De acuerdo con John Lukacs, el historiador estadounidense nacido en Budapest, T. S. Eliot dijo una vez que escribir es el “deseo de vencer una preocupación mental expresándola conscientemente y con claridad”. Quizá. Esa es una manera, entre otras, de definir la necesidad de escribir. Aunque, si lo pensamos bien, podríamos darle la vuelta a esa definición: escribir es expresar inconscientemente y de forma sombría una preocupación mental al verse uno derrotado por ella. Eso depende del estilo del autor y sus manías; del género literario y los temas tratados. En cualquier caso, el impulso surge, fundamentalmente, de una “preocupación mental”. Ahí, en esa incomodidad latente, reside el deseo de contar. George Orwell, por su parte, en su célebre ensayo Por qué escribo, situó el origen de la escritura en el paraíso solitario de la infancia, y estableció una serie de motivos concretos que le indujeron a escribir desde su juventud, entre los cuales se encontraba el llamado “propósito político”; es decir, el deseo “de alterar la idea que tienen los demás sobre la clase de sociedad que deberían esforzarse en conseguir”.
Leyendo el segundo volumen de las cartas de Hunter S. Thompson, titulado Fear and Loathing in America: The Brutal Odyssey of an Outlaw Journalist, uno puede observar cómo confluyen ambas definiciones. No sabemos si el autor expresa consciente o inconscientemente su preocupación mental (en muchas ocasiones los efectos de las drogas le impiden identificar con claridad el concepto de consciencia), pero podemos estar seguros de que el intercambio epistolar que mantuvo el escritor con editores, periodistas, escritores, políticos, amigos y familiares puede alterar la idea que tenemos sobre la clase de sociedad que deberíamos esforzarnos en conseguir.
Las misivas fueron escritas entre el año 1968 y el año 1976. Thompson acababa de publicar su primer libro, Los ángeles del infierno (1967) –una crónica sobre la temporada que el escritor se pasó conviviendo con el famoso grupo de motoristas callejeros–, que terminó siendo un sorprendente éxito de ventas (casi medio millón de ejemplares vendidos) y le convirtió, de ese modo, en el nuevo enfant terrible de las letras estadounidenses. El autor había removido el avispero de la América profunda indagando en el pavor que despertaban aquel grupo de “perdedores” y “outsiders” en una nación que vivía intensos cambios políticos promovidos, en su mayor parte, por influyentes activistas e intelectuales. Hasta ese momento, Thompson era un extravagante reportero que escribía para publicaciones como el desaparecido The New York Herald o revistas como The Nation o The New York Times Magazine, en las que hacía perfiles y reportajes sobre los poetas de la Generación Beat, bailarinas de striptease, políticos californianos y trabajadores inmigrantes. El estilo de aquellos artículos, así como el novedoso enfoque personal que el autor daba al contenido –introduciéndose en la historia y participando de todas y cada una de las actividades de los protagonistas de la misma– fue rápidamente apreciado por los editores en las salas de redacción y elogiado por ilustres compañeros periodistas, como el gran cronista de la clase trabajadora y ganador del Premio Pulitzer, Studs Terkel, y el novelista Tom Wolfe, quien no dudó en incorporar al autor años más tarde en su clásica antología, El nuevo periodismo (1973).
Sin embargo, fue el éxito de Los ángeles del infierno lo que le proporcionó a Thompson la libertad suficiente para seguir explorando ese particular estilo de narrar los acontecimientos. Aunque revistas y periódicos se peleaban por incluir al reportero de moda entre sus colaboradores, pronto se percataron de las dificultades que surgían en el proceso de edición, ya que al escritor, a decir verdad, no le interesaba ceder demasiado en las negociaciones (en una carta a Gerald Walker, el editor de la sección de cultura de The New York Times, quien le había sugerido ordenar el artículo de una forma más “cronológica”, Thompson manifiesta su desagrado afirmando que “si quisiera escribir con el estilo “de las cinco W”, en referencia a las clásicas cinco preguntas clave de una noticia, “hubiera mandado junto con el manuscrito original una solicitud de trabajo para el periódico”). La excesiva honestidad de algunas aseveraciones que contenían sus reportajes incomodaba a los dueños de las publicaciones, debido a las posibles represalias que podrían llevar a cabo los anunciantes (la revista Playboy rechazó uno de sus artículos sobre el campeón olímpico de esquí, Jean-Claude Killy, a quien llamaba “tonto avaricioso”, y redactó un informe interno en el que se afirmaba que la “estúpida arrogancia” del periodista era “un insulto a todo lo que nosotros representamos”), y las disparatadas anécdotas que venían incorporadas en la correspondencia sobre las asignaciones causaban una cierta confusión entre los destinatarios, quienes no sabían cómo reaccionar ante la estrambótica escena rememorada por el remitente (en una carta dirigida al editor de la revista Esquire, Don Erikson, sobre una posible pieza sobre la Asociación Nacional del Rifle, Thompson le confiesa que acaba de hacer “un agujero en su salón con su escopeta del calibre 19”, debido a “una mezcla de pólvora y LSD”).
A pesar de los excesos y las excentricidades, de las largas noches bañadas de mezcalina, hachís y ácido lisérgico, estas cartas nos revelan algo esencial (y en ocasiones traumático) sobre el periodismo y la literatura: la lucha del escritor por escribir y ser publicado. La publicista de Random House (la editorial estadounidense donde publicó Thompson su primer libro), Selma Shapiro, solía manifestar a todo aquel que quisiera escucharla que Hunter S. Thompson, si bien no era el más disciplinado de la casa, era sin ninguna duda el más talentoso, por encima de otros escritores de la editorial como Normal Mailer. En uno de los escritos más conmovedores del libro, el autor le comunica a Shapiro en la respuesta a una de las cartas enviadas por la publicista que “cualquier cosa decente y humana me pone nervioso”. “Cuanto más conozco mi país, más creo que debo vivir en otro lugar”, le confiesa Thompson, y añade: “Es muy deprimente escribir sólo por dinero, pero eso es exactamente lo que debo hacer ahora”.
Cuando la revista Rolling Stone comenzó a publicar, en 1971, una serie de artículos del periodista bajo el seudónimo de Raoul Duke, que llevarían por título Miedo y asco en Las Vegas –unos relatos sobre las alucinógenas aventuras que vivió el reportero junto con el abogado y activista Oscar Acosta en el estado de Nevada–, Random House estudió la posibilidad de recopilarlos en un libro. Jim Silberman, editor jefe de compañía, no tenía muy claro si se trataba de una obra periodística o una obra de ficción, y así se lo hizo saber al autor. Ante esa pregunta, Thompson no desaprovechó la oportunidad para exponerle a Silberman quiénes eran las personas interesadas en establecer dicha distinción:
“Probablemente el gran avance en este frente fue En el camino, de Jack Kerouac, una larga obra de periodismo de autor, que la editorial (Viking) decidió llamar ficción porque si decían que se trataba de “periodismo” ningún crítico literario la reseñaría. Ni siquiera los editores de la revista Time y The New York Times. Y, si ellos la ignoraban, el libro fracasaría”.
Según Thompson, el “nuevo periodismo”, en realidad, nunca existió; este solamente subsistía en las mentes de aquellos que tenían intereses personales en el “viejo” –profesores, editores y críticos–, quienes nunca entendieron que “los mejores escritores jóvenes del país ya no reconocen la línea que separa la ficción del periodismo”. Para ello, el escritor señala como ejemplo al poema escrito por Lawrence Ferlinghetti (miembro de la generación beat y fundador de la librería de San Francisco, City Lights) sobre el presidente Dwight Eisenhower, “que no se diferenciaba mucho de los artículos de Harrison Salisbury publicados en la primera página del periódico The New York Times”, puesto que ambos estaban llamando a Eisenhower “viejo ignorante” rodeado de “ladrones y lacayos”.
El argumento esgrimido por Thompson es fácilmente comprensible: ambos autores denunciaron a una determinada persona o personas basándose en unos determinados hechos recurriendo a distintos estilos –la poesía y la crónica–, y ambos autores transmitieron información a los lectores, despertaron conciencias y contribuyeron a la imprescindible vigilancia del poder. Ahora bien, la diferencia entre estas formas de contar no radicaba en la exposición de una realidad, algo que tanto Ferlinghetti como Salisbury se supone que deseaban realizar, sino en los métodos, ambos legítimos y necesarios, que utilizaron para lograrlo. Aunque Jack Kerouac, William Burroughs y Allen Ginsberg constituyeron, como asegura Thompson, “una fuerza básica en la sublevación nacional del año 1960” que acabó conduciendo, en mayor o menor medida, “a la asombrosa derrota del vicepresidente Richard Nixon contra un joven y desconocido senador llamado John F. Kennedy”, no debemos olvidar que, una década después, Nixon, instalado ya en la Casa Blanca, se vio obligado a dimitir, entre otras cosas, porque un grupo de redactores desconocidos que trabajaban para la sección local del Washington Post comenzaron a destapar las escandalosas irregularidades cometidas en su administración.
La presión ideológica y el activismo social que los escritores ejercieron, explícita o implícitamente, para frenar lo que parecía ser el inevitable ascenso político de Richard Nixon en los años sesenta representó una forma de reacción ante el peligro que podría causar en el gobierno un hombre que, según Robert Kennedy, representaba “el lado oscuro del carácter americano”. Sin embargo, la información presentada al heterogéneo público estadounidense por unos periodistas de un diario de la capital, en aquel momento no tan distinguido, provocó la caída del político californiano cuando poseía todo el poder y que, como demuestran las grabaciones recientemente publicadas, haría cualquiera cosa que fuera necesaria para mantenerse en él.
Thompson, no obstante, acierta cuando afirma que tanto el periodismo como la literatura “deben ser juzgados por sus propios méritos”, más allá de los “confusos contextos donde se desarrolle el acto de escribir”. Desde ese punto de vista, precisamente, debemos leer sus cartas. El libro transciende, sin ninguna duda, el género epistolar, y abarca mucho más de lo que este –supuestamente– nos proporciona. En sus páginas podemos encontrar, por ejemplo, un manual sobre cómo hay que leer sus escritos (“una jeringuilla de 10 pulgadas rellena de ron, tequila o Wild Turkey inyectada directamente en el estómago”), respuestas a lectores entusiasmados que, a raíz de la publicación de Los ángeles del infierno, pretendían unirse al club de motoristas (“si pudiera entender cómo un chico como tú, que parece brillante, puede tomarse lo suficientemente en serio a los Ángeles del infierno como para unirse a ellos… Creo que tienes lo suficiente… como para necesitar una falsa identidad de una cazadora”), consejos dirigidos a Tom Wolfe sobre un posible cambio de vestuario junto con algún que otro reproche (“indigno bastardo… Ahí estás tú, recorriendo la jodida Italia con tus sucios trajes blancos de dos mil dólares… mientras yo estoy aquí fuera, en estas montañas congeladas en una batalla a vida a muerte… y una legión de abogados nazis haciendo de mi vida una pesadilla”), y extensos párrafos plagados de temas mezclados cuya tesis principal se había originado, fundamentalmente, en una paranoia. Aun así, en el fondo de ese intercambio de pareceres efectuado en ese aparente caos subyace una obra literaria independiente y coherente que resulta ser –además de una colección de escenas pintorescas protagonizadas por un personaje singular– una de las mejores piezas autobiográficas de la literatura estadounidense sobre las inevitables transformaciones que acarrea, en ocasiones, el inexorable ascenso de un escritor hacia la cima de su carrera literaria. Durante el periodo de tiempo en que se elaboraron estos textos, Hunter S. Thompson publicó, además de los libros anteriormente citados, Fear and Loathing on The Campaign Trail’ 72 (1973), una compilación de reportajes realizados para Rolling Stone sobre la campaña de las elecciones presidenciales del año 1972, cuando el candidato demócrata George McGovern se enfrentó al presidente republicano Richard Nixon. Este libro, según Matt Taibbi “todavía considerado como la biblia del reporterismo político”, marcó un antes y un después en la cobertura de las campañas presidenciales y transformó a Thompson, de nuevo, en un fenómeno sociológico, al incorporar su estilo gonzo, como él lo denominaba, en el campo de la crónica política. Desde la publicación de esta obra, el reportero inició una serie de conversaciones con otros destinatarios que también habitaban en el universo político americano, al tiempo que se sumergía con pasión en la vorágine de las campañas. Fear and Loathing in America: The Brutal Odyssey of an Outlaw Journalist nos descubre que mientras la relación con su compañero de fatigas en Las Vegas, Oscar Acosta, se iba progresivamente deteriorando, Thompson entabló nuevas amistades, como ilustra la interesante relación con el político conservador y asesor del presidente Nixon, Patrick J. Buchanan (“estamos tan radicalmente en desacuerdo en casi todo que es un verdadero placer beber con él”), y apoyó con evidente entusiasmo al candidato demócrata a las elecciones presidenciales de 1976, Jimmy Carter, una vez tuvo la oportunidad de presenciar el discurso pronunciado por este en la Universidad de Georgia el 4 de mayo de 1974 (“nunca he escuchado una pieza de oratoria tan prolongada que me impresionara tanto como el discurso pronunciado por Jimmy Carter este sábado por la tarde”).
Estas epístolas, en cierto modo, comprenden los años del éxito, antes de que se consumara definitivamente “la muerte del sueño americano”, que tanto perturbaba al autor, y que iba a ser el título de un libro suyo (que finalmente no se escribió y que, como muestra este libro, generó una enorme frustración a todos los involucrados en el proyecto) sobre la Convención Nacional Demócrata de Chicago de 1968, año en que Thompson despierta políticamente ante la violencia que la fuerzas policiales estaban empleando contra los manifestantes: “Fui a la Convención Demócrata como periodista… y volví como un salvaje revolucionario”.
En 1970, el periodista se presentó a Sheriff del condado de Pitkin, Colorado, montando una de las campañas más disparatadas de la historia –se preguntaba “cuántos freaks, beatniks, criminales y anarquistas” estarían dispuestos a votar por él–, y generó una atención considerable entre los valedores de la contracultura, así como el inesperado apoyo de prestigiosos periódicos nacionales. Con todo, los textos en los que manifiesta sus deseos de cambiar las cosas, de participar en política, en vez de escribir sobre ella, son una demostración clara del compromiso intelectual y político del escritor, que sufría intensamente con los problemas de su país y deseaba con sinceridad una sociedad más justa.
Después de los triunfos cosechados en el terreno literario, comenzaron a llegar reconocimientos y premios de instituciones tan dispares como la Universidad de Notre Dame, la prestigiosa facultad católica, que seleccionó al escritor como finalista en uno de sus galardones. Es curioso percibir en su respuesta, además del respeto y el agradecimiento mostrado a la institución, una de las virtudes más destacadas del escritor, fácilmente identificable a lo largo de las páginas de este libro: la perseverancia. Thompson nunca se rinde ni deja de trabajar. Esto es algo que puede asombrar a muchos lectores que, fascinados por la desenfrenada vida que llevó (y no hay duda de que así fue), confunden equivocadamente al autor con su obra. Su responsabilidad como escritor y su ética profesional son incuestionables y, todavía más, el amor que siente por un oficio apasionante pero difícil que no siempre le correspondió de la misma manera. Y así lo expresa en una de las últimas misivas recogidas en este volumen, cuando describe uno de los grandes problemas del periodista, la precariedad, lamentándose de la escasez de recursos para llevar a cabo su trabajos: “El problema –que siempre ha existido en el periodismo– ha sido la reticencia de los editores a pagarme por la investigación sobre una historia que no puedo garantizar que resulte un éxito extraordinario en los quioscos”.
Hunter S. Thompson se suicidó en el año 2005 disparándose con una escopeta, y dejó una nota, publicada por la revista Rolling Stone, en la que expresaba su agotamiento y hastío, reconociendo las complicaciones que tenían que soportar aquellos que decidieron irse a vivir con él –hijo, esposa y nieto– mientras daba a entender que ya tenía planeado acabar con su existencia:
“No más juegos. No más bombas. No más paseos. No más diversión. No más nadar. 67 años. Han pasado 17 de los 50. Son 17 años más de los que yo quería o necesitaba. Aburrido. Estoy siempre insoportable. No soy divertido para nadie. Te estás volviendo codicioso. Compórtate de acuerdo con tu avanzada edad. Relájate, no te va a doler”.
A su funeral, ostentoso y convenientemente registrado por las cámaras, acudieron unas trecientas cincuenta personas. El historiador Douglas Brinkley, albacea del autor y editor del volumen de cartas que nos ocupa, dijo que más allá del malditismo que ostentaba el personaje público, Thompson “quería ser recordado como un escritor”.
Fear and Loathing in America contiene, en definitiva, sustanciosa información biográfica, datos concretos relacionados con el cobro y adelanto de asignaciones, elocuentes exposiciones de las consecuencias que conlleva el ejercicio de la profesión periodística en la vida personal y descripciones detalladas sobre el frecuente consumo de todo tipo de sustancias e ingentes cantidades de alcohol. Pero, además del “confuso contexto” donde se desarrollaba el “acto de escribir”, este libro trata, sencillamente, de eso; de escribir, expresando, consciente o inconscientemente, una maldita preocupación mental. Algo que Hunter S. Thompson, en realidad, hacía de maravilla.
Xabier Fole es periodista y redactor de televisión. Graduado en Historia por el City College de Nueva York, especializado en historia intelectual de los Estados Unidos, colabora como fact-checker para The New York Times en la sección Syndicate. En FronteraD ha publicado La obsesión posmodernista y la fascinación por el absurdo: David Lynch, Foster Wallace y Thomas Pynchon, El mito de la Reconstrucción y la revista ‘The Crisis’. La resistencia de los intelectuales afroamericanos, Los hechos son sagrados. El fact-checker y la importancia del periodismo y John Lewis Gaddis: el historiador que surgió de la guerra fría.