Todo es real. Hay explotación laboral, trata de personas y reducción a servidumbre. Existe retención indebida de documentos, niños trabajando, promiscuidad sexual y tuberculosis. También se registran jornadas de trabajo que duran más de 20 horas, salarios miserables a cambio de un cuartucho, un raquítico plato de comida y, sobre todo, hay muchas máquinas de coser.
Todo ello ocurre a diario y sin frenos en los cientos de talleres de costura clandestinos, camuflados en casas de familia, que operan de lunes a domingo en las ruidosas ciudades de São Paulo y Buenos Aires que aterran a los miles de bolivianos que, sentaditos en las máquinas de coser, están siendo sometidos a un sistema de esclavitud que no es un secreto y que ya no avergüenza a ninguna autoridad, a no ser que uno de los tantos desgraciados muera trágicamente.
Las víctimas son los bolivianos pobres y desempleados que sobreviven en los rincones olvidados del país. Pero también son bolivianos sus verdugos que ejecutan técnicas persuasivas para arrancarlos de sus lugares y llevarlos con engaños a esas tierras lejanas donde, en vez de llamarlos por sus nombres, les dicen los bolitas, y donde los encierran para que costuren cientos de prendas de vestir, desde las siete de la mañana hasta las dos o tres de la madrugada del día siguiente.
Los consulados que Bolivia tiene en ambas ciudades revelan cifras aterradoras: de más de un millón de inmigrantes bolivianos, muchos viven bajo este régimen en Buenos Aires. Lo mismo sucede en São Paulo, donde hay cerca de 80.000 inmigrantes. Como es de suponer, esto lo saben las autoridades en Bolivia, pero también lo saben sus pares en Brasil y Argentina, la Iglesia católica y también la Policía. Pero el viaje de tres semanas que hice a São Paulo y a Buenos Aires no sólo sirvió para escuchar a esas fuentes oficiales sino, y sobre todo, para meterme en el estómago de la bestia, es decir, internarme en la vida de esos hombres y mujeres, aquellos morenitos de baja estatura, livianitos de peso y de cabeza gacha, para comprobar y escuchar sus historias y también las historias de los dueños de los talleres y descubrir cómo se origina y cómo crece y se fortalece ese tráfico de carne humana, cuyo movimiento económico, por ser tan grande, nadie ha podido medir todavía. La persona que me ayudó a ganar la confianza de los involucrados, de los buenos y de los malos de esa película de terror, fue Charly —su nombre es Marco Antonio Hinojosa (62)—, aquel hombre que con el paso de los años dejó de parecerse físicamente a la estrella hollywodiense de los 80, Charles Bronson, para ahora asemejarse al expresidente brasileño Luis Inácio Lula da Silva.
“Quiero que cuenten todo a este periodista que vino de Bolivia”, les decía con su voz imperativa y ronca a los bolivianos que habían sido rescatados de aquel mundo sin Dios, como ellos lo llaman. A Charly lo respetan porque él les ayuda a tramitar ante el consulado sus documentos de residencia y en detectar y llevar al hospital a los compatriotas que tienen síntomas de desnutrición y de tuberculosis.
Una treintena de testimonios revela que fueron reclutados con engaños en Bolivia a través de anuncios que se emiten por radio, prometiéndoles vivienda y alimentación como la gente, y un sueldo de 300 dólares por trabajar ocho horas diarias. Pero nada de eso ocurre. Cuando llegan a la ciudad les quitan sus documentos y les dicen que no salgan a la calle porque la Policía Federal odia a los inmigrantes y que los llevarán a la cárcel. Les dan la triste noticia de que la paga no será por mes, sino por prendas, entre 0,10 y 0,30 centavos de dólar por cada costura; y les recalcaban que no recibirán ningún sueldo hasta que no terminen de pagar el pasaje que les costearon desde Bolivia.
Al pasar por la casa número 404 de la rua (calle) Cajurú en el barrio Belén de São Paulo, nos saluda temeroso un muchacho de 25 años con traza de costurero (tiene la misma pinta que los otros compatriotas que entrevisté días y horas antes). Parado detrás de las rejas de fierro de esa vivienda, dice que se llama Ríder Mamani Limachi y que es paceño. Era cerca de la una de la tarde de un acalorado sábado de junio y el boliviano empezó a quejarse de que no podía salir de esa casa porque su patrón se había llevado la llave, que siempre que se ausenta hace lo mismo porque no quiere que sus empleados salgan y porque desconfía que le vacíen la casa donde funciona el taller de costura. “Sólo si me duele mi muela, le digo que tengo que ir a hacérmela sacar”, comenta resignado.
A Yenny Mendieta (23) la encontramos refugiada en la Pastoral del Migrante de la rua do Glicério 225. Vomitó una historia que dice que necesita olvidar. Ella salió embarazada de La Paz hace un año y medio hacia São Paulo con el nombre de Zulma y su marido Limberg Nogales (24) como Teodoro. De los apellidos ya ni se acuerdan porque dicen que eran raros.
A finales de 2004 fueron tentados por un anuncio radiofónico, que escucharon en la ciudad de El Alto, para viajar a Brasil como costureros. Se contactaron con un tal Eduardo, que les prometió una vida con mucho futuro. “Empezaron a suceder cosas raras desde un comienzo”, recuerda Yenny Mendieta. La mujer se refiere a los carnés que le entregó Eduardo a ella y a su marido, los que en realidad pertenecían a otras personas. Los nombres eran ajenos y también las fotos. “Pero esa gente extraña se parecía a nosotros”, afirma con una voz que a cada minuto baja de volumen.
Recuerda que el primer día de trabajo fue tal como habían convenido en Bolivia, pero después les exigían que se queden hasta la una de la madrugada y luego hasta las dos. Después resultó que no les darían sueldo hasta que paguen los 180 dólares que habían gastado en los pasajes de cada uno, pero nunca terminaban de cubrir esa deuda.
En realidad, aclara, que solamente salió una vez de esa casa cuya dirección nunca pudo memorizar, horas antes de que su bebé pataleara para salir de su vientre. La llevaron caminando y escoltada por dos hombres a un hospital que quedaba a seis cuadras del taller. Dio a luz un viernes, a su hijo lo llamó Ayrton (igual que al corredor de Fórmula 1 de apellido Senna); el sábado volvió a su centro de reclusión, descansó el domingo y el lunes ya estaba de nuevo sentada al lado de su máquina de costura.
“El tal Eduardo me reñía cuando me levantaba para dar de chupar a mi bebé, es por eso que lo crié con mamadera, porque el patrón dijo que prefería darme un vale de 20 reales para la leche. Él mismo iba a comprarla porque yo tenía prohibida la salida”, rememora.
Cuando terminaron de pagar la deuda, el marido de Mendieta logró que le dieran permiso para salir un sábado en la tarde. Se encontró con otros bolivianos y visitó sus casas y en una de ellas escuchó a través de una radioemisora conducida por bolivianos que aconsejaban que no tengan miedo a la Policía y que podían caminar por las calles de São Paulo. “Fue como despertar. Nos dimos cuenta que habíamos estado encerrados 10 meses”, dice Mendieta, y muestra una sonrisa que la tenía archivada desde que salió de Bolivia, escapando del desempleo, pero que, como sucede con miles de bolivianos, afirma que se encontró con una vida de perros.
Los bolivianos son los que hacen el gasto físico y sus patrones y los patrones de éstos —que en muchos casos son ciudadanos coreanos— son los que se llevan las ganancias. Autoridades consulares y de organizaciones de derechos humanos revelan que en la cadena de explotación un costurero gana entre diez y treinta centavos de dólar por cada prenda, el dueño del taller recibe dos dólares o tres del propietario de la mercadería, que es el que le encarga que le confeccione miles de prendas y éste las vende a los mercados y boutiques en por lo menos veinte dólares. La cooperativa La Alameda y la Unión de Trabajadores Costureros de Buenos Aires revelan que afamadas marcas de ropa de primer nivel se valen de este sistema de explotación para obtener fabulosas ganancias a costa de la servidumbre de los bolitas que son comprados a precio de gallina muerta.
Los esclavos de ayer son los amos de hoy
Gracias a Charly —el boliviano que ahora se parece a Lula da Silva— encontré al hombre perfecto para comprobar incontables afirmaciones que había escuchado a lo largo del viaje. “Muchos de los que ahora manejan los talleres son los que antes eran esclavos de los empresarios coreanos. Son bolivianos que han reunido algo de plata y han aprendido la maña de lucrar sacando provecho del más débil”, me habían dicho el cónsul de Bolivia en São Paulo, Jaime Valdivia, el cónsul en Buenos Aires, miembros de la Pastoral del Migrante de Corumbá y varios testimonios de quienes fueron sometidos a ese tipo de servidumbre.
Édgar S. me llamo, dijo el amigo de Charly, al que visitamos en la zona de Buen Retiro de Sâo Paulo, que desde un comienzo aclaró que ahora que tiene su taller de costura ha visto la realidad tal cual es. Eso quiere decir, explicó seguidamente, que ahora entiende a sus ex patrones y que él también tiene motivos para exigir ciertas cosas a sus dependientes. “Un costurero también se equivoca, te hace renegar, a veces te reclama de todo y de nada, y hay que soportarlo”, relata con voz pausada, y sus quejidos siguen: “Cuando somos costureros no nos damos cuenta de los problemas por los que pasa el patrón, pensamos que llevar un taller es bien fácil, pero no es así, cuesta, hay que esforzarse. Hay costureros que quieren vivir bien, pero tienen que tener en cuenta que si han venido de Bolivia es a trabajar. Qué se va a hacer, hay que soportarlos”.
―Hay denuncias de que no les dan de comer bien.
―Mi esposa es la que cocina, por suerte mi gente no es escogedora de la comida. Cuando yo era costurero, un poquito reclamaba, pero ahora he visto que la realidad no es así, porque hay que comer callado, tranquilo. Yo les estoy dando surtido, no un solo plato, no puro saice, les doy mixturado: fideo, arroz, más carne le meto.
―También hay denuncias de que los talleristas no les pagan a los costureros.
―Otros deben ser. Yo les pago por pieza, por modelo de prenda que costuran.
―¿Cuántos empleados tiene?
―Tres. Ahora tengo que irme.
La jaula de los sueños
Encierro. Los que tienen algo de privilegio sacuden sus penas una vez por semana. Los otros, piensan en la libertad en silencio.
Para los costureros con suerte, la libertad comienza el domingo. Es el único día cuando esos bolivianos que viven en São Paulo pueden salir de sus jaulas donde trabajan, duermen, comen y defecan, para hacer lo que les dé la gana. Martín Peñaloza Alba (38), por ejemplo, entre semana, mientras está sentado frente a la máquina de coser, donde trabaja 16 horas al día para el cochabambino Francisco Tejerina, sueña con el picante de lengua y panza que preparan en el restaurante Illimani de don Jorge Merubia, el paceño más famoso de la calle Coimbra, porque además tiene un televisor de 25 pulgadas conectado a una antena parabólica de donde baja la señal de cuatro canales de televisión y de seis radioemisoras bolivianas. A don Jorge también lo han hecho famoso sus resúmenes que les hace a sus clientes sobre lo que informaron entre semana Doña Justa (PAT) y los conductores de El Mañanero (Red Uno) y Al Despertar (Unitel).
A Peñaloza el domingo no le alcanza para sacudirse de la dura semana que padece encerrado en un ambiente con escasa ventilación, chipado de cables parchados que transportan electricidad para dar vida a las máquinas de coser, pero que amenazan con electrocutar a quien no camine con cuidado por los estrechos espacios entre costureros.
Pero una cosa era escuchar los testimonios de personas que relataban sus desgracias y otra era ver personalmente esos ambientes que según decían eran detestables, inhumanos e irónicamente los únicos lugares que garantizaban a los costureros dormir bajo techo y llenar el estómago aunque sea con comida que más llena que alimenta.
Cuando visité un taller al que ingresé como un comerciante interesado en comprar pantalones cortos para luego venderlos a las mujeres gorditas que llegan hasta las playas de Río de Janeiro observé a gente con las cabezas inclinadas, con los ojos puestos en las agujas que costuraban, con sus manos encima de las telas, sus pies en los pedales y sus orejas atentas a una radio destartalada que roncaba a ritmo de cumbia.
¿Cumbia en castellano?, pregunté a una costurera joven que tenía cerca. Es una radio de bolivianos, me contesta sin mirarme y trato de sacarle más palabras preguntándole quién cantaba. Es Sebastián y el tema se llama Tú no estás junto a mí, me responde y sigue cosiendo.
La curiosidad para conocer todos los rincones de aquel lugar me consumía, pero, ¿cómo decirle al dueño del taller que quiero llegar hasta los dormitorios y a la cocina si un comerciante no tiene porqué conocer esos secretos? Tengo ganas de orinar, le dije, y me muestro impaciente como pidiendo auxilio para que me indique dónde puedo desaguar.
Me señala, con ademanes, que siga recto y que cruce un biombo descolorido que separa el taller de costura de los habitáculos donde sus costureros se meten en la madrugada para dormir y salen bien tempranito para seguir manipulando las máquinas.
Pero para llegar hasta el único baño tengo que pasar por entre medio de catres de dos y tres pisos donde en uno de ellos está tirada de espaldas una mujer que me mira con sus ojos hundidos y amarillos como si estuviera azotada por la anemia. No me responde el saludo, pero igual siento pudor al meterme en el baño porque no puedo hacer lo que me pide el cuerpo porque la puerta es más ancha que el marco y no puedo cerrarla.
El dueño del taller luego me aclara que la mujer que vi está débil y que la culpa es de los gobiernos bolivianos incapaces que no garantizaron una buena alimentación a los niños del campo, y que por eso cuando son grandes y tienen que trabajar no aguantan y se desmayan de “nadita”.
Le pregunto si el fin de semana que viene irá con sus empleados a jugar fulbito a la canchita de cemento de la feria La Kantuta que es exclusiva para los bolivianos. Me dice que en su taller existe la premisa de trabajar de corrido para garantizar la entrega de las costuras a los empresarios coreanos que son los que encargan las prendas de vestir.
Entonces me acuerdo del administrador de la Pastoral de los Migrantes de São Paulo, Juan Arturo Plaza, un chileno amable con lentes de vidrios gruesos y medio canoso, que días antes me había revelado que a muchos costureros les son vedadas las salidas para que no tengan la posibilidad de conocer a otra gente que pueda ofrecerles un trabajo más digno y mejor pagado.
Si para los costureros con suerte la libertad comienza el domingo, para los que no la tienen porque no pueden salir ni un día a la semana la libertad permanece en el pensamiento, calladita, sin hacer aspaviento. Lo asegura con conocimiento de causa Zenón Bernal (36), un treintañero pequeño y de nariz chata que un domingo de junio lo encontré atendiendo a los clientes del restaurante Illimani, el mismo donde acude Martín Peñaloza Alba a comer picante de lengua y panza.
Zenón Bernal revela su fantasma que lleva dentro. Cuenta que ni bien entró al taller donde lo contrataron para que costure lo encerraron tres meses bajo el pretexto de que lo cuidaban para que los brasileños no lo encarcelen porque estaba de ilegal.
Durante todo ese tiempo dice que soñó que era libre, que caminaba por la avenida más famosa de São Paulo, la Paulista, y que podía hacer lo que le viniera en gana, incluso armarse de valor para luchar contra los “malditos” esclavizadores.
Las tribus del subsuelo
No se los ve en la calle, ni en los metros, tampoco se los observa en los buses, en los mercados, ni en los baños públicos. Y eso que se estima hay más de un millón de bolivianos en Buenos Aires, y en São Paulo cerca de 80.000.
La mayoría forma parte de las tribus de subsuelo, donde las buenas costumbres y los gobernantes los dejan subsistir a cambio de un silencio sepulcral que no revele la ineptitud o la complicidad de las autoridades para controlar a las mafias que reclutan inmigrantes.
Sobreviven en esos galpones, donde poco se duerme porque sus ocupantes, los bolivianos que salieron de los recovecos de Bolivia donde las fuentes de trabajo son un lujo, se dedican a costurar, luchando contra el reloj y el sueño, las prendas de vestir que son cotizadas en los mercados y tiendas donde también va la gente de clase media para arriba.
Los argentinos y los brasileños sólo saben que los bolivianos tienen fama de ser trabajadores y humildes, y como dice Raúl Héctor Sánchez (48), nacido en Buenos Aires, los bolitas saben ser inmigrantes, son muy calladitos.
Tan calladitos son que a finales de marzo de este año tuvieron que morir dos adultos y cuatro niños bolivianos en el incendio de un taller textil de dos plantas en la calle Luis Viale 1269, en Caballito, para que las autoridades argentinas se atrevieran a desnudar una realidad que no había sido admitida hasta entonces: la esclavitud se campea por las narices de autoridades argentinas.
Tan calladitos son los bolivianos que la mayoría (unos 50 por lo menos) de los que lograron salvar la vida del incendio, prefirieron escapar por miedo a que la Policía los encarcele por estar trabajando de ilegales.
¿Por qué no se los ve en los mercados comprando verduras o abarrotes? Porque todos los que trabajan en los talleres desayunan, almuerzan y cenan en el mismo lugar donde trabajan.
¿Por qué no se los ve utilizando los metros ni los ómnibuses? Porque los bolivianos no necesitan transportarse porque no salen a las calles y cuando se ponen graves de salud o cuando a las mujeres embarazadas les llega el momento de dar a luz los llevan caminando a las clínicas públicas más cercanas del lugar donde son reducidos a servidumbre.
¿Por qué no salen a las calles? “Porque tienen miedo de orinarse en sus pantalones cuando ven a un policía”, responde Norma Andia, la directora de la Asociación de Residentes 6 de Agosto de Buenos Aires, que a las seis de la mañana está transmitiendo su programa Sin Fronteras por la radio 92.9, Chacaltaya, que funciona clandestinamente y a través de la cual aconseja a los bolivianos que dejen de ser calladitos y denunciar a todos los que se atreven a dañarlos física y moralmente.
“Estamos viviendo muy mal”
Mario Jeremías (Pastoral del Migrante): Hay mucha esclavitud en Brasil y las víctimas son los ciudadanos bolivianos que llegan en busca de trabajo. Los dueños de los talleres de costuras, donde los explotan, los hacen trabajar más de 20 horas por día. Eso para la ley brasileña es esclavitud porque las reglas jurídicas dicen que en este país se debe trabajar solamente 8 horas diarias y ganar 500 reales al mes como mínimo. Sin embargo, los bolivianos ganan mucho menos que esa cantidad de dinero. Eso ocurre de una manera frecuente en Brasil y los malos tratos suceden entre paisanos (de boliviano a boliviano), y hay veces que son los coreanos los que los esclavizan y también suelen estar involucrados los brasileños. Es por eso que la Pastoral del Migrante a nivel mundial tiene la tarea de escuchar las historias de los que sufren, darles alojamiento, comida, ropa, apoyo jurídico y espiritual. Por ejemplo, el último domingo de cada mes hay una misa para los emigrantes latinos. Esta realidad dura, que yo creo que afecta a por lo menos 150.000 bolivianos en Brasil, no puede seguir así. Sin embargo, mientras el capital excluya a las personas no habrá solución al drama de la esclavitud laboral que está creciendo cada día. Si entre los gobiernos, la iglesia y la sociedad civil no nos reunimos y nos unimos para cambiar este sistema económico en el cual vive el planeta, no habrá solución. Eso tiene que quedar claro. Pero también estoy obligado a decir que creo que es estructural el problema. Vale decir, o todos entendemos que hay que repartir los bienes, o no hay solución. Lamentablemente la riqueza está en pocas manos.
La ruta de la esclavitud
Tentación. A los emigrantes también los utilizan como paquetes humanos para cargar droga. Los llevan por Corumbá y Asunción
Los coyotes bolivianos también existen. Son especialistas en traficar con carne humana, pero viva, sacarla de su tierra rumbo a São Paulo o a Buenos Aires, reducirla a niveles de esclavitud y tratarla como a una bestia de carga en los talleres de costura.
El único error de las víctimas es haber caído en la boca negra como una cueva sin fondo del desempleo. Cuando no encuentran ninguna luz que los guíe hacia una fuente de trabajo, muchos, como Clara Justiniano (36), que vive en un pueblo de la provincia Murillo de La Paz, tienen la desgracia de escuchar por casualidad una radioemisora que justo en ese momento difunde una invitación para viajar a un país lejano y ajeno como costurera. Otras, como M. S. (mujer de 24 años que pide el anonimato porque está presa en Corumbá), conocen un día cualquiera a una mujer con cara de buena gente, que las convence para emigrar con el estómago lleno, es decir, aprovechar el viaje para llevar droga en el cuerpo y después, con platita en mano, quedarse a trabajar como costureras. Claudia Justiniano y M. S. se van rumbo a São Paulo, pero con diferentes coyotes y por distintos caminos. A una la llevan por Asunción (Paraguay) y a la otra por Puerto Quijarro (población fronteriza al este de Bolivia).
Ambas rutas coinciden en algo: son las utilizadas para el tráfico de drogas, según la Policía Federal de Brasil y la Fuerza Especial de Lucha contra el Crimen de Bolivia, cuyo comandante, Juan Peña Flores, afirma que la trata de personas y el tráfico de emigrantes es común en el país y un delito penado por la Ley 3325, que fue promulgada el 18 de enero de 2006.
Pero ni Clara Justiniano ni M. S. sabían mucho de leyes y cuando ellas se fueron (2004) la trata de personas y el tráfico de emigrantes no eran delitos, por lo menos para la justicia boliviana, puesto que hasta antes de enero de 2006 sólo estaba en vigencia el artículo 321 del Código Penal, que castigaba la trata únicamente si a la víctima se la obligaba a tener relaciones sexuales contra su voluntad y para fines comerciales.
Claudia Justiniano partió grávida de Bolivia. “Embarazada”, aclara enseguida con su tonito brasileño que se le pegó en la lengua irremediablemente, mientras come una empanada tucumana en la salteñería Doña Rosa, ubicada en La Kantuta, que es una feria dominical metida en tres cuadras de la calle Pari, de São Paulo, donde los compatriotas curan sus desgracias comiendo picante de gallina, bebiendo cerveza y bailando hasta el amanecer los huayños y morenadas interpretados por grupos musicales de mediopelo traídos de varios rincones de Perú.
Cuenta que después de salir de La Paz, junto a otras ocho personas, todas inocentes como ovejitas que van camino al matadero, su primer destino fue Santa Cruz de la Sierra, donde estuvo tres horas porque su coyote, don José (así le dijo que se llamaba el hombre que la contrató en La Paz), utilizó ese tiempo para ir a recoger carnés falsos que les fueron entregados con mucha reserva en la terminal donde abordaron el siguiente bus para viajar a la capital paraguaya, Asunción.
De aquella primera etapa de su largo viaje recuerda el polvo que comió desde que ingresó a Paraguay, y el mal momento que pasaron todos los morenitos cuando llegaron al puesto de control de Mariscal Estigarribia. Allí les hicieron preguntas y todos respondieron: “Voy a Asunción a hacer turismo”, obedeciendo las instrucciones de José, el coyote flaco de cabellos oscuros que llevaba siempre alborotados hacia atrás como un cantante de cumbia vishera.
Una vez en Asunción, el contingente de emigrantes bolivianos, ávidos por llegar a destino, tomar las máquinas de coser y empezar a confeccionar bonitas prendas para vestir a los brasileños, fue embarcado en otro bus hacia Ciudad del Este, la última población fronteriza de Paraguay, antes de cruzar a territorio brasileño. Fue ahí, en esa línea fronteriza donde el ruido reina sin que haya autoridad alguna que pueda evitarlo, debido al tráfico de las más de 10.000 personas que diariamente van y vienen desde Foz de Iguazú (Brasil) hasta Ciudad del Este (Paraguay), que Claudia Justiniano se dio cuenta de por qué los estaban llevando por Paraguay haciéndoles dar una vuelta de más de mil kilómetros. “Porque en esa frontera no controla nadie. Entramos a Brasil como si fuéramos brasileños”, cuenta la boliviana, que durante un año estuvo tomando sopita de fideo y comiendo segundo de arroz y huevo, y compartiendo el mismo cuarto con ocho personas que no eran sus familiares.
De Ciudad del Este partieron hacia la terminal de Foz y de ahí los llevaron en moto hacia un hotel que Justiniano no pudo identificar porque los metieron por una puerta trasera y en ese lugar los tuvieron una semana, sin poder salir, porque el coyote José dijo que se le acabó la plata y tuvo que esperar a que uno de sus socios llegase de São Paulo con varios reales. Llegaron a la capital paulista después de 14 días de haber salido de Bolivia. Les dieron un día y una noche para que hicieran reposar sus cuerpos cansados y después se pusieron a trabajar, no ocho horas por cada jornada, como era el trato, sino 12, luego 14 y también 16. Después de varios meses, los que superaban el miedo de salir y de ser perseguidos por la Policía, buscaban pretextos para dejar el taller de “tortura”, cuenta la mujer y remata: “El que salía nunca más volvía”. Ella fue libre al año de su llegada.
M. S. agarró la ruta que toda persona cuerda tomaría si es que quiere llegar a São Paulo sin romperse la espalda, tal como le había garantizado la mujer con cara de “buena gente” que la había contratado en Santa Cruz: “Quince horas de viaje en tren desde Santa Cruz hasta Quijarro y 22 horas más hasta São Paulo, si es que el destino no tenía planificado otra cosa”, le había dicho su contratante. Pero el destino le tenía otra cosa preparada a M. S. En el puesto policial de Campo Grande le detectaron los 450 gramos de cocaína taconeados en su estómago y en el acto se le acabó el viaje. Ella dice que sintió profundamente que se le fuera “al diablo” el trabajo de costurera que tenía garantizado en Brasil.
M. S. está en la cárcel desde hace dos años y medio y tiene una sentencia de seis años y ocho meses. “Mi destino era convertirme en prisionera”, se queja desde su centro de reclusión en Corumbá (Brasil). “Me he enterado de que a los que se van como confeccionistas de ropa los encierran y no los dejan salir. Me libré de ese martirio, pero no de éste”, dice mientras llora y hace un silencio largo. Era que se estaba acordando de sus cuatro hijos que viven en Santa Cruz, con los que habla cada cierto tiempo por teléfono. “Son aún pequeñitos…”. Con la voz quebrada revela el motivo verdadero que la llevó a traficar con droga. Pensaba estar un tiempo como costurera en Brasil hasta juntar los 1.200 dólares que necesitaba para irse a trabajar a Madrid.
Pero ese proyecto no ha muerto para ella. Dice que tiene hermanos en España, que piensa irse para allá y que cuando le den su libertad volverá a Santa Cruz para juntar plata para su pasaje. “Estoy decidida a salir de los apuros de la vida. Es por eso que la gente emigra”, dice y vuelve a callarse.
Un bus lleno de mulas
R. N. G. (Mi crónica): Para la Policía Federal de Brasil, todos los bolivianos que viajamos por tierra somos ‘mulas’ hasta que no se demuestre lo contrario. Así me sentí: una mula, no precisamente un animal de cuatro patas, sino un pobre boliviano experto en tragar cápsulas envueltas con un material a prueba de rayos X para que los capos policías no descubran la droga que creen que llevo en uno de mis dos intestinos. Viajaba yo a finales de junio, junto al fotógrafo Clovis de la Jaille (quien me reveló que también llegó a sentirse una mula), rumbo a São Paulo en busca de quienes son tratados como animales en Brasil desde que dejan este país: primero son los agentes de la Policía los que los intimidan en el viaje, y luego sus compatriotas, los bolivianos, que los esperan en los talleres de costura donde les hacen conocer todos los rincones oscuros de esos lugares que se convierten en sus celdas. Las requisas de los agentes antidroga ocurren por lo menos cuatro veces a lo largo de las 23 horas de viaje desde Corumbá hasta São Paulo. Algunas llegan en silencio y por sorpresa mientras todos duermen, y otras, suceden en los puestos fijos de control. Ya en la gran ciudad, en la estación de Barrafunda, cuando todos demostramos un hastío que se manifiesta en la cara, en las cabezas despeinadas y en las ropas desaliñadas, se presenta el golpe de gracia que nos dan a los que nacimos en este país. El bus está detenido y la puerta se abre y tres sujetos vestidos de civil ordenan en un castellano a medias que hay que hacer fila para el último control. La fila se hace a un costado del vehículo y el ambiente se pone pesado y empeora cuando uno de los agentes le dice amablemente a una pareja de rubios europeos que no es necesario que hagan cola. Llega mi turno y el policía de civil me pregunta qué hago en Brasil y le respondo, y también le pregunto por qué a los choquitos no los revisaron. “Es que los bolivianos traen droga en sus estómagos. Ya hemos pillado a 50”, me responde. ¿Sabe algo del tráfico de emigrantes”, le pregunto. “Castigamos el delito del narcotráfico”, me dice con una voz firme.
Taller de enfermedades
Amenaza. Los centros de costura son los lugares donde hay contagios de tuberculosis y otros males.
Las autoridades sanitarias de Brasil dieron la alarma de que ese país registra 90.000 casos de tuberculosis por año, y que la mayoría de ellos se presenta en la colectividad boliviana. Este dato, que fue revelado el 24 de abril de 2006, cuando se celebraba el día mundial de combate a la tuberculosis, puso en alerta a la Cámara Municipal de São Paulo y ésta encargó a un equipo de especialistas que investigara por qué los pulmones de los bolivianos son los más vulnerables a esa enfermedad.
Como resultado de aquello, descubrieron que muchos de los talleres de costura, donde trabajan y viven en condiciones miserables, aparte de confeccionar prendas de vestir, son los lugares perfectos para propagar el bacilo de Koch, que es el que ocasiona la tuberculosis.
La investigación también sacó a la luz que los contagios masivos –que se dan por vía aérea– sucedían porque los talleres de costura, al ser ilegales, trabajaban con las puertas y ventanas cerradas y en muchos casos, remachadas con tela y madera.
Otro dato en contra de los bolivianos, según la Cámara Municipal de São Paulo, es que por lo general éstos no reciben en su país de origen la vacuna BCG porque gran parte de los que emigran proceden de “zonas rurales miserables que nunca tienen acceso a ningún tipo de servicio de salud antes de llegar a Brasil”.
Esos datos rojos que ofrecieron los médicos brasileños son desconocidos por los compatriotas, incluso por los que ya viven con el pulmón a media máquina por el desgaste que les provoca la enfermedad. Por esa amarga experiencia atravesó Juan Carlos Aramayo, que fue a parar al hospital sólo cuando empezó a escupir sangre. “Me dijeron que ya tenía una pata en el cementerio y los doctores me riñeron por no haber ido antes a curarme”, comenta con una tranquilidad como si nunca hubiera estado en riesgo su vida.
En el hospital fue donde se enteró que de acuerdo con el Ministerio de Salud todos los ciudadanos que emigran a Brasil, documentados o no, tienen los mismos derechos que los brasileños para recibir tratamiento contra la tuberculosis. “A mí me salvaron de milagro”, dice más emocionado.
Jorge Merubia Gutiérrez, el dueño del restaurante Illimani de la calle Coimbra de São Paulo, un gordo grande, ojoso y con cara de tipo rudo hasta antes de que sonría, es de los que cree que los “patricios”, así les dice a los compatriotas, se matan en vida los fines de semana porque al calor del alcohol todos beben de la misma botella sin darse cuenta de que por lo menos uno del grupo puede estar con tuberculosis.
Pero la mayor amenaza sigue estando en los talleres que no son capaces de garantizar las condiciones higiénicas básicas, asegura el cónsul de Bolivia en São Paulo, Jaime Valdivia, y coincide con él su homólogo en Buenos Aires, Álvaro Gonzales Quint. Ambos se refieren al hacinamiento de muchas personas que viven en un solo lugar compartiendo los mismos platos y cubiertos para comer sus alimentos, y haciendo uso del único baño que existe en ese cobijo, pero que a la vez explota a los bolivianos.
La tuberculosis no es el único enemigo que atenta contra la humanidad de los bolivianos. Según el Programa de la Salud de la Familia de Brasil, los costureros son perseguidos por el dengue, enfermedades de la piel, no practican una higiene bucal y en el caso de las mujeres embarazadas, los exámenes se los hacen tardíamente. A ello se suman los problemas de columna, pues el trabajo de costura les obliga a estar sentados durante varias horas ininterrumpidas.
En la feria de La Kantuta en São Paulo y en la zona de Bajo Flores de Buenos Aires, las autoridades de sanidad se propusieron aplicar una política agresiva para pedir a los bolivianos que están tosiendo por más de dos semanas que vayan al médico porque puede que tengan tuberculosis.
Los niños no sólo son los más vulnerables a la tuberculosis y a otras enfermedades cuyas bacterias y virus circulan en los ambientes cerrados, sino que también deben luchar contra la mirada molesta de muchos dueños de talleres de costura, que sienten que son un estorbo para que sus padres produzcan aceleradamente.
Alciro Vaca, que no soportó el ritmo del trabajo “esclavo” y que ahora se dedica a trabajos agrícolas, cuenta que los niños menores a cuatro años de edad, duermen debajo de las máquinas de coser porque así las madres pueden estar en contacto con ellos. Cuando están más grandes, se quedan en los dormitorios, y cuando ya pueden manipular las telas se sientan frente a una máquina para confeccionar prendas de vestir.
¡Bendita basura!
Libertad. Escapando del fantasma de la esclavitud, más de 300 bolivianos han tomado la decisión de buscarse la vida en los basurales de la ciudad de Buenos Aires
Mario Tórrez (34) tiene una mujer trabajadora, seis hijos bolivianos, dos hijos argentinos y una casa repleta de remiendos. María Condori Colque, su cómplice y esposa, de 30 años y dos cesáreas, abre la boca para pedir disculpas por las costuras a mano que le hicieron a su vivienda: las paredes eran de cartón, el techo de venesta prensada, las puertas de tela y los colchones de plastoformo.
La familia Tórrez-Condori, al igual que otros 55 clanes bolivianos, vive en el barrio Los Pinos de Buenos Aires, instalado en un área de 100 metros de largo por 40 de ancho, cuyas casas están construidas a punta de desperdicios que bota “la gente normal” de esa ciudad grande.
Los lotes pequeños –el más grande mide tres por cinco metros– los han comprado de los loteadores argentinos a 800 y 1.000 dólares, pero no les han dado papeles y ninguno de los interesados sabe cuándo les darán.
El barrio Los Pinos aterra desde afuera. Los que lo ven desde el tren, cuya estación está a tres cuadras de aquel lugar donde moran bolivianos, dicen que ni muertos pasarían cerquita de ahí porque esa gente es capaz de matar.
Pero la boliviana Norma Andia, la jefa de la Asociación de Inmigrantes 6 de agosto, famosa entre los desdichados compatriotas por dedicarse a ellos las 24 horas del día, desmiente los atropellos verbales que la gente de otros lados les suele disparar.
Es por eso que sale de su oficina de la calle Ana María Janer 3.180, donde tiene levantada una montaña de documentos –son de los bolivianos que han acudido hasta ella para que les ayude a tramitar sus certificados de residencia–, y camina dos cuadras con su andar de Mercedes Sosa y su porte amachado de Horacio Guaraní.
En el temido barrio Los Pinos la saludan como a una santa y los habitantes con caras de inmigrantes de Bolivia abren las puertas de sus casas, cuentan sus historias y dicen que se sienten orgullosos de haber sido capaces de montar un barrio con las cosas que los ricos de Buenos Aires creían que ya no servían para más.
Es de ese barrio la familia Tórrez-Condori y es de ahí también el clan Villanueva-Vela, que junto al resto de quienes moran en aquel lugar salen todos los días del año a caminar por encima del lomo de la gigante ciudad de Buenos Aires para profanar sus basureros y adueñarse de sus contenidos, que luego venderán a las empresas de reciclaje.
Los Tórrez-Condori y los Villanueva-Vela aseguran que por mes ganan como 300 dólares y que la tendencia es que mejorará este ingreso porque se han dado cuenta de que la gente de la ciudad, la que vive en casas de verdad, hechas con ladrillo y cemento, cada día que pasa se hacen más duchos para fabricar basura.
Desahogo. Cada vez que un inmigrante abre su boca, es para sacar sus demonios, y a veces, sus historias color rosa. Siente que en Bolivia se han olvidado de él.
Cinco años sin salir ni a la esquina
Después de cinco años de vivir en la sombra, Eugenia Vargas (25), nacida en alguna zona rural de La Paz, fue echada de su cárcel porque sus compatriotas verdugos, Nancy Paco y Antonio Ticona, tuvieron miedo que ella los contagie de tuberculosis o en el peor de los casos, que se muera y que la noticia se expanda como pólvora. Ésta es la conversación con Eugenia Vargas que ahora está refugiada con dos amigas que tuvieron mejor suerte, y una acalorada y corta entrevista con un miembro del clan que la mantuvo sometida.
―¿En qué consistía tu trabajo?
―Amanecíamos trabajando. Limpiaba prendas aparte de costurar. A veces dormía una hora.
―¿Cuánto te pagaban?
―Por prenda me pagaban. Ellos me contaban las piezas que hacía. Con 15 pesos argentinos salí el primer mes. Esa plata ellos la agarraban, decían que la iban a guardar, sólo me la mostraban.
―¿Cómo lograste liberarte?
―Me dio tuberculosis y me botaron.
―¿Te pagaron?
―Me dieron 2.000 dólares con 800 por los cinco años de trabajo. Eso era la mitad, no más. Pero esa plata se la di al hermano de Antonio Ticona, a Plácido, que tenía una mujer de nombre Cristina.
―¿Por qué se la diste a él?
―Porque yo no conocía nada y tenía miedo de que me roben.
―¿Podías salir a la calle?
―No me dejaban salir ni a la puerta. Cinco años estuve así. Me decían que no tenía documentos y que la Policía me iba a buscar. Yo tenía miedo. Ellos tenían mi carné.
―¿Plácido Ticona te devolvió tu dinero?
―No quiere.
Fuimos con Eugenia Vargas al pasaje Las Provincias 3024, donde ella dice que estuvo encerrada, en busca de los Paco-Ticona para escuchar sus versiones. Tocamos el timbre de la casa despintada y sale una mujer delgada.
―¿Sí?
―¿Está don Plácido Ticona?
―Yo soy la esposa de Plácido Ticona, él no está acá.
―La señorita Eugenia denuncia que aquí se la esclavizó y que le deben dinero.
―Ahora no puedo decir nada. Hable con mi abogado.
La mujer nos da la espalda y entra temblando.
Charly, el inspector de ojos
Marco Antonio Hinojosa tiene la cara de Lula, una peta ronca del 68 y una hija bonita que no llegó a los 18. ¿Charles Bronson o Lula da Silva? A medida que se hace viejo se parece al presidente de Brasil, pero igual le dicen Charly, como si se tratara del mismo muchacho de bigotitos despeinados y no del hombre que ya ha pasado los umbrales de los 60.
Charly es un tipo bueno, dicen los costureros que lo conocen. Y son muchos los que saben de su existencia. Él les hace los trámites para sacar los documentos de residencia. Les cobra, por supuesto, pero también cuentan por ahí que está pendiente de los ojos de los bolivianos porque cuando ve que algunos se ponen amarillos, emite un grito de alerta. “¡Carajo chango!, vos estás con anemia, comé feijão (frejol)”.
Como hombre que sabe de trámites, pide a Evo Morales ordenar que en el carné de los bolivianos vaya el nombre del padre y de la madre del portador, tal como ocurre en Brasil.
La maga de la cocina
A sus 23 años, Mery Suaznábar ya fue esclava, supo lo que es el parto normal y aprendió a vivir en una villa miseria con casas de un solo cuarto pequeño y en lotes donde no queda campo para el patio.
Lo que le pone amarga su saliva no es ese cuartucho con techo de hule instalado en Los Pinos donde vive con su hijo recién nacido y su esposo Desiderio Arancibia de 22 años, sino, es ese cuarto de kilo de carne que le hacía comprar cada día la dueña del taller de costura donde estaba encerrada, para que haga magia dando de comer a 12 personas. Y encima lamenta que en la venta le daban espinazo. Cuenta que en el taller las mujeres dormían en un solo cuarto y los hombres en otro. Pero se pone roja cuando acuerda que los changos se entraban a la pieza de las chicas y que habían algunas parejas que lo hacían sin sentir pudor. “Una vez un tipo me sorprendió en mi cama, le avisé a la dueña y ella se enojó, el hombre me dijo que yo iba a morir”, dice sin dejar de sonrojarse.
José Bolivia no necesita el portugués
Sus amigos lo critican porque no habla bien el portugués y él les responde que no le interesa profundizarlo. En términos reales, a José Ortiz Dorado poco o nada le puede servir dominar la lengua de los brasileños. Es cierto que vive en São Paulo, pero también es cierto que desde que entra a trabajar hasta que se retira está rodeado de bolivianos y con ellos, como es de suponer, habla castellano, aunque también, aclara sorprendido, hay compatriotas que se hacen los brasileños.
Ortiz Dorado, que dentro de dos años cumplirá 60, de cuerpo menudo y de ojos alegres, trabaja en el consulado boliviano desde el 10 de septiembre del 1973 y su especialidad es atender al público. En su oficina bromean que él es el que decide cuándo un cónsul debe irse a su casa. José Bolivia es su nombre artístico. Canta y toca charango en el grupo floclórico Raza India y tiene grabados seis discos LP y un CD.
Vivió en la Ciudad Oculta
Maribel Aguilar (17) llegó al país argentino cuando tenía 10 años y nunca fue a la escuela. Quedó embarazada a los 15 y cuando se le empezó a notar la barriga, sus patrones, que la contrataron en Mar del Plata para que trabaje en las plantaciones de frutilla, dejaron de quererla y cuando tuvo a su hijo le abrieron la puerta para que se fuera. La joven nacida en Nor Chichas (Potosí), emigró a Buenos Aires y ahí fue contratada para labores de casa, pero corrió la misma suerte y a los tres meses volvió a toparse con la indiferente y fría calle. Cargó con su hijo y fue a cobijarse en un espacio donde no estorbara en la estación de buses de Liniers. De ahí la recogió una mujer adulta y la llevó a una villa donde viven bolivianos conocida como la Ciudad Oculta, un sitio tenebroso que la otra gente apenas se atreve a mirarla de lejos. Fue rescatada por personas especialistas en ayudar al prójimo.
Licencia para existir
Exigencia. Cuando un migrante pide trabajo digno, le preguntan si tiene papeles. Es como si para respirar se necesitara poseer documentos, comparan los afectados
El boliviano que vive en Buenos Aires o en São Paulo y no tiene su documento de radicatoria (residencia), es un hombre muerto. Si va a pedir trabajo, no se lo dan, a no ser para esclavo a tiempo completo. Cuando se ha quedado sin plata y sus familiares de acá le quieren mandar dinero por un banco, no puede recogerlo porque en esos países es un “pecado mortal” que los “ilegales” hagan trámites financieros.
Así deambula en el abandono y para librar sus batallas se junta con otros desdichados con los que va formando villas miserias. Para no morir de hambre se somete a los trabajos indignos que le impiden el sueño, y cuando su salud está quebrada, la sociedad y los derechos humanos, para lavar su conciencia, le dan permiso para que entre a los hospitales públicos, y si es que el sujeto se muere, hacen campañas públicas para asegurarle el féretro.
Los cónsules de Bolivia en São Paulo, Jaime Valdivia, y en Buenos Aires, Álvaro Gonzales Quint, coinciden en que esta realidad les duele y por eso apuestan a una solución que ellos creen que terminará o, por lo menos, le dará pelea al trabajo esclavo: luchar para que todos tengan una licencia para existir; es decir, un papel de radicatoria. Aseguran que se han puesto manos a la obra.
Jaime Valdivia hace un llamado para que los más de 80.000 compatriotas que cree que subsisten en la clandestinidad acudan a su oficina para beneficiarse con el acuerdo de regularización migratoria entre Bolivia y Brasil, suscrito el 15 de agosto de 2005 y que estará vigente sólo hasta septiembre. Es que la gente no está yendo y él cree que es porque muchos ingresaron a Brasil sin carné y sin certificado de nacimiento, documentos vitales para pretender ser legal. Además, es consciente de que cada miembro de la familia tiene que pagar una multa de más de $us 300 al Estado brasileño y sabe que eso les duele a los compatriotas, pero les pide que hagan un esfuerzo. El consulado en Buenos Aires aprendió que la burocracia es el peor obstáculo para que los bolivianos no puedan sacar sus papeles. Es por eso que la Cancillería envió una comisión, compuesta por abogados y policías, para que por tres dólares se les entregue en 48 horas el certificado de nacimiento, el de nacionalidad y el de antecedentes penales, que son los que pide Argentina a todos los bolivianos que quieren beneficiarse con el programa Patria Grande. La noticia se extendió como pólvora y los bolivianos se van la noche antes al Consulado para alimentar una fila de tres cuadras, llena de gente que quiere empezar a existir.
Roberto Navia Gabriel (Bolivia, 1975) es coautor de Un tal Evo, biografía no autorizada del presidente Evo Morales que escribió con Darwin Pinto. A cuenta de este reportaje, que fue originariamente publicado en el diario boliviano El Deber, de Santa Cruz, escribe: “Cada vez que esta crónica hace noticia, uno o dos talleres de costuras clandestinos son clausurados en Brasil o Argentina o por lo menos alguna autoridades promete que van a luchar contra los grilletes del siglo XXI. Eso ocurrió el 2007, cuando se supo que este texto ganó el premio Ortega y Gasset. Ahora que Alfaguara ha elegido un capítulo para el libro Antología de crónica latinoamericana actual: ‘Compran bolitas a precio de gallina muerta’, el asunto ha resucitado en el debate público”. Por eso lo traemos a FronteraD, y para celebrar la publicación de la antología, coordinada por Darío Jaramillo Agudelo.