No acostumbro mirar las conferencias cotidianas del doctor Hugo López-Gatell en las que rinde su informe estadístico del COVID-19 en territorio mexicano. Pero ayer lo hice y me encontré con un diamante en bruto, digamos que mediático, que me retrotrajo a la historia antigua de nuestra democracia, hoy tirada de un borrón al basurero de la historia por quienes aspiran a… la verdad ignoro a qué.
Sí sé que en la primavera de 1997 mi generación asistía a las insólitas —seré cursi, las llamaré históricas— jornadas democráticas de la primera elección del jefe de gobierno del entonces Distrito Federal y con las cuales México comenzaría a dar un adiós definitivo al pleistoceno político. Las primeras encuestas le otorgaban la ventaja al candidato del Partido Acción Nacional, Carlos Castillo Peraza, cuya modestísima popularidad en la gran ciudad provenía de la presidencia nacional del PAN en tiempos del cólera electorero y de ser, quizás, el último político e intelectual (estudios en Roma y Friburgo, conocedor potente de la obra de Maquiavelo) con el que algunos de nosotros tuvimos ocasional y memorable contacto. Su contendiente por el PRD era el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, el candidato y líder histórico del fraude electoral de 1988.
Castillo Peraza era un orador formado en la discusión universitaria, sin excluir los ardores de la escolástica, sin duda fogueado en la oposición y los debates parlamentarios de la cámara de diputados. Ante las rigideces o defectos de origen de los candidatos del PRI y del PRD, Castillo Peraza parecía tenerlo todo para dar la pelea. Su suicidio político empezó cuando se enojó con la prensa y al abrir así un frente extra al bronquearse con los medios de comunicación. A estos les exigía cierta ética, que no fueran impunes, igual que hoy. A los reporteros de la fuente, que ni lo conocían ni les interesaba la política, más o menos igual que hoy, llegó a llamarlos “pendejos”, alterado y harto de las entrevistas de banqueta. El culmen de este pleito ocurre a su arribo a un acto de campaña al gobierno del estado de Michoacán. Ante las cámaras de televisión, pierde la calma y responde a la consabida pregunta acerca de sus tenebrosos pactos con el gobierno federal: “¡Esas son chingaderas, señorita!” Por si fuera poco, el candidato ofrece su cabeza al enfrascarse en un debate sobre el uso del condón con nadie menos que ¡Carlos Monsiváis!
La historia es conocida, aunque ya no importe. Ya no se sabe quién se ha degradado al nivel de quién. El episodio entre un desesperado López-Gatell, quien acaba de explicar con peras y manzanas qué es una progresión exponencial y una reportera oculta detrás de su tapabocas, de una sintaxis que deja mucho que desear y de una pasmante alusión a Carlos Salinas de Gortari (“ni los veo ni los oigo”) cuyo origen ignora, es sintomático de los tiempos por venir.