Las montañas no son estadios donde satisfago mi ambición deportiva, sino catedrales donde practico mi religión. Voy a ellas como la gente que acude a adorar. Desde sus altas cumbres veo mi pasado, sueño con el futuro y, con una agudeza insólita, experimento el momento presente … mi visión se limpia, mi fuerza se renueva. En las montañas nazco de nuevo».
Anatoly Boukreev, In memoriam (1958-1997). Campo Base del Annapurna
Un alpinista sabe que superar la barrera de los 7.500 metros de altitud es entrar en un túnel diabólico. Es como estar sedado, como en otro mundo, pero a 30 grados bajo cero y rodeado de abismos inescrutables. La presión atmosférica en las altas cimas del Himalaya y el Karakórum es tan brutal que el cerebro termina sumergido en una caverna asfixiante donde pensar es un triunfo y dar un paso se convierte en algo penoso. ¿Por qué, entonces, empeñarse en ascender estas montañas? “Porque están ahí”, respondió el escalador suizo Lionel Terray en 1964 poco antes de morir en el Vercors, un monte de dificultad media de los Alpes franceses.
En unos días, la española Edurne Pasaban se enfrentará al reto de cubrir la última etapa para coronarse la primera mujer que asciende los 14 ochomiles de la Tierra. Le faltan dos, el Shisha Pangma, de 8.027 metros, y el temible Annapurna, de 8.091 metros. Compite por la gloria contra la coreana Oh-Eun-Sun, que ya está en la zona para trepar casi como una reinona hasta la cima del Annapurna y entrar en el Olimpo de los himalayistas. Pero el caso de ésta es algo controvertido. En 2007, cuando decidió participar en esta carrera, sólo había coronado cinco de sus actuales 13 ochomiles. Entonces, se rodeó de un grupo fortísimo de sherpas que comenzó a equiparle las montañas, a abrirle las vías con antelación, a marcarle las sendas más cómodas, mientras ella se trasladaba en helicóptero de un campamento base a otro. En 2008, encadenó de una tacada el Makalu, el Lhotse Shar, el Broad Peak y el Manaslu. De repente, se volvió sobrehumana. En 2009 sometió al Kangchenjunga, el Dhaulagiri, el Nanga Parbat y el Gasherbrum 1. Ocho gigantes en dos años. Un récord de otra dimensión. Reinhold Messner, el más grande, necesitó 16 años para completar la gesta.
El último asalto de la batalla entre Pasaban y Oh-Eun-Sun comienza este mismo mes de marzo y será a brazo partido. “El objetivo es ganar. La dificultad de la vía para la ascensión es lo de menos. Lo único que me interesa es llegar”, explica la vasca a punto de embarcarse en un avión rumbo a China donde comenzará su aclimatación a la altura. Pasaban sudará miedo y coraje a partes iguales. Es una extraña reacción que sólo se tiene en las situaciones extremas, sin distinción de sexo, porque durante años se pensó que era una experiencia reservada a los hombres. Hasta que surgió la polaca Wanda Rutkiewicz. Con un estilo implacable, ascendió ocho cumbres. En su novena cima, el Kangchenjunga, de 8.586 metros, la devoró. Con su desaparición resurgió una vieja maldición china que marcaba un límite: cualquier mujer que ascienda el K2, termina muriendo en otra expedición. Un mito absurdo.
Pasaban, ojos grandes como platos, sonrisa dulce y físico compacto como un roble, coronó la montaña maldita en 2004. Aunque no cree en esas leyendas, reconoce que por primera vez en su trayectoria deportiva le han asaltado las dudas. “Me han surgido variables mentales que hasta ahora esquivaba con la ilusión. Pensamientos como el no regresar, el miedo a lo que nos puede deparar esos dos montes que faltan ahora que termina el reto”, confiesa con un tono de voz bajo y sostenido. Como si escondiera una oración. La estrategia diseñada es coronar por fin el Shisha, después de cuatro intentos fallidos, y aprovechar los beneficios que le puede proporcionar la altitud para así encadenarlo con el legendario Annapurna, una tumba piramidal que tiene el dudoso honor de ocupar el primer lugar en la estadística de desgracias. “Llega un momento en el que lo que más te preocupa es la muerte, la familia que sufre tu ausencia”, añade Pasaban. Pero el sueño de los ochomiles le puede a esta mujer de estirpe valerosa. “Todo me ha ido bien hasta hoy. Sé que hay gente que hace cosas más complicadas que yo, pero vivo del alpinismo, que es superdifícil, y eso me hace una privilegiada”, concluye la himalayista vasca.
Juanjo San Sebastián, un cincuentón fibroso y fuerte, pelo muy corto y conversador nato, tiene otra filosofía. Perdió ocho dedos de sus manos en 1994 cuando trataba de salvar la vida de su compañero Atxo Apellániz, en una expedición organizada por el programa de Televisión Española Al Filo de lo imposible para hollar el K2 por la arista norte, la más compleja de esta pirámide de granito cubierta de hielo y nieve. Lo lograron un soleado 4 de agosto. Al comenzar el descenso, surgieron del cielo oscuros nubarrones por la vertiente oculta de la montaña. La feroz tormenta les encerró en un laberinto letal.
Mientras San Sebastián y Apellániz luchaban contra vientos huracanados por alcanzar al campo 2, un alud arrastró al primero de ellos arista abajo. Un serac -una pared de hielo- situado al borde de un precipicio frenó su caída al vacío. Con una voluntad formidable, Juanjo volvió sobre sus pasos y emprendió un rastreo desesperado hasta encontrar a su amigo, que bajaba zigzagueando entre la niebla 400 metros más arriba.
Los cinco días posteriores fueron un juego perverso en el límite de la resistencia humana. La parálisis fue el preámbulo de una muerte inevitable. Aplastado por la presión atmosférica, Apellániz se fue marchitando como una hoja. “En el momento de su muerte no sentí nada en absoluto. Cuando la fatiga mental es tan grande, el cuerpo flota y la indiferencia hacia todo se apodera de uno. Mis dedos estaban congelados y no sentía dolor. Luego sí. Cuando llegué el campamento base y comencé a entrar en el umbral de la realidad llegó la tristeza infinita y el dolor de las congelaciones. Me vine abajo. No por un sentido de culpabilidad sino por el vacío que supone la pérdida de un gran amigo. Fue la peor noche de mi vida”, recuerda San Sebastián. Mientras habla recostado en la silla de un bar, su mirada se va nublando, perdida en lontananza, como si llegara una tormenta a la montaña deseada. Agita sus fuertes manos. Los dedos parecen nudos de un castaño centenario. “Sigo escalando aunque por edad ya no me seduce ir al Himalaya”, explica.
El K2, de 8.611 metros, el segundo más alto después del Everest, es una cárcel inmensa con muchas particularidades. La primera es que no tiene un nombre autóctono. Si para los nepalíes el Everest es el Sagarmatha y para los tibetanos el Chomolongma, el K2 es el K2 para todos. K, de Karakórum; 2, del cuadrante que ocupaba cuando fue descubierta por el británico T. G. Montgomerie. La segunda característica que le diferencia del resto es que parece el fruto de una apuesta. Como si un puñado de dioses hubieran decidido que su conquista deba ser una partida de póquer de ases contra vidas humanas. A Juanjo San Sebastián nunca le trató bien. Aunque le indultó cuando lo tenía agarrado del cuello. Porque las montañas escogen. Cuatro intentos y un éxito que nunca celebró. Cuando salió de la trampa mortal que le tendió, la odiaba. Juró no volver. “Ni el Makalu, ni el Everest, ni el Broad Peak, ni el Cho Oyu… Nada hay parecido a ascender el K2. Todos son difíciles por la altura, el frío, la verticalidad que hay que salvar, pero allí, mucho más”, sentencia.
La leyenda de los ochomiles provoca muchas emociones, atenuadas sin embargo por los efectos de la altura. Cuanto más tiempo permanece uno sometido a la furia de los elementos, más indiferente se muestra al vértigo, a la esperanza y al miedo. A partir de 7.500 metros de altitud, recorrer 100 metros verticales exige entre 8 y 12 horas de esfuerzo constante atenazado por una gran merma física. Diez pasos y parar. Jadear. Devorar el poco oxígeno que haya en el aire. Continuar. De nuevo parar. Sacar una fotografía es fatigoso, beber agua aún peor. La boca y la nariz se secan irremediablemente. El cuerpo se deshidrata. La reacción del organismo ante semejante esfuerzo es producir glóbulos rojos para trasladar oxígeno a un cerebro que ha empezado a morir. Cada esfuerzo es tremendamente lento y agotador. Dormir se vuelve imposible cuando el ritmo cardiaco se desboca. La sangre se espesa como la arcilla y el cuerpo sufre edemas y congelaciones. Se entrega a la muerte en bandeja. Los himalayistas llaman a esta lugar la zona de la muerte, porque una vez que se entra en ella pierden el control de su destino y comienzan una carrera contrarreloj para sobrevivir. “Hay que ser duro para aguantar”, apunta Edurne Pasaban.
¿Qué atracción tiene, entonces, un deporte cruel como éste? Nadie, ni siquiera los propios protagonistas, puede explicarlo. Unos hablan de la pasión, un misterio humano incomprensible e inexplicable. “Es amor en estado puro”, lo define Juanjo Sebastián. El deseo de vivir emociones fuertes, de sentir como una descarga eléctrica recorre el cuerpo, de producir adrenalina para llenar ríos grandes como el Amazonas. Pero también para colmar los estanques de la vanidad personal. Por el éxito. Por prestigio público. Sin embargo, pocos de quienes escalan estas montañas titánicas creen que alcanzar la cima sea algo profundo. Ni siquiera se consideran valientes, ni creen que sus hazañas sean dignas de admiración. Quizá en la época de los pioneros, de Edmund Hillary en el Everest, lo fuera. “Pero hoy no deja de ser un acto absurdo aunque bonito”, añade San Sebastián. Bello, porque escalar es un placer que se practica de forma auténtica e intensa, aunque a veces se pierda más de lo que se gana.
Los ojos alpinos de Sebastián Álvaro, director durante 28 años del programa Al Filo de lo imposible, tienen la propiedad de los rayos X. En su cabeza está la geografía secreta e íntima del reino del Yeti, miles de kilómetros cuadrados que apuntan al cielo, desde Tibet hasta Pakistán, y que ha filmado meticulosamente. En su mente tiene dibujada la región casi palmo a palmo, con sus valles y montañas, con sus caminos secretos para llegar a las cumbres, con sus trampas fatídicas donde perder pie es fácil. Reconoce cada piedra. “El riesgo de los himalayistas es que cualquier error se paga con el fin”, explica.
La cara más obscena de la muerte aguarda en estas alturas. La única posibilidad de sortearla es guardar el último gramo de cordura que quede en las reservas para mantenerse aferrado a la realidad y consumirla en el descenso. Este es el cruel escenario en el que se retan los montañeros de élite. Un terreno donde la vida no vale mucho y los pactos no escritos se cumplen como constituciones universales: primero soy yo; después, ya se verá. “Pero el trabajo en equipo es fundamental. La solidaridad es extrema y todo lo disponible se moviliza”, dice Álvaro.
Hay historias de rescate que ponen los pelos de punta. Hace dos años, en primavera, el navarro Iñaki Ochoa de Olza, un experto con doce ochomiles a sus espaldas, perdió la vida a 7.400 metros de altura, en el Annapurna. Durante cuatro días, catorce alpinistas de diferentes culturas y posibilidades de coronar se unieron para realizar un rescate imposible. Uno de ellos, el suizo Ueli Steck, se sometió a un castigo físico inimaginable al ascender en dos días desde el campo base hasta la tienda donde agonizaba Ochoa de Olza. Las medicinas que llevaba fueron inútiles para el navarro, pero al menos sirvieron para salvar la vida de su compañero de cordada, el rumano Horia Colibasanu.
Un año después, el oscense Óscar Pérez quedó maltrecho tras una caída que le dejó suspendido en el vacío enganchado a una pared del Latok II, en el Karakórum. Su rescate movilizó hasta las altas esferas de la política. Era necesario un helicóptero y un piloto audaz que se arrimara a aquel muro y lograra la proeza. El presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, intercedió ante su homólogo paquistaní: “sálvenle”. Pero los helicópteros no vuelan bien a 7.000 metros de altura y allí quedó Óscar para siempre, ante la mirada impotente de familiares, amigos y compañeros. “Fueron actos sobrehumanos, al límite, heroicos, pero al final, por desgracia, inútiles y dramáticos”, apunta Sebastián Álvaro.
Las cumbres del Himalaya no ganan batallas pero imponen sus leyes. No hay nada parecido a estas cordilleras asiáticas. Ni los Alpes, ni los Andes, ni los abruptos picos del Cáucaso. Nada. Estas montañas son un paraíso y un cementerio al mismo tiempo. Una región de una belleza extraordinaria. Sus profundos valles son un edén silencioso, pero las cimas son zonas inhóspitas, azotadas por tempestades infernales, con vientos superiores a 120 kilómetros por hora y nevadas que borran las huellas del descenso a la velocidad de un parpadeo. Y si te atrapan, es muy difícil que te dejen salir.
Las altas cumbres están cosidas con relatos alucinantes atribuibles a la hipoxia, el efecto de la falta de oxígeno en el cerebro. En 1993, el británico Frank Smythe aseguró haber vistos dos objetos flotando en el cielo cuando se encontraba a 8.400 metros de altura en el Everest. “Uno tenía unas alas mal desarrolladas, y el otro una protuberancia que recordaba a un pico. Estaban inmóviles pero parecían vibrar lentamente”, explicó. También el tirolés Reinhold Messner creyó escalar en 1980 el monte más alto de la Tierra junto a un compañero invisible. Messner atribuyó su alucinación a un mecanismo incontrolado de la mente para superar el miedo a la soledad que padecía. Paradójico en un alpinista cuya fama viene de haberse enfrentado a las montañas más peligrosas del mundo en solitario. “Nunca he estado hecho para estas expediciones. Toda mi vida he intentado ser capaz de controlar ese pavor. Subía de día para no estar solo. Al final aprendí a permanecer semanas en las grandes alturas sin tener miedo”, relata en uno de sus libros.
Los grandes montañeros hablan con su interior. Durante los diez años que lleva viviendo esta sensación, Edurne Pasaban ha aprendido una cosa: en la montaña puedes sentirte enfermo, de hecho así se sintió en el K2 en 2004 cuando perdió varios dedos de los pies, pero no puedes ponerte enfermo. Y menos en el Annapurna. Quienes conocen este monte hablan de su desquiciado descenso. Tiene una piedra desmenuzada y unos desniveles tan grandes, que una bola de nieve que rueda en alud por sus paredes, aquí se convierte en apisonadora. Se hace un silencio de décimas de segundo y luego se le oye venir con un gruñido de máquina implacable. “Si pudiera eliminar un ochomil de la faz de la tierra ese sería el Annapurna. Simplemente no me gusta”, reconocía Iñaki Ochoa de Olza en una entrevista. “Siempre la he mirado con mucho respeto”, añade ahora Pasaban. Quizá por eso lo dejó para su última partida.
Bajo los hielos perpetuos de este coloso, de sus espolones verticales y de su traicionero Glaciar de la Hoz, yacen decenas de escaladores del máximo nivel, entre ellos uno de los más portentosos de todos los tiempos, el ruso Anatoli Boukreev. La montaña era para él un medio de vida, una vía de escape de la penumbra soviética, una puerta a la libertad. Sentía el impulso de subir hasta la cumbre sin oxígeno, con lo justo, para no vivaquear. Boukreev ascendió montes inmensos del Himalaya en invierno, desafiando a los vientos, o en pleno monzón, que es cuando aquí todo se rompe en añicos. Un año antes de su muerte en 1997, se convirtió en protagonista accidental de una agria polémica con el escritor y periodista estadounidense Jon Krakauer, que le acusó de desentenderse de varios clientes de su misma cordada que luego quedaron atrapados en el Everest y murieron. Lo cierto es que Boukreev fue el único que se arriesgó en una búsqueda desesperada montaña arriba, de noche, agotado y en medio de un huracán. Salvó a tres personas. Pero el destino le esperaba a la vuelta de la esquina. Un alud le sorprendió bajando el Annapurna. Toli, como le llamaban, al menos murió donde quiso. Hoy en el campo base, una dolménica losa de cobre recuerda su nombre junto a una leyenda alpina milenaria que concluye: “En las montañas nazco de nuevo”.
La gente que ama el Himalaya aborrece la retórica sentimental a cuenta del riesgo de la escalada. “La cima es la mitad del camino”, comentó Ed Viesturs, el primer estadounidense en coronar las catorce cimas más altas del planeta. Viesturs fue testigo del desastre que se vivió en el Everest en 1996 cuando ocho personas pertenecientes a tres expediciones distintas murieron bajo una tormenta inusual. El oxígeno, ya escaso de por sí, se redujo en un 14%. Aquel suceso abrió un debate siempre latente en este deporte de riesgo. ¿Debe permitirse a inexpertos buscadores de emociones fuertes pagar sumas astronómicas de dinero para que montañeros de élite les guíen a estos picos?
“A mi no me interesa este tipo de aventuras”, responde Juanjo San Sebastián. Desde finales del siglo pasado, montañas históricamente sagradas como el Everest comenzaron a ser vendidas a advenedizos que sin ayuda tendrían problemas para ascender cualquier monte de dificultad media. “De vez en cuando te sale un cliente que cree haber comprado un billete a la cima y no entiende que una expedición al Everest no funciona como un tren suizo”, se lamentaba Peter Athans, un reputado guía del Himalaya, en el controvertido best-seller de Jon Krakauer, Mal de altura. Para San Sebastián, la cuestión radica en las promesas que realizan algunos responsables de estas agencias a sus adinerados clientes. “En estas expediciones nadie puede garantizar la vida de nadie. Todos deben estar informados de que, aunque vayan muy bien arropados, en estas montañas se asumen una serie de riesgos del que no podrá salvarle nadie”, subraya. Cuando en la primavera de 1996 se produjo en el Everest uno de los mayores dramas en la historia del himalayismo, había treinta expediciones en el campamento base, diez de ellas con ánimo de lucro.
“Un día, y puede pasar en cualquier momento, caerá un serac y arrastrará a cien o a doscientas personas. Las expediciones comerciales han vulgarizado la imagen del Everest. Muchos creen que se puede ir con modelitos, que te ponen botellas de oxígeno, que los sherpas te llevan a hombros cuando estás mal, que tienen fax a su disposición. Eso no es alpinismo. Para mí, el auténtico alpinismo lo representan Óscar Pérez y Álvaro Novellón, que se fueron al Karakórum a abrir nuevas vías. Lo demás es un circo”, apuntilla Sebastián Álvaro, con más de 80 viajes a esas tierras de vértigo. Evitar que los turistas se ofusquen con estas cumbres. Ése es el desafío de los escaladores de élite cuando la montaña se transforma en alimaña y enseña los dientes.
El Himalaya es peligroso pero también idílico. Arrebata lágrimas de hielo. Son los recuerdos, algunos terribles. Una veintena de amigos de Sebastián Álvaro han dejado su vida en estas laderas. Juanjo San Sebastián hace un gesto, como borrando el pasado oscuro de un manotazo. Les pregunto si tienen proyectos. “Varios. Todos son retos, como todo el mundo que busca la felicidad pero a veces te dices: Apártate de estas cumbres”. Suena un teléfono móvil que hay sobre la mesa del bar. En la pantalla parpadea una fotografía del Annapurna, esbelto, inmenso y poliédrico. Lástima que las montañas no hablen.