Es una persona, ¿cómo te diría yo?…, de lo más
normal.
Y nos quedamos tan satisfechos, como si en tal adjetivo hubiéramos resumido lo
mejor que cabría decir de quien hablamos. El interlocutor asiente complacido:
acaba de comprender que el tipo en cuestión viene a ser, poco más o menos, como
él. Además de asegurar nuestra complicidad, tan vagarosa descripción del
otro nos ahorra entrar en mayores
detalles. Otrotanto ocurre cuando, siendo uno mismo el interrogado, cada cual
se tiene por una persona normal. Como el resto de lugares comunes,
también éste es hijo de la pereza mental (“opinión pública, perezas
privadas», nos martilleó Nietzsche) y no menos de un cierto afán de
seguridad: a saber, el de no estar solos y ser admitidos por los demás como un
igual. Pero el
caso es que ese normal encarna un epíteto paradójico, que subraya como lo
más propio de uno precisamente lo que vale para casi todos. No es la única mala
pasada que este vocabulario nos juega, como enseguida vamos a ver.
He ahí la
contemporánea transvaloración de los valores. Si Adorno ya había denunciado que
“la normalidad es la enfermedad de nuestro siglo”, nosotros asistimos a la
apoteosis incontestable del hombre normal.
Pese a su
carácter inconsciente, el lenguaje de la normalidad delata la vara de medir de
quien lo emplea. Y como al mismo tiempo es la lengua normal y normalizada, pone
de manifiesto la tabla de valores socialmente vigente. Cuando el apelativo de
«normal» sirve para enaltecer a alguien, en lugar de para ignorarlo o
incluso denigrarlo, proclamamos la uniformidad y la semejanza como máximas
virtudes. Lo sepamos o no, celebramos la mediocridad como ideal, es decir,
hacemos de la carencia de valor el valor más venerado.
Y, al contrario,
reservamos nuestra reprobación, más aún que para lo bajo, para lo que se
distingue y se sale de la regla por arriba. Que nadie destaque, que nadie
sobresalga, todos hemos de ser iguales: tales son los lemas normales. Su
campaña, la guerra contra la diferencia y, sobre todo, contra la excelencia.
Por haber malentendido la democracia, se confunde la debida igualdad de
derechos con la impensable igualdad de capacidades. Por alejarse de la odiosa
competitividad mercantil, se
reniega tanto de la competición o emulación necesaria entre las destrezas humanas como del individuo
competente. Todo lo raro, o sea, lo escaso y valioso, recibe enseguida un signo
de interrogación y dispara la sospecha del individuo normal. La ética queda así
literalmente puesta del revés.
Tras
la revindicación de la normalidad como índice de valor suele ocultarse el
espíritu del rebaño. En cada caso lo que importa es quedarme al calor de los
míos, construir y preservar la propia identidad a costa de identificarnos sin
fisuras con la del grupo. Sólo si soy como los demás me pongo a resguardo, de
modo que me adelanto a consagrar la norma de mi parroquia como lo bueno. Puesto
que no deseo ser libre, sino estar arropado, evito las otras opciones: el
distinguido es siempre mi enemigo… Más grave, pero no menos frecuente, es que
el elogio del «normal» encubra el resentimiento. Es la actitud de
quien, como no quiere o no puede alzarse hacia lo superior, pone todo su empeño
en rebajarlo a su altura. Para éste cualquier muestra de excelencia en el otro
será sólo aparente y ya se encargará él de buscarle sus sórdidos orígenes.
Desprovisto del sentido de lo mejor, es incapaz de admiración; más aún, al
menor atisbo de lo admirable reaccionará como ante una ofensa personal. Para no
ver su propia miseria, ha de decretar la miseria general.
Bajo
esta dictadura el excelente tiene que disimular su distinción, no sea que los
demás le reprochen precisamente un pérfido propósito de elevarse sobre ellos;
que no se le ocurra exhibir sus cualidades, porque podría ser acusado de un
afán de hacerles de menos. Es alguien que viene a turbar el satisfecho descanso en nuestros hábitos y
opiniones, que son los de la mayoría de nosotros. ¿Qué se habrá creído? ¿Acaso
se atreverá a darnos lecciones…?
De
modo que, al tildar al otro de normal, se
produce un refuerzo del propio yo mediante la reafirmación del nosotros que nos
acoge a uno y a otro. Si ése es normal es porque yo mismo, que así lo juzgo, me
tengo por tan normal como él. Y, al expresarlo, busco también el asentimiento
del tercero que me escucha y todos juntos nos sabemos formando parte de la
comunidad de los normales, o sea, de los elegidos. Ese presunto conocimiento de
qué sea lo normal, me eleva además a la doble condición de legislador y juez,
me convierte a un tiempo en proveedor de normas e impartidor de veredictos.
Quien se refugia en la normalidad como valor supremo, en fin, viene a decir
simplemente que se conforma y contenta con ser normal. Camus lo afirmó sin
rodeos: “El problema más grave que se plantea a los espíritus contemporáneos:
el conformismo”. Que nadie le exija a esa persona normal mayores rendimientos, que se le admita
como es porque no está dispuesto a ningún esfuerzo por mejorar. Y, en justo
pago por todo ello, él mismo renuncia por adelantado a exigir del otro nada
mejor y comienza así por tranquilizarle concediéndole gustosamente a la
recíproca el título de persona normal. Tal es el precio para ser aceptado en la
comunidad de los iguales. Se ha impuesto la plantilla, la podadera.
Lo más llamativo de
esta normalidad consagrada como categoría ética o solapado ideal de conducta es
la subversión del auténtico talante moral. El deber del hombre normal es
exactamente el opuesto al deber moral del hombre. Porque desde los tiempos más
clásicos hasta los contemporáneos la Moral no nos predica otra cosa que la
búsqueda de la propia excelencia. Al revés que la mediana meta de la
normalidad, la virtud moral radica en el cumplimiento descollante de lo humano.
No consiste en una impotencia consentida por más o menos repartida, sino en una
potencia declarada; no es el mero aprobado lo que busca merecer, sino el
sobresaliente.
Y
es que la tarea moral es
justamente la tarea del héroe. Hablamos del héroe que cada cual puede llegar a
ser con tal de entender que su vida sólo puede ser humanamente vivida como la
aventura de su libertad. Somos morales porque somos seres libres, pero esa
libertad es lo primero a lo que renuncia la persona normal cuando se propone
recorrer la senda trazada por la mayoría. Nada más fácil, pero tampoco menos
moral, que contentarse con acomodar nuestro pensamiento y acción a lo que se piensa
o se hace. El ideal de la normalidad es lo menos ideal que cabe,
sencillamente porque coincide con lo dado y lo predeterminado. ¿O hay algo más
normal -regular y previsible- que lo natural, eso que ya viene fijado
por una ley universal? El hombre es literalmente un ser anormal, constituye la excepción misma entre los seres
físicos, porque no tiene más norma que su libertad ni, por tanto, otra regla o
deber que los de inventarse a sí mismo a cada paso.
A
lo mejor todo lo dicho puede condensarse en una fórmula que suena a
provocativa: el hombre normal se quiere muy poco a sí mismo. No digo con eso
que sea un ser desprendido. Se quiere poco porque desea muy poco para sí y los
suyos, porque pone su felicidad en objetivos demasiado pobres o trillados,
porque se quiere muy mal. Hay que enseñarle, eso sí, a depurar y ensanchar su
egoísmo, a que descubra un bien mucho mejor que los bienes habituales en los
que se recrea. Hay que animarle a ser anormal, al menos un poco raro, es decir,
escaso.