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Escenas de lectura. En torno a Ricardo Piglia y el día que conoció a Borges

“Hizo que le tocara la cabeza para notar la cicatriz que dio lugar a El Sur. No fue posible percibir ninguna marca, pero sentí que el acto era, en algún sentido, un ritual para él”

Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi

 

Un lunes. Pero no un lunes cualquiera. Ese lunes 27 de septiembre de 1965, Ricardo Emilio Piglia Renzi interrumpe su diario con una entrada que fuerza al lector a detenerse: “Encuentro con Borges”. Para ese entonces tiene veinticuatro años. Ha pasado la semana anterior –tal y como leemos en las páginas que le preceden– envuelto en las típicas andanzas de un intelectual de veinticuatro años: se ha emborrachado con sus amigos, ha escuchado en un bar local a una joven folklorista de nombre Mercedes Sosa, ha leído a Hegel y ha preparado una clase. En una de esas noches de parranda, incluso, ha terminado en la cárcel. Nada de eso, sin embargo, importa al momento de escribir, en la entrada del 27 de septiembre de 1965: “Encuentro con Borges”. Nada de eso importa al momento de anotar, inmediatamente seguido: “Sensación de estar frente a la literatura”. El muchacho de veinticuatro años que escribe esto, el muchacho que sentado frente a Borges cree sentirse frente a la literatura misma, no es todavía un escritor. Al menos no ha hecho eso que algunos dicen hacen los escritores: no ha publicado un libro. Ha publicado, es cierto, unos cuantos cuentos, ha colaborado en revistas, incluso ya comienza a imaginar lo que será su primer libro, Jaulario. Pero no ha publicado un libro. Su diálogo con la literatura es por ende puro, idealista, directo como lo son las religiones.

 

Podemos imaginar entonces el carácter fundacional de lo que se relata en la entrada de ese lunes: la forma en la que Borges, ya para ese entonces con la ceguera a cuestas, anima al joven aspirante a escritor a que toque su rostro, a que busque la cicatriz que dio lugar a El Sur. Podemos imaginar al joven Piglia, con los espejuelos de lector que lo caracterizarán de por vida, arrimándose a la cara del maestro y buscando, con un tanteo indeciso y nervioso, la cicatriz de ese accidente que marcó la entrada definitiva de Borges en la historia de la literatura. Como fisgones literarios, accedemos así a una escena que despliega un juego de mitos de origen. Por un lado Borges, mostrando la cicatriz de ese accidente que lo llevaría al borde de la muerte por septicemia, pero que a su vez le regalaría el argumento de dos cuentos que cambiarían la historia de la literatura en castellano: El Sur y Pierre Menard, autor del Quijote. Y por otro lado el joven Piglia, que mientras toca indeciso el rostro del maestro –ese rostro que en mucho se asemeja al rostro de la literatura misma– esboza sin darse cuenta una metáfora perfecta de lo que pronto se convertirá en su poética: esa forma en la que su obra se convertiría, a través de los años, en una gran búsqueda de la esencia de lo literario.

 

Encuentro con Borges: Sensación de estar frente a la literatura”. Lo que la magnífica escena de ese lunes 27 de septiembre de 1965 esboza es el mito de origen de un escritor que no se contentaría simplemente con narrar excelentes historias, sino que se adentraría en los libros siempre con la intención de hallar el origen mismo de la ficción –esa cicatriz de nacimiento de lo literario– aún a sabiendas de que tal vez tal cosa no existe o, si existe, le pertenece asimismo al mundo de la ficción. Por decirlo de otro modo: la escena esboza la forma inicial de un mundo literario dentro del cual la lectura y la escritura se invierten y se confunden con la misma extraña valentía con la que un lunes de otoño Borges ofrece su rostro como evidencia de una vida vivida literariamente.         

 

 

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En los años que siguen ese muchacho de espejuelos gruesos y pelo riso intentará desenvolver las consecuencias de esta escena inicial. Intentará, por así decirlo, pensar lo que podría significar vivir literariamente. Evitará las respuestas fáciles: el malditismo romántico, el dandismo literario, la figuración del intelectual público. Heredero de Borges, pero también de Macedonio Fernández, contemporáneo de Italo Calvino y de Juan José Saer, Ricardo Piglia lo apostará todo una propuesta más sencilla: vivir literariamente significará –para él– elucidar lo que significa ser un lector.

 

 

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No extraña entonces que a Piglia le guste recordar una frase de William Faulkner: “Escribí El ruido y la furia y aprendí a leer”. Magistral, agudo como pocos, el argentino ha dedicado su carrera como escritor y crítico a desenredar los nudos narrativos que se esconden detrás de esta paradójica declaración. Al cabo de cinco décadas, el nudo sigue desenrollándose y sirviendo de tela para una prolífica obra en la que la ficción y la crítica se entretejen y se confunden con una singular voluntad poética. Desde su primer libro de cuentos, La invasión, publicado en 1967, hasta la primera entrega de Los diarios de Emilio Renzi, publicada hace solo unos meses, Piglia ha logrado construir una épica literaria en la que el lector se establece como protagonista y héroe. Concebida como una vasta investigación literaria dentro de la cual el género policial convive con los experimentos de la vanguardia, dentro de la cual la crítica literaria convive con la ficción, la obra del argentino esboza un impresionante tapiz conceptual dentro del cual logramos distinguir la silueta, siempre esquiva, de un lector valiente que se lanza en busca del origen de la ficción. El que narra, parece sugerir Piglia, relee la historia de la literatura como si investigase las huellas de esa forma inicial o primer relato que da título a este libro de conversaciones y entrevistas. El que narra intenta encontrar esa cicatriz que un lunes de otoño Borges ofreció al tacto de un joven profesor de letras.

 

 

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No ha de extrañar tampoco que Piglia imagine la historia de la literatura como una gran escena en la que la lectura y la escritura coinciden. Tomando prestada la imagen esbozada por E. M. Forster en Aspects of the Novel, al escritor le gusta imaginar la tradición literaria como una enorme sala del Museo Británico dentro de la cual todos los escritores, pasados y presentes, yacen sentados simultáneamente, escribiendo. La imagen, potente y utópica, se deshace de la falsa linealidad de las historia de la literatura y opta en cambio por imaginar la tradición literaria como algo que se reformula en un presente continuo. A Piglia podríamos perfectamente imaginarlo dentro de esta enorme sala de lectura. Sería el escritor inquieto y travieso que se niega a sentarse, que camina por las mesas de esa sala infinita y se limita a leer, citar e interpretar la tradición literaria que allí se escribe. El escritor que escribe leyendo. Podríamos imaginarlo fácilmente saltando de la mesa de lectura de Borges a la de Arlt, de la de Henry James a la de Macedonio Fernández, de la de mesa de Sarmiento a la de Italo Calvino. De vez en cuando sacaría un libro de algún estante y se sentaría a leer en alguna esquina, hasta que una nueva inquietud lo forzara a visitar la mesa sobre la cual trabajan Joyce o Kafka. La gran intuición de Piglia quedaría sintetizada así en la imagen de su peregrinaje: escribir es, a fin de cuentas, reinterpretar la historia de la literatura. Con la maestría de un Glenn Gould, Piglia reinterpreta y reescribe la historia de la literatura como si de una partitura musical se tratase.

 

 

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En su caso, la idea de que toda escritura es, a fin de cuentas, reinterpretación y relectura, ha terminado por producir una de las obras más originales y singulares dentro del ambiente literario hispanoamericano, una obra que no vacila al momento de mezclar géneros y técnicas. Desde su fantástico debut en 1967 con el libro de cuentos La invasión, pasando por su ya mítica primera novela Respiración artificial (1980), hasta llegar a los más recientes Blanco nocturno (2010) o El último lector (2005), la obra de Piglia se lanza a reformular lo que pensamos por literatura. En la tradición de lo que algunos han llamado ficción especulativa, su obra se deja guiar por una intuición fundamental: aquella que dicta que también hay una pasión detrás de las ideas, una pulsión emotiva detrás del lente crítico. Y es precisamente esta pasión la que queda retratada en La forma inicial, este nuevo libro en el que Piglia, en conversación con amigos, estudiantes y colegas, nos regala una suerte de compendio desde el cual comprender tanto su modo de lectura como sus modos de escritura. “Se trata de leer como lee un escritor”, aclara el argentino varias veces a través del texto y la verdad es que se trata precisamente de eso. La forma inicial recoge muchas de las grandes ideas y obsesiones que atraviesan su obra. Independientemente de si está hablando sobre los mitos de origen de los escritores o sobre lo que significa escribir un final, sobre el secreto y su rol en la nouvelle, o sobre el psicoanálisis como relato de masas; independientemente de si el autor en cuestión es Juan Carlos Onetti o Henry James, Borges o Kafka, lo que este nuevo libro retrata a la perfección es la pasión de un hombre que ha dedicado su vida a trazar la huella inaugural de lo literario.

 

 

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Toda escena de lectura, suele subrayar Piglia, es una escena íntima, un acto solitario y privado. Invitándonos a entrar en la biblioteca de uno de nuestros más grandes escritores, La forma inicial invierte esta propuesta, arrimándonos al sillón de lectura desde el cual, durante las últimas cinco décadas, Piglia ha determinado la forma en la que imaginamos y escribimos lo literario. Una vez allí, instalados junto al maestro, podemos darnos el raro lujo de escucharlo hablar, de verlo leer. Se trata, como todas las escenas de lectura, de una cita utópica, íntima e inolvidable, que nos lleva de regreso a ese remoto lunes de otoño en el que otro maestro, esa vez llamado Borges, le pedía a un joven de veinticuatro años que tocara su rostro en busca de la cicatriz de nacimiento de lo literario. Como entonces, lo que está en juego en estas páginas es nada más y nada menos que una singular propuesta sobre lo que significa dedicarle la vida a la literatura.

 

 

 

 

Carlos Fonseca (San José, Costa Rica, 1987) obtuvo un doctorado en literatura latinoamericana por la Universidad de Princeton. Ha colaborado en revistas literarias como Bazar Americano, Quimera, Buensalvaje y Otra Parte. Es autor de la novela Coronel Lágrimas (Anagrama, 2015). Actualmente es profesor del Centre of Latin American Studies de  la Universidad de Cambridge. En FronteraD ha publicado ‘Pasos perdidos’: una generación cautiva en Perú.

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