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Mientras tantoEscribir de cabeza

Escribir de cabeza


Fotograma de 'Resacón en Las Vegas' (2009), de Todd Phillips.
Fotograma de ‘Resacón en Las Vegas’ (2009), de Todd Phillips.

Ha vuelto a ocurrir: me prometí tomarme unas pequeñas vacaciones y lo que ha terminado sucediendo es que, sin avisar, llevo más de un mes y medio postergando mi regreso. Qué quieren que les diga: a veces, un poco de descanso le viene bien a todo el mundo; pero descansar indefinidamente no le puede sentar bien a nadie. Eso es, al menos, lo que plantea Ottessa Moshfegh en su última novela, Mi año de descanso y relajación (Alfaguara, 2019), en la que su protagonista, harta de vivir como hasta ahora, decide encerrarse en su abarrotado apartamento neoyorquino con somníferos y relajantes, con películas de Whoppi Goldberg y Harrison Ford, y se empeña en permanecer los próximos doce meses de su vida sin levantarse de la cama, de la silla o del sofá; básicamente, sin preocuparse de otra cosa que no sea su medicación, sus dos tazas de café diarias (para tener algún estímulo de vez en cuando) o la cita con su terapeuta habitual. Al principio, como resulta evidente, todo va fenomenal; pero, conforme van transcurriendo las semanas, la tranquilidad desaparece y, mientras duerme, la protagonista empieza a rebelarse y a actuar inconscientemente: bajando a comprar helados sonámbula, hablando con desconocidos por internet, gastándose una millonada en comida china a domicilio y despertándose al día siguiente sin recordar absolutamente nada: ni qué estuvo haciendo, ni dónde, ni con quién. ¿Lo peor? Que ya ni siquiera «mantenía conversaciones mentales conmigo misma. No había mucho que decir. Así supe que el sueño estaba surtiendo efecto: cada vez estaba menos apegada a la vida».

Ahora que, por ejemplo, yo ya he dormido las suficientes horas y he recuperado el sueño perdido, me parece que la vinculación más importante que existe a este respecto no es la que relaciona el descanso con la salud mental -que está muy bien, nadie lo duda-, sino aquella que iguala las «conversaciones mentales» con el apego -o la falta de apego- a la «vida» misma. De hecho, no hubiera podido aguantar estos cuarenta y dos días sin publicar en esta frontera digital si no hubiera estado escribiendo de cabeza, si no hubiera estado hablando conmigo mismo todo el tiempo acerca del futuro, de las ideas pendientes y de cómo escribiría cuando volviera, ¡por fin!, a escribir.

En el fondo, ocurre lo mismo que planteaba don Pancracio en forma de enigma en Los detectives salvajes (Anagrama, 1998), de Roberto Bolaño: «Un poeta se pierde en una ciudad al borde del colapso, el poeta no tiene dinero, ni amigos, ni nadie a quien acudir. Además, naturalmente, no tiene intención ni ganas de acudir a nadie. Durante varios días vaga por la ciudad o por el país, sin comer o comiendo desperdicios. Ya ni siquiera escribe. O escribe con la mente, es decir, delira. Todo hace indicar que su muerte es inminente. Su desaparición, radical, la prefigura. Y sin embargo el susodicho poeta no muere. ¿Cómo se salva?». Está claro: sintiendo apego por la vida, hablando consigo mismo, escribiendo con la mente, delirando. Al igual que le sucedería al protagonista del pasaje, «lo que hice fue escucharlo y luego imitarlo, es decir, quedarme en silencio», pero sin dejar de practicar y de hilvanar párrafos y versos; escritos todos, claro, de cabeza.

Tal y como decía Dani Mosca en Tierra de campos (Anagrama, 2017), de David Trueba, «no suelo tomar notas, porque sólo creo en las ideas que sobreviven al olvido». Y es que, si tenemos un cerebro capaz de almacenar una novela o una canción, como era el caso, ¿para qué queremos una libreta, un móvil o un ordenador?

Del mismo equipo, sin ir más lejos, era el autor ruso Eduard Limónov, quien, según Emmanuel Carrère, mientras estuvo retenido en el campo de prisioneros de Engels por culpa de sus pretensiones militares, se recita a sí mismo «poemas que se sabe de memoria» para evadirse, «o bien, la mayoría de las veces, escribe. Mentalmente, por supuesto, como hacía Solzhenitsyn cincuenta años antes que él: compone frase a frase, párrafo a párrafo, capítulo a capítulo, memorizándolos a medida que los crea, y de este modo mejora cada día las prestaciones de un disco duro que ya es impresionante». Un día, un carcelero se le acerca y le ordena que le enseñe su diario: «lo hojeó en un silencio cargado de amenazas y finalmente le preguntó: “¿Hablas de mí, aquí?” Eduard pasó miedo aquel día, y desde entonces sólo toma notas diplomáticamente edulcoradas. Empleará la memoria para completarlas cuando salga. Hace bien. Justo antes de su liberación, sus cuadernos desaparecen misteriosamente y se verá obligado a reescribir de cabo a rabo, sin ninguna nota, el libro compuesto en Engels. Le sale uno mejor, según él».

Al fin y al cabo, escribir única y exclusivamente con la mente tiene esas ventajas: te mantiene apegado a la vida, te ayuda a no morirte y a no perderte en una ciudad ajena, es beneficioso para tu memoria y, además, es beneficioso para ti, como autor. Ya pueden intuir, entonces, a qué he dedicado estas semanas: no es que no estuviera escribiendo, es que estaba, precisamente, escribiendo sin escribir; estaba, simple y llanamente, escribiendo de cabeza. Y no saben la de cosas que he encontrado, y, tampoco, la de cosas (y la de textos) que luchan por salir.

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