pueda dar; sabe qué puede esperar de él y qué no. Siendo así ¿cómo podría sentirse ofendido? Y allí donde no hay ofensa difícilmente podría haber indignación.
¿Qué esperamos de quienes nos gobiernan? Sin duda no esperamos que nos procuren un mundo perfecto, pero a lo mejor esperamos que arreglen el país. Nos gustaría pedirles honestidad, al menos, pero ¿pueden? Sabiendo que en una democracia adulterada ellos no son más que títeres deambulando por el escenario de la gran pantomima, sin la sabiduría necesaria para llevar a cabo la acción correcta, ¿qué esperamos de ellos?
Bien, pero, ¿quiere esto decir que, ante una evidente situación de injusticia, nos quedemos sin hacer nada? ¿No indignarse significa aceptar y aguantar?
No se trata de esto en absoluto. Ni la ataraxia ni la apatheia son sinónimos de pasividad. Ambos conceptos evolucionaron, con el tiempo, hasta adquirir connotaciones en absoluto acordes con lo que fueron para las escuelas griegas. Ni la ataraxia era falta de acción, ni la apatheia, apatía. Ninguno de estos términos se referían directamente a la acción pública sino, antes bien, al conocimiento de los movimientos del ánimo y su dominio. La ataraxia es ausencia de perturbación anímica y la apatheia, neutralidad del ánimo, ecuanimidad. Ahora bien, es con el ánimo templado, y tan sólo así, que pueden emprenderse acciones realmente justas o correctas. La ira provocada por lo que percibimos como una ofensa personal da como resultado respuestas igualmente personales, carentes de alcance universal y, por tanto, injustas. Actuar sin interés personal, luchar con el ánimo ecuánime es la acción correcta: justa. Para Marco Aurelio, esto sería actuar acorde con el principio racional.
Lamentablemente, la Historia no ha evolucionado a partir de las antiguas sabidurías. La observación de la mente y sus procesos se dejó de lado por otro tipo de observación, más inmediata, y no parece que haya tiempo ni disposición suficiente como para recuperar estos conocimientos que son la gran asignatura pendiente del Occidente capitalista y están siendo olvidados en la mayor parte de los pueblos asiáticos que los poseían.
Pero lo que sí puede hacerse, al menos, es explorar los términos de nuestra indignación. Sus motivos. Considerar la ira. Sus causas. Averiguar la naturaleza de nuestra respuesta y sus fines.
¿Somos capaces de indignarnos desinteresadamente, de considerar nuestros intereses personales dentro de una ética global? ¿Somos capaces de tener en cuenta que nuestra vida vale tanto a nuestros ojos como lo que cualquier otra vida vale para quien la vive y actuar en consecuencia? ¿Tenemos voluntad de unir los esfuerzos y los conocimientos para inventar un sistema mejor, más equitativo y respetuoso, más justo?
De no hacerlo así, debemos saber que nuestras acciones, en el mejor de los casos, no harán más que darle otra vuelta al proceso dialéctico. A no ser que seamos capaces de actuar sin ansia, sin interés personal, con generosidad, con ecuanimidad, hagamos lo que hagamos este sistema seguirá en pie, corrompido y funcionando, perpetuando la situación de indefensión moral y práctica en la que ahora nos encontramos.
No les ocultaré la pregunta que me inquieta: ¿qué pasaría si, pactando, se nos devolviesen los derechos (o beneficios) de los que estamos siendo privados? Mucho me temo que todos, en este país, volveríamos a dormir tan insatisfechos como antes aunque más tranquilos, y nos abstendríamos de indignarnos por aquellas otras injusticias que sostienen nuestra ilusoria y precaria tranquilidad. Esto es a lo que Marco Aurelio llamaría, simplemente, no tener conciencia política.
Este texto figura en el volumen Indignación y rebeldía (F. Duque y L. Cadahia Eds.), publicado por la editorial Abada.
Chantal Maillard es doctora en Filosofía y Titular de Estética. Le fue concedido el Premio Nacional de Poesía 2004 por Matar a Platón y el Premio Nacional de la Crítica por Hilos