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Esclavitud de ayer, esclavos de hoy

 

Nací siendo esclava. Mi madre y mi padre eran esclavos de una familia y sus padres fueron también esclavos de la misma familia. Desde que fui lo suficientemente mayor como para poder andar, he estado forzada a trabajar todo el día para ellos. Nunca teníamos días libres. Trabajábamos incluso aunque estuviéramos enfermos”. Este relato parece sacado de una crónica de la esclavitud norteamericana del siglo XVIII. Sin embargo, es la historia real de Atooma, que nació en Sudán en 1956, y narra sus recuerdos en Jartum, la capital del país.

       Cuando no era más que una niña, empezó a ocuparse del trabajo de su madre, cuidando de la primera esposa del cabeza de familia y de sus quince hijos. “Cada día, a las cinco de la mañana, tenía que prepararles el desayuno. Primero iba al mercado para hacer la compra. Incluso antes, buscaba agua y leña para hacer el fuego, porque por entonces no existían las comodidades que hay hoy en día”, recuerda con pesar.

       “Tenía que cocinar todas las comidas, lavar su ropa y cuidar de los niños. Incluso si uno de mis propios hijos estaba herido o en peligro, no podía atreverme a ayudarle porque tenía que vigilar en primer lugar a los hijos de la esposa de mi amo. Si no lo hacía así, me pegaban. Me pegaban muy a menudo, con un palo de madera o un cinturón de piel”. Atooma consiguió escapar de la propiedad donde había transcurrido toda su vida y llegar, después de muchas vicisitudes, a la capital. Ella, como muchos otros, esperaba poder mejorar sus condiciones de vida y conseguir un empleo que le permitiera mantenerse dignamente. La realidad fue muy diferente a como ella la imaginaba en los escasos momentos en los que podía dedicarse a pensar en sí misma.

       Comprender esta realidad de sometimiento para miles de personas en el país más grande de África requiere imaginar un viaje a través del tiempo que comenzó con la llegada de la dominación árabe. El propósito era islamizar ese conglomerado de pueblos que conformaban lo que hoy se conoce como Sudán. También es necesario entender por qué el islam, que considera a todos los seres humanos iguales ante Dios, ha consentido estas prácticas.

       Los musulmanes dividen el mundo en el Dar al-Islam -Casa de la Paz-, la tierra habitada por ellos mismos, y el Dar al-harb -Casa de la Guerra-, la tierra hostil donde la ausencia de la ley islámica legitima el derecho de sus defensores a invadirla y apoderarse de sus habitantes. De este modo, la persona esclavizada siempre es un infiel capturado en una guerra justa o un hijo de infieles vendido en el mercado esclavista. Lo primero que debe hacer todo buen musulmán con el infiel capturado es convertirlo al islam. Si el infiel ha dejado de serlo, la causa primera para esclavizarlo ha desaparecido, así que, consecuentemente, debería cambiar su condición y ser liberado. ¿Por qué esto no sucede? Porque entonces dejaría de ser una fuente constante de ingresos. Pero admitir este hecho supondría aceptar que las guerras se llevan a cabo más por razones puramente económicas que religiosas. Por tanto, es necesario dotarlo de una consistencia legal.

       Una fatua de 1629 dice sobre la cuestión que “dado que esta gente fue conquistada en el momento de su infidelidad, su posterior conversión al islam no les libera de ser tomados como esclavos. Por consiguiente, sus dueños tienen el derecho de guardarlos como tales”. Así se resuelve el problema. Pero aparecen otros.

       El islam establece que toda criatura creada por Dios merece una consideración. A partir de esta idea surgen dos factores. Por un lado, la pertenencia a un linaje, fundamental en el mundo musulmán y del que carecen los esclavos. Esto les sitúa en clara desventaja social y les convierte en unos parias. Por otro lado, al contrario que en el caso de la esclavitud en América o Europa, en Sudán los esclavos son considerados personas. Estas personas, que han perdido a su familia, pasan a formar parte de la de su amo, y parece ilógico pensar que haya que ejercer la violencia para que sigan formando parte de ella. De esta manera se encuentran a merced de la bondad de sus amos que, si lo consideran conveniente, les someterán a malos tratos, como teóricamente lo harían con cualquier otro miembro de la familia. De esta manera los esclavos, al encontrarse integrados en el sistema familiar, reciben esa consideración debida y pasan a formar parte de una especie de sub-linaje, dentro del linaje de sus amos.

 

 

       Esclavos como Atooma han nacido dentro de la familia. Se consideran parte integrante de ella y, como buenos musulmanes, consideran que es Dios quien les ha llevado a esa familia. Abandonarla sería pecar de impiedad. Los malos tratos, a pesar del relato de Atooma, no están generalizados en las relaciones amo-esclavo y dependen del particular carácter del dueño. En general, los esclavos son considerados como menores, carentes de capacidad de decisión y de reflexión madura, y necesitados, por tanto, de una guía constante. Si requieren unos azotes, se les dan y si lo que necesitan es un castigo o una reprimenda, también.

       Estas circunstancias hacen que la esclavitud no sea percibida como tal, incluso por los propios intelectuales del país. Es por ello que la lucha para erradicarla tiene que venir de las organizaciones no gubernamentales occidentales que se encuentran trabajando allí.

       En 1898, Sudán pasó a ser una colonia más del imperio británico, integrándose en una estructura que llevaba consigo, ineludiblemente, la abolición legal de la esclavitud. Sin embargo, el hecho de que hubiera que reforzar de manera constante las leyes abolicionistas, sobre todo en la década de 1950, nos hace suponer que, de facto, la liberación estaba desprovista de contenido real. Obedecía más a un lavado de conciencia frente a las potencias mundiales que a un deseo real de acabar con ella. De hecho, nunca se creó organismo alguno para llevarla a cabo, ni se pusieron en marcha las medidas necesarias para comunicar a la población esclava que había dejado de serlo. La prueba de la consideración que alcanzaron las primeras medidas abolicionistas entre la población local la tenemos en la respuesta que dio el ulema de Jartum, Sheik Muhammed Fadul, proclamando “la legitimidad de la esclavitud en el islam en general”.

       El desarrollo de la guerra entre el norte y el sur, que se inició desde la misma independencia de Gran Bretaña en 1956 -y que únicamente se ha visto interrumpida entre 1972 a 1983-, propició un aumento del tráfico de esclavos, ante la indiferencia, cuando no la propia complicidad, de los sucesivos gobiernos sudaneses. Este conflicto que, como muchos otros, se disfraza de guerra religiosa entre el norte musulmán y el sur animista y cristiano, tiene su origen en las profundas diferencias étnicas, culturales, religiosas y sociales que separan a ambas zonas, pero que fueron unificadas por las potencias europeas que trazaron el mapa de África sobre la base de sus propios intereses económicos y políticos. A todo esto se añade la circunstancia de que el sur siempre ha sido visto por las gentes del norte como el lugar donde obtener recursos económicos, ya sean materias primas, animales o personas.

       En algunos medios se señala que el principal objetivo de las incursiones de las tribus árabes de Darfur y Kordofan, -los baggara-, en las tierras habitadas por los denka del norte de Bahr el-Ghazal y Abyel es el robo de ganado. Si bien los baggara se apoderan de los animales que se encuentran a su paso, su principal objetivo es la captura de quienes los custodian y que constituyen la principal fuente de riqueza. Todo ello aderezado con un componente ideológico: el gobierno les apoya y les proporciona armas porque los denka, supuestamente, apoyan al Ejército Popular de Liberación de Sudán (SPLA, en sus siglas en ingles). Las razzias, principalmente de mujeres y niños, no han dejado de producirse desde entonces y se cuentan por miles los habitantes de esas zonas desplazados hacia el norte para servir a sus habitantes. Diez años después del comienzo de la segunda guerra civil sudanesa, se estimaban en unos 14.000 el número de hombres, mujeres y niños denka capturados.

       Gracias a Atooma se sabe que hay esclavos que logran escapar de sus amos y llegar hasta la capital, donde piensan que no existe la esclavitud y podrán ganarse la vida con un trabajo libre y remunerado. Nada más lejos de la realidad. En la capital, si son hombres, los esclavos trabajan en los negocios de sus amos. Si son mujeres, en el interior de sus casas, y lo único que reciben a cambio es un rincón donde dormir. A veces hasta un jergón, un plato de comida y algo con que cubrir sus cuerpos. En muy raras ocasiones, unas pocas monedas.

 

 

       La situación de las mujeres esclavas es aún más extrema que la de los hombres. La mayoría, en cuanto alcanzan la pubertad, pasan a ser concubinas de su amo. Al alcanzar la mayoría de edad se acogen a las leyes abolicionistas que les permiten obtener la manumisión, pero deberán dejar el hogar de sus amos abandonando a sus hijos. Éstos, además de ser de su propiedad, son hijos naturales suyos y el amo siempre puede hacer valer este derecho que prima sobre cualquier otro.

       En el caso de que no hayan pasado a ser esclavas sexuales de ningún miembro de la familia, ni tengan hijos, tendrán más fácil el camino hacia la libertad. Una vez en la calle, el trabajo que ellas saben realizar ya está cubierto por las esclavas domésticas. Nadie les va a pagar por lo que otras hacen gratis. La única salida que les queda es ejercer la prostitución. Esta fue la única posibilidad de sobrevivir que encontró Atooma nada más llegar a Jartum. Sin embargo, tuvo suerte y conoció a alguien que la puso bajo la protección de una ONG. Actualmente, vive en un campo de refugiados a las afueras de la capital, ha aprendido a leer y a escribir y hace trabajos de artesanía que comercializa a través de la propia organización que la acoge.

 

El caso de Najuro

Nanjuro es una de esas mujeres que ha conseguido sobrevivir y llegar a la capital. “Una mañana cogí una calabaza y me fui al río a recoger agua con mi amiga Meru. Nos quedamos un rato hablando y jugando. Cuando ya casi la tenía llena oímos unos disparos. Cogí la calabaza y subí corriendo por la orilla. Oí a mi amiga gritar: ‘Nanjuro, ¡corre! ¡rápido, vamos!’. Pensé que tal vez hubiera visto una pitón. Me asusté porque podría morderme. Había avanzado un poco más cuando Melu dijo: ‘¡Nanjuro, date prisa! Son soldados, corre para que no muramos”, recuerda aún con miedo.

       Nanjuro y su amiga huyeron siguiendo el pequeño arroyo hasta llegar al lugar donde se une al río Sisi. Entraron en un poblado abandonado. Cuando se iba a esconder entre los densos matorrales vieron a unos guerreros corriendo tras ellas. Oyeron a los guerreros gritar: “¡Alto! ¡Alto u os disparamos!”. Se detuvieron y las capturaron.

       Les llevaron junto a otras personas de su poblado que también habían sido capturadas y juntos emprendieron la marcha, apiñados como si fueran animales, ganado. Los hombres cogieron vasijas y gallinas del poblado como botín y se las hicieron cargar a las mujeres. Cruzaron el arroyo Sawa. Al llegar a una pequeña colina, las madres estaban exhaustas porque tenían que llevar la carga además de a sus bebés. Fue entonces cuando los captores separaron a los bebés de sus madres, los ataron en paquetes como si fueran maíz y los colgaron de los árboles. Los bebés se quedaron llorando histéricamente mientras sus madres eran llevadas lejos. Después subieron otra colina y llegaron al lugar elegido para el descanso nocturno. Asaron el maíz y las alubias, pero sólo les dieron alubias. “Pedimos agua a nuestros captores. Ellos dijeron: ‘¿Dónde habéis visto agua? Podéis beber vuestra propia orina’. Pasamos la noche con la garganta seca”, exclama. Al día siguiente, a mediodía, llegamos al poblado del jefe Majik. Ahí fue cuando el hambre casi nos devora. “La única comida que nos dieron fue hojas de alubias hervidas”, se lamenta.

       Tres días después, por la noche, los más mayores planearon una escapada. “Empecé a llorar y dije: ‘No vais a dejarme, ¿no?’”. Mi hermana mayor, Natawa, me dijo que me llevaría a su espalda. Al amanecer, me ató a su espalda y nos fugamos. Cuando se hizo de día nuestros captores descubrieron nuestra huida. Siguieron nuestro rastro, justo cuando llegamos a un espeso matorral, nos alcanzaron y nos amenazaron. ‘¡Si intentáis escapar, disparamos!’. Nos quedamos quietas sin nada que decir. Natawa me dejó en el suelo. En aquel momento, pusieron un yugo a los mayores, exceptuando a otra chica llamada Zongoli y a mí, porque éramos pequeñas. Nos llevaron de vuelta al poblado. Pasaron los días y Zongoli, incapaz de soportar el hambre, comió excrementos humanos. No la volví a ver”, dice con tristeza.

       En el poblado le entregaron a un hombre para que trabajara para su mujer y sus hijos. Un día llegó un valaba -un comerciante del norte- que solía matar elefantes y comprar esclavos. Preguntó si allí había alguno que comprar. El hombre para el que Najuro trabajaba le dijo que tenía una niña esclava. “Si te gusta, la puedes comprar”, ofreció con frialdad. “Así pasé a formar parte del grupo de personas compradas por los yalaba que, durante la estación de lluvia, vivían en los alrededores. Allí me agujerearon la nariz y me llamaron Husna”.

 

 

       Durante ese tiempo enfermó y perdió mucho peso. Sus amos se quejaban. “Nos ha costado dinero para nada. Esta niña no nos beneficia en nada”. Durante aquella estación, otro yalaba llegó con marfil a la búsqueda de esclavos en venta. Najuro fue de nuevo vendida. Aquel hombre se mostró amable, le alimentó bien y compró algo de tela para vestirla. “Mi salud mejoró. Cogí algo de peso”, recuerda. Pero fue vendida de nuevo y tuvo un nuevo nombre, Zeenab. Sus nuevos amos se movían en dirección norte. Caminaban constantemente y apenas comía.

       “Un día oímos algo sobre la orden emitida por los blancos que prohibía comprar esclavos. Esto fue porque nos estábamos acercando al territorio donde vivían misioneros europeos”. Uno de los jóvenes que habían comprado les servía de guía. Aprovechando su condición fue a buscar un camino que no pasase por el poblado de los blancos. Los yalaba le dejaron ir. Corrió en busca de los blancos y les contó lo que les sucedía. Estos enviaron un mensaje al comandante del puesto militar de las tropas de la ONU. “Cuando partimos de nuevo -recuerda Najuro- los militares nos estaban esperando. Comenzaron los disparos y los niños corrimos a escondernos, pasamos mucho miedo hasta que todo se calmó y salimos de nuestro escondite. Los blancos nos encontraron y nos llevaron a su poblado”.

       Sólo las mujeres, niños y hombres jóvenes son objeto de estos secuestros. Esta misma utilización selectiva es la manifestada por Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) en un documento interceptado por los gendarmes de Nuakchot, capital de Mauritania, en el año 2008. En él se describe lo que se debe hacer con los secuestrados. “Si hay una mujer entre los secuestrados, se la puede tomar como esposa. Si son militares, policías o agentes secretos, hay autorización para matarlos. Si no lo son, se debe negociar un rescate económico o un intercambio de prisioneros (obtener un rendimiento económico y/o político).”

       La inmensa mayoría de los habitantes del país desconoce la realidad internacional y la existencia de algo llamado Derechos Humanos. Aun en el caso de que la población esclava supiera leer, no podría saber lo que sucede en el mundo ni las reacciones que causa la actuación de sus dirigentes en la opinión pública del mundo occidental. La información que ofrecen las cadenas de televisión y la prensa se centra en el mundo árabe y en la lucha por lograr una mayor pureza islámica. Sólo los dirigentes se ven presionados por las organizaciones internacionales y tratan de que esa presión no trascienda de ninguna manera al pueblo, al mismo tiempo que ocultan esa realidad al exterior.

       Nanjuro vivió bajo la protección de la misión. Fue afortunada. No acabó en la calle buscando algo que comer y prostituyéndose. Allí recibió una educación elemental y supo que había leyes que prohibían la esclavitud. Luego se casó y se trasladó a vivir al poblado de su marido. Al enviudar quedó absolutamente desamparada. Terminó en Jartum, en un campo de refugiados donde vive en la actualidad. Estos campos de refugiados, gestionados por organismos internacionales y agencias no gubernamentales, acogen a miles de mujeres que, poniendo en peligro sus vidas, logran llegar hasta ellos, a veces acarreando sus propios hijos.

       Actualmente se puede decir que las cosas no han mejorado sensiblemente. Paseando por las calles de Jartum se puede distinguir perfectamente a aquellas personas que están sometidas a la esclavitud, sus ropas son andrajosas y muy raramente llevan algún tipo de calzado. Siempre están atareadas y no se paran a charlar animadamente en cualquier esquina, saben que tienen poco tiempo para llevar a cabo las tareas que les han encomendado y que un retraso puede suponer un castigo.

       Paradójicamente, el sur, una de las zonas tradicionales de abastecimiento de esclavos, es la que cuenta con las mejores expectativas. La posibilidad, cada vez más clara, de constituirse como país independiente en el plazo de unos pocos años, le convertiría en un país libre formado por personas libres de decidir su propio destino, sin peligro de ser vendidas como esclavos.

 


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