En resumidas cuentas, esa tolerancia indistinta consiste en la disposición a tolerar casi todo. Es la tolerancia del mal, que ya hemos denunciado. El laissez faire impregna nuestra atmósfera civil y, desde ella, toda firmeza moral o política obtendrá enseguida fama de intransigente. Se ha pasado del fanatismo de la fe de unos pocos al fanatismo de la increencia de los más y, por miedo a pecar de dogmatismo intolerante, se practica el dogmatismo de la tolerancia hacia una amplia gama de fenómenos emanados de ella misma.
No sería el menor la renuncia a la verdad práctica, vale decir, a la búsqueda de la opinión mejor fundada. Se da por supuesto que de la opinión sólo cuenta el derecho a expresarla; ya no hay que contraponer unas a otras, para medir su coherencia lógica o sustento argumental, sino yuxtaponerlas una tras otra. He ahí un totalitarismo de la opinión, cuyo mensaje predica que todo lo moral o político es opinable y que de ello no cabe más que opinión; que cada cual puede dar la suya y que todas las opiniones valen aproximadamente lo mismo. No es de extrañar que esta tolerancia al uso no avance un palmo en el acercamiento entre las posiciones distantes, porque tampoco lo pretende. Se vocea como una libertad para aislarnos del otro, no para comunicarnos con él. La antiilustrada cultura de masas no pide que nos atrevamos a saber, sino que nos atrevamos a opinar hasta de lo que no sabemos…, porque todo nos será tolerado.
Pero tal vez sea en el terreno político donde sus nocivos efectos se hacen más visibles. La entera ciudadanía no se concibe como un público capaz de razonar, sino como un entramado de intereses singulares que, puesto que son válidos (que cuentan con derecho de expresarse), resultan ya sólo por ello valiosos. En suma, la tolerancia es entendida como un punto de llegada de la política, y no como un presupuesto básico para afrontar la deseable conciliación de diferencias. La desmoralización causada por esta tolerancia indiscriminada se echa de ver con el mayor dramatismo en las coyunturas en que abiertamente se desafían las instituciones políticas básicas de una sociedad y se amenazan las libertades individuales. Es entonces cuando muchos ciudadanos experimentan estar moralmente desarmados a fuer de tolerantes, lo que es una poderosa razón para permanecer espectadores. Son los mismos que pueden volverse los mejores portadores de cualquier totalitarismo futuro, según nos previno Hannah Arendt: “El objeto ideal de la dominación autoritaria no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino las personas para quienes ya no existen la distinción entre el hecho y la ficción (la realidad de la experiencia) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, las normas del pensamiento)”. A fin de cuentas, si nada es verdad, ¿qué puede oponerse a la falsedad?
Habrá que aventurarse a ir más allá de la tolerancia. Para escapar de aquella anemia moral propia de la tolerancia indiscriminada del espectador, la tolerancia pasiva ha de dar paso a otra activa de mayor interés por los otros. El primer cometido de la tolerancia sería asegurar los derechos de los diferentes e incorporar esos derechos al ordenamiento legal. Pero, una vez alcanzado ese mínimo, se diría que el sujeto moral no debe detenerse. Como virtud, la tolerancia debe continuar su tarea más allá de la plasmación efectiva que recibe en nuestras instituciones políticas.
Hay situaciones en que su versión pasiva o negativa resulta del todo contraproducente y la positiva se queda demasiado corta. Verbigracia, si de una determinada doctrina u opción política -dadas las circunstancias presentes o la certeza de otras variables futuras- se presumen efectos públicos indeseables, no podemos acudir a evasivas tolerantes. Nos asiste entonces el derecho moral y nos empuja el deber no menos moral de denunciar el daño probable. Si en tal sociedad se cultivaran ciertas doctrinas irrazonables del bien (incompatibles con la idea de democracia, por tanto), tarea de la razón pública sería impedir que obtengan “la suficiente difusión como para comprometer la justicia esencial de las instituciones básicas”. Lo escribe Rawls y lo saben de carrerilla nuestros filósofos políticos. Pero ¿querrá alguien pensar si las premisas de un nacionalismo etnicista, por ejemplo, no comprometen esa justicia esencial de las instituciones básicas de una sociedad democrática?
No todo, pues, se ha de consentir sin cuestionar su legitimidad o su oportunidad. En otras palabras, una sociedad democrática no puede ser una sociedad de espectadores descomprometidos.