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Mientras tantoEsa música que suena

Esa música que suena

La vida en Comala City   el blog de Bruno H. Piché

para el soldado GDLM

La idea de emprender un viaje guarda claves que no siempre conocemos. O mejor dicho: ignoramos casi siempre. Fernando Pessoa formulaba esto en los siguientes términos: “¡Viajar! ¡Perder países! / ¡Ser otro constantemente!”.

Me ha ocurrido en un par de ocasiones hacer la maleta siguiendo la ilusión de un proyecto que cada vez termina por volverse imposible: concluir capítulos, cerrar círculos, decir bye-bye, au revoir, Auf niemals!

Harto del rincón del este europeo donde habito y sin ganas de ir a amontonarme en ningún lugar del continente durante el obligado mes de vacaciones, ciertamente harto hasta de mí mismo, decidí cruzar el Atlántico luego de poco más de medio año de haber volado con boleto sencillo desde la orilla originaria, por llamarla de alguna manera.

El lugar que elegí para viajar, después de pensarlo como si estuviera considerando no regresar al rincón en el que ahora habito, me causó cierto asombro ―aunque también pareció una decisión natural, si es que tal cosa existe más allá de los límites que, por definición, impone la sesera.

Me refiero al estado de Michigan, en el norte del Midwest americano. Y de manera más reticular aún, al agradable y tranquilo barrio que habité hace ya algunos años: Royal Oak, suburbio cercano a la ciudad de Detroit pero ubicado lo suficientemente lejos para olvidar que uno está en los célebres territorios —y también siniestros, como de fin del mundo— de Motor City.

¿Qué es exactamente lo que buscamos cuando volvemos a un lugar que nos resulta familiar, incluso íntimamente conocido? Respirar aires que nos son únicos; revisitar paisajes que, distorsionados de una u otra manera, llevamos en la memoria; buscar algún rostro conocido; descubrir que somos los mismos personajes ajenos que fuimos desde nuestro arribo, desde el primero hasta el último día; descubrir, al contrario de Ulises, que Argos, el célebre perro poseedor de un olfato a prueba de intrusos y embusteros, ni siquiera levanta la mirada a nuestro paso…

Sin duda en semejante trance ocurre todo lo anterior, excepto, en mi caso, la nostalgia, a la cual el paso de los años me ha vuelto inmune e insensible. A ratos, por días y hasta semanas enteras, puedo ser el tipo más melancólico del planeta, pero contra la nostalgia parezco haber recibido, no sé bien en qué momento de mi vida, una potente y eficaz vacuna. Tengo y mantengo, desde luego, añoranzas —así en plural— por lugares muy específicos, por ciertas personas que se han ido o a quienes es cada vez más complicado volver a encontrarse.

Quizá por esa razón decidí regresar a Royal Oak, Michigan: porque sé que, a estas alturas, hay rostros, paisajes, cierta luz irrepetible, ciudades calles, que esas sí no volveré a ver jamás.

Puedo reportar que el balance, en general, ha sido bueno. Ni me ha entrado la euforia ni he caído en estados depresivos. Royal Oak sigue siendo más o menos tal como yo la recordaba, incluso un poco mejor: me ha servido para no olvidar que es de buenas maneras y gente civilizada dar los buenos días y saludar a los extraños con quienes uno se cruza en la calle, cosa que ―pobrecitos— a los eslavos no se les da ni en broma. Vistos desde este otro lado del mundo, me parecen más o menos como son: desconfiados, sobre todo de ellos mismos y ya no se diga de quien viene de fuera, acostumbrados a la indiferencia, a la destrucción ―antes y después del socialismo, ahora en el capitalismo tardío— y a perpetrar carnicerías y genocidios. Recuerdo cuando el tarado que me renta un apartamento a precio de oro, orondo profesor universitario, me dijo con la seguridad que otorga ser un total pendejo: a los judíos, nosotros los polacos siempre los tratamos muy bien. —¿Y, le respondí no sin cierta indignación, los judíos no eran también polacos o qué?

Es cierto que la civilización estadounidense no es ajena a los históricos baños de sangre. Pero caray, en general también prevale el imperio de los buenos modales, la cortesía, el tipo de  cortesía a la que obliga, si se quiere, trabajar por buenas propinas en los bares de la Main Street del pequeño downtown de Royal Oak: a cambio de una sonrisa y de recibir un buen trato, yo me desprendo sin pensarlo dos veces de los últimos dólares que traigo en la cartera. Sin problemas. Sea en el bar, sea al icónico sitio donde llevé a lavar mi ropa.

Escribo estas líneas a la víspera de mi regreso, encerrado placenteramente en mi cuarto de hotel, a salvo de la demasiada humedad y de los arteros 31 grados centígrados de infierno callejero, no importa que esta sea, en efecto, la ciudad de los grandes y admirables robles del Midwest. Sigo sin saber con precisión qué me trajo de vuelta, no se diga acabar de enterarme qué encontré al caminar, transcurridos los suficientes años, sobre mis propios pasos. Lo único cierto es que no habrá otra vuelta más por estos pagos.

La lectura de los recientemente publicados tres primeros volúmenes con los Diarios de Alejandro Rossi, quizá no fue la mejor compañía durante estos días de viaje. Varias noches, entre el melodrama televisivo de las próximas elecciones y cierta angustia y desazón que he experimentado algunas ocasiones al inicio de la solitaria noche nórdica, mi admirado Rossi cuya relectura ―en esta ocasión el descubrimiento de un nuevo autor, o de la nueva obra, yo diría que mayor: en otro momento me ocuparé aquí de ella, de uno de los pocos autores con los que mantengo una relación estrechísima, imposible de definir— siempre es causa de nuevos hallazgos, de renovadas dichas y aprendizajes, decía, esta vez , en medio de la noche de Michigan me resultó a ratos un espejo incómodo, una voz un tanto patibularia, profética. Espero que no lo sea.

Al igual que otros pasajes, este que reproduzco aquí me resultó, me resulta hasta este momento, inquietante. A despecho de la mítica revista Vuelta, de la que fue fundador a lado de Octavio Paz, Rossi ―con 52 años cumplidos— se refiere a su vínculo con otra leyenda editorial de la lengua española: la revista Sur de Victoria Ocampo, de Borges, de Bioy y Pepe Bianco:

9 9 84

[…]

Mi lengua literaria se formó allí. El español que ellos inventaron es el que yo no solo admiro sino el que de algún modo me constituye. Hay otros autores, es verdad, pero el río primero y central son ellos. Es todavía la música que yo sé escuchar y tal vez tocar […] Entre la vaguedad de mis patrias, tengo cuando menos ese territorio mental, esa zona en la que no necesito pasaporte.

Viene a cuento este pasaje por una razón completamente personal, no por ello menos válida. La otra tarde, justo al descender el sol, cuando los cielos rojizos del verano en esta parte del mundo empiezan a cederle lugar a los primeras oscuridades de la noche, me encontré con uno de esos especímenes en franca extinción en las principales ciudades de este país, costa a costa, desde los Ángeles y Chicago hasta Nueva York, gracias a la edad idiota en que vivimos: una librería de segunda mano, escondida en una calle de negocios más bien discretos, alejada del ruido de la Main Street y con un nombre memorable, Paper Trail Books, 414 S. Washington Ave, Royal Oak, MI 48067.

Mil veces habré cruzado en mis caminatas esa misma dirección, así que le pregunté al encargado cuándo es que habían abierto ese negocio de títulos selectos, ediciones de colección sin aspirar a la inutilidad y la bobería de la bibliomanía: un año después de mi partida.

Claro. Tenía que ser así. Algunas cosas, muy pocas, poquísimas, sí cambian para bien.

Extraje de la pequeña ―y cuidada— sección de poesía, extraje un volumen agradable al tacto y a la vista, no se diga a la lectura: la antología titulada, sencillamente, Good Poems, de Garrison Keillor, cuentista en serio y reconocido anfitrión y animador del legendario programa sabatino de la radio y la televisión públicas, A Prairie Home Companion.

Apenas hojeé la antología, organizada siguiendo no un orden autoral, sino temático. Abrí la sección de “Música” y me encontré con un poeta que desconocía: Robert Phillips, y su poema, que aquí traslado al español, “Instrument of Choice” (El instrumento elegido):

Era una chica

a la cual nadie escogía

para equipos ni clubes,

bailes ni citas,

 

así que ella eligió el instrumento

que nadie más quería:

la tuba. Grande como ella misma,

pesada como su propio corazón,

 

sus tubos dorados

sus espirales y caracoles

la envolvían como el abrazo de un amante.

El cuerpo del instrumento apretando contra el cuerpo de ella.

 

En su boquilla ella soplaba

pura vida, el oompah se escuchaba

desde lo más profundo de su garganta.

oompahs que sonaban

casi como los gritos del coito.

Habré regresado a este lugar ya conocido y sin falta me largaré en unas cuantas horas más, para mi poca fortuna no precisamente al ritmo de esas altas notas proferidas por una tuba ebria de exaltación. Sin embargo, creo empezar a entender por qué demonios vine, cuál fue la razón que me hizo volver aquí, aquí y a todas partes: ni modo, yo también floto ―parece probable que los budistas tengan razón: ahí andamos todos chapoteando en el samsara, en un océano de vaguedad ―más acertado sería decir: de vaguedades―, y suena aquí y en otros sitios en los que he vivido mil vidas, en las voces distantes de un pequeño puñado de amigos, esa extraña, remota, música que todavía sé escuchar. Y también tocar, en los raros y mejores momentos.

 

 

 

 

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