Se escribe con profusión que el siglo XXI comenzó el 11 de septiembre del 2001, día del ataque y derribo de las Torres Gemelas de Nueva York.
El atentado de Al Quaeda fue en efecto algo insólito en su espectacularidad y alcance. Resulta que Estados Unidos, la nación más poderosa de la Tierra, era vulnerable.
Los ingredientes del ataque eran únicos: su magnitud, en primer lugar. Casi 3.000 muertos en hora y media. Estados Unidos no había perdido tanta gente en una jornada desde una batalla de su Guerra de Secesión. En segundo lugar, los objetivos importantes y emblemáticos alcanzados, las Torres Gemelas y el Pentágono. Finalmente, la visibilidad. En directo o en diferido fueron contemplados por miles de millones de personas. El logro iba más allá de lo soñado por la mente de Bin Laden.
La reacción no se hizo esperar. Estados Unidos lanzó su aplaudida operación en Afganistán, con éxito aunque se les escapara Bin Laden, y otra con mucha mayor división de opiniones y enorme costo a la larga en Irak.
La ONU tampoco se cruzó de brazos. Su sede principal está en la ciudad de la atrocidad. Muchos delegados conocían o tenían cercanas referencias de víctimas de los ataques. Amedrentada y solidaria, la organización aprobó con bastante prontitud un par de resoluciones. La 1.368, que amparaba indirectamente la represalia estadounidense en Afganistán (invocando el principio “del derecho inmanente a la legítima defensa individual o colectiva”, daba un sustento a la intervención) y la más general, la 1.373, que exigía a los países miembros negar apoyo a los terroristas, cortar sus fuentes de financiación, etcétera. Creaba un comité, que más tarde presidí durante un año, para vigilar el comportamiento de los gobiernos.
Más tarde, espoleado por los atentados de Londres, el Consejo de Seguridad aprobó otra resolución, la 1.624, que prohíbe, entre otras cosas, la incitación a cometer actos de terrorismo. Traducía el deseo británico de meter en cintura a las escuelas religiosas (islámicas) que propagan ideas terroristas.
La actuación de las Naciones Unidas no ha tenido toda la operatividad deseada. De un lado, la organización no ha sido capaz de parir una definición formal de terrorismo. Ha chocado con la realidad de que en ocasiones lo que para unos es terrorismo para otros es un acto de liberación. Por otra parte, el comité funciona con la regla del consenso, es decir la unanimidad (el consenso se convierte en el veto del pobre). Los gobiernos, aprobada la resolución que les interesa, no han mostrado mucho celo en ponerla en práctica.
La enjundia del tema ha permeado bastante más las mentes cuando uno u otro estado ha sufrido en sus carnes el flagelo (Francia con Charlie Hebdo, Pakistán con la masacre de sus 162 cadetes militares, Japón con la espeluznante decapitación de un periodista nipón…). La ONU, con todo, juega sólo un discreto papel en esta lucha.
Pasemos entonces a la conducta bilateral de los gobiernos. Los escollos tampoco son aquí insignificantes. Veamos algunos:
a) Rencillas nefastas entre agencias de un mismo país (CIA y FBI en Estados Unidos…) o las de países aliados o entre actores domésticos. Mencionemos dos ejemplos recientes de lo último. El Congreso de los Estados Unidos tiene problemas en estas fechas para autorizar la guerra que solicita el presidente Barack Obama contra el ISIS (Estado islámico). Los demócratas temen que la autorización sea muy amplia, los republicanos, obsesionados con torpedear a Obama en cualquier materia, piensan que hay demasiadas cortapisas para el uso de la fuerza. En Irak sólo en diciembre se logró un acuerdo del gobierno con la minoría kurda para luchar contra las fuerzas del ISIS
b) Egoísmo de los Estados. Francia lo exhibió de forma bochornosa hace años cuando nuestro gobierno luchaba contra ETA. Turquía tiene remilgos ahora en ayudar a los kurdos por temor de que se eso aliente sus aspiraciones independentistas.
c) Apoyo o pasividad de amplios sectores de las sociedades islámicas. Grupos que han integrado el ISIS han sido financiados por entidades o personas de países del Golfo Pérsico. Por otra parte, los creadores de opinión de muchas naciones musulmanas vienen siendo desesperadamente lentos a la hora de condenar las barbarie de los extremistas de su religión. Se tarda en deslegitimarlos de forma clara y fulminante.
d) Disparidad a la hora de abordar temas cruciales como la toma de rehenes, tan lucrativa para los terroristas. Hay países que no pagan, al parecer Estados Unidos y Reino Unido, y otros que sí, entre los que nos encontramos. España parece haber abonado varios millones de dólares por la liberación de tres rehenes. Las consecuencias de transigir en este punto son desastrosas. Es una burla de la cooperación internacional, tiene un efecto llamada, con el pago se está financiando el montaje de actos similares…
e) Previsibles corsés legales para combatir la plaga detectando a los conspiradores (escrúpulos acrecentados por las revelaciones de Snowden). Se trata de nuevo de la pugna entre privacidad (inherente a cualquier estado de derecho) y la seguridad. De difícil resolución, dada la aparición de nuevas y letales amenazas. El Financial Times editorializaba hace escasas semanas con la bonita frase de que “ha llegado el momento de equilibrar la balanza entre privacidad y seguridad”. Ese equilibrio es complicado, inestable, en una sociedad democrática.
Robert Hannigan, nuevo jefe de los servicios de inteligencia británicos, afirmaba al poco de su nombramiento que “la privacidad nunca ha sido un derecho absoluto” y que ningún gobierno responsable “puede tolerar” una situación en la que los ciudadanos se comunican por las redes sociales sin la menor posibilidad de una supervisión legítima en estos supuestos.
El problema se complica con la existencia palpable y real de la quinta columna que incuba en las sociedades europeas, es decir, la de las docenas de jóvenes islamistas de ambos sexos que han hecho su viaje de turismo terrorista a Irak o Siria y regresan a España, Reino Unido o Francia. En algunos casos no es preciso ni que hayan viajado. La declaración regicida atribuida al dirigente yihadista recientemente detenido en España (“Felipe sabrá lo que es sufrir cuando sus hijas estén bajo los escombros”) es bastante elocuente.
Esas personas requieren una especial e intensiva vigilancia y, según los servicios de inteligencia, no sólo física. Seguir a una persona las 24 horas del día precisa de un equipo de siete u ocho agentes. Pocos servicios del mundo cuentan con tanto personal.