Es raro, es raro que alguien toque las cuerdas más profundas del alma (qué es el alma, a qué llamamos alma).
Decía Simone Weil que las mismas palabras pueden ser vulgares o extraordinarias según el modo de pronunciarlas, y que ese modo depende de la profundidad de la región del ser de la que proceden, sin que intervenga para nada la voluntad: “Merced a una maravillosa sintonía, esas palabras van a llegar, en quien las escucha, a la misma región. De ese modo, quien escucha puede discernir, si es que tiene discernimiento, cuánto valen esas palabras”. Eso ocurre con la poesía, cuando se está preparado. Eso le ocurrió a la actriz María Pastor con las palabras de Emily Dickinson. Se puede ver todavía –La bella de Amherst (Emily Dickinson), de William Luce– en el pequeño teatro de gestión familiar Guindalera, en el barrio de Madrid del mismo nombre, entre Ventas y la calle de Francisco Silvela. Hay, desde luego, un equipo sólido detrás de la obra, y está la sabia dirección de Juan Pastor, pero lo que convierte la pieza en algo extraordinario es el trabajo de María Pastor. Pensaba al verla en lo que puede un cuerpo (el alma es el cuerpo, sí), cómo toman ser unos poemas y una figura mítica en un cuerpo menudo, como también fue el suyo.
Los que amamos a Emily Dickinson la conocemos bien, por eso casi no me atrevía a ir, siguiendo la recomendación de un amigo, a ver esta puesta en escena, un monólogo –que es diálogo con los espectadores– a lo largo de noventa minutos, sin otro soporte que la luz y la voz. Tampoco el título animaba: uno teme toparse con todos los tópicos Emily –y sí, con algunos se topa (los tópicos, ya se sabe, son lugares comunes, reacios a perder terreno y borrarse del mapa) –.
Lo lírico, la pureza altísima de la poesía de Dickinson casi no admite representación (y tampoco se presta dócil a la traducción): “The Poets light but Lamps –– / Themselves –– go out ––” (Los poetas solo encienden lámparas –– / Ellos –– se van ––). María Pastor lo sabe y hace un quiebro para pillarla por sorpresa (la poesía, la figura). La sorpresa nos pilla. Muecas chifladas, modulación chillona, un desajuste entre eso grotesco que es real, esa mujer –ahí, bien cerca, a plena luz: el trastorno físico no miente–, y la imagen idealizada, estereotipada que temíamos ver. A partir de ese momento todo fluye, la libertad está ganada, lo que ocurra es verdad.
El cuerpo es energía, pies descalzos, largos huesos por dedos en las manos, ojos como cristales negros… y habla: receta para una tarta, poemas, pájaros y gatos, párrafos de cartas, el paso de la vida en la casa en que nació (y, sin embargo, no hay poesía con tanto afuera como la de Emily Dickinson, con las cosas mismas todas del mundo en sus palabras). Repaso de la vida, de las personas cruciales, de la muerte conocida de cerca, de las estaciones y los días, la desdicha y anhelos, del ritmo de la casa –el ritmo impuesto a las mujeres–, de la escritura por la noche, de una soledad sin redención, de una escritura que hace de ella casi hiriente alegría.
Lo raro es el dolor, cómo nos llega el dolor que rezuma la vida, la suya y la de todos. María Pastor lo hace dedos y ojos, no es lo que cuenta lo que duele, sino que la vida sea eso, que la vida es eso, tan intensa y común, e ir viendo cómo se escapa.
Se preguntaba Simone Weil de qué naturaleza es la huella que deja en los seres humanos lo que hacen y lo que padecen. Emily Dickinson hizo de esa huella poemas. Hablaba para sí, en el espacio ensimismado e inflexible de su conciencia, ahí estaba la pena, y la abeja y las hierbas y el gorrión, el miedo y los sueños. Su mirada sobre el mundo fue tan sola y tan pura que el mundo, lo real, no se le negó y quedó en su palabra. El terrible corazón del mundo. María Pastor nos lo hace ver. Si tienen ocasión, vayan a verla.
Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, Asturias, 1950) es licenciada en Filología Románica por la Universidad de Oviedo y en Filosofía por la de Valladolid. Ha sido profesora en Toledo y directora del Instituto Cervantes en Toulouse. Codirectora de la revista Los Infolios y miembro fundador de El signo del gorrión, ha desarrollado una amplia labor crítica sobre poesía y sobre arte. Es autora de seis libros de poemas, entre ellos Ella, los pájaros (1994. Premio Leonor) y Todos estábamos vivos (2006. Premio Nacional de Poesía). Reunió todos estos libros en el volumen Esa polilla que delante de mí revolotea (2008). En la sección de fronterad ‘La nube habitada’ hemos publicado poemas del libro Lo solo del animal.