Cuando termine el calor en mi ciudad accidental y baje el termómetro me vendrá la añoranza y cuando los días se hagan más cortos desearé de nuevo regresar al verano. La insatisfacción permanente. Esa es mi contradicción, la mía y quizás la de muchos como yo. Pocas veces recurro a las redes sociales como Facebook, Instagram o Twitter. Salgo aturdido cuando lo hago. Hay que estar en ellas, aseguran quienes de esto saben. Pues bien, yo de eso cada vez sé menos, además de considerar que mucho de lo que allí se vierte es ante todo un ejercicio egocéntrico para que los demás sepan que sé de todo: del virus, de la factura de la luz, del independentismo catalán, de Luis Enrique, de Afganistán y hasta de los rumores de que Bergoglio se plantea imitar a su antecesor y dejar el papado. Lo ha desmentido, lo cual no significa que ni siquiera lo haya pensado. Lo privado, lo íntimo se queda en la cabeza de cada uno.
Es en esos momentos del desconcierto cuando renuevo mi cuota anual de militante del partido de los que prefieren estar solos, emulando al protagonista de la última novela de Aramburu. Por cierto, ¿son necesarias 700 páginas para describir los avatares de un individuo que no deja títere con cabeza y que rezuma amargura por los cuatro costados sobre el mundo, el amor, las mujeres, los hijos etc etc etc? Al final con quien mejor se lleva es con su querida perra, pero incluso hacia ella muestra un momento de debilidad y maldad.
Auguro que Los vencejos, como así se llama el último libro del escritor vasco afincado en Alemania, tendrá éxito de ventas aunque seguramente no tanto como Patria, con la que vendió más de un millón y medio de ejemplares y se llevó el pasado año a la tele convertida mediante la plataforma HBO en una serie también exitosa, con un elenco de actrices y actores que recibieron merecidamente premios. A mí esa novela me gustó mucho, aunque también consideré cuando la leí enormemente larga. Yo había escrito dos años antes un libro mucho más breve y probablemente peor (Retorno a Zumaia, Sb-ebooks.com, 2014), que apenas tuvo difusión, centrado en el terrorismo etarra y en el perdón y arrepentimiento terrorista. Aramburu no sabrá de ese libro y por no saber ni siquiera tendrá conocimiento de mi existencia como es lógico.
Por entonces yo ignoraba casi todo del problema vasco pues había vivido mucho tiempo fuera de España. Sin embargo, el terrorismo en general era un fenómeno que siempre me había interesado, especialmente el que estalló en Italia durante los setenta y ochenta. El etarra me parecía menos sutil que el de por ejemplo las Brigadas Rojas o esa apología de la violencia que manifestaban intelectuales universitarios como Toni Negri, que tuvo que exiliarse en París.
El terrorismo etarra me resultaba incoherente, si es que la violencia política tiene argumentos y justificación alguna. Sobre todo después del fin de la dictadura, la reinstauración de la democracia y la aprobación en 1979 de un nuevo estatuto de autonomía vasco, refrendado en las urnas y que comportaba la celebración de comicios democráticos para la formación de un un gobierno y un parlamento autonómicos cada cuatro años. Me inspiré en mis periodos de niño veraneando en el bonito pueblo de Zumaia, no lejos de Donosti, en sus gentes que ya en los sesenta del siglo pasado mostraban orgullosas su identidad vasca y preferían el euskera antes que el castellano para comunicar. Recuerdo también poco antes de escribir mi novelita haber leído una colección de relatos, precisamente de Aramburu, Los peces de la amargura (Tusquets, 2006), que me impactó mucho. Fue un libro premiado. En menos de doscientas páginas, el autor me hizo entender el clima de miedo que se vivía en muchos pueblos de Euskadi donde los vecinos cerraban la puerta o bajaban las persianas ante un atentado y otros muchos no disimulaban su júbilo tras el crimen pues la víctima, afirmaban, se lo merecía. La historia contemporánea vasca está llena de barbarie, de bastante hipocresía y naturalmente de ese victimismo que caracteriza a la personalidad de cualquier movimiento nacionalista.
Pero volviendo a la largura del libro de Aramburu me viene a la cabeza la última novela de Javier Marías, Tomás Nevinson (Alfaguara, 2021), también extraordinariamente voluminosa (680 páginas) y que sin embargo no me resultó larga ni tediosa pese a que incluso el argumento era básico. Como tampoco me resultan pesadas muchas de las obras de Murakami, que no se distingue por escribir corto. Será que me atrapan y me relamo con la perfección y originalidad (en el caso del japonés) de su escritura.
Paul Auster, Jonathan Franzen y seguramente otros cuyo nombre ahora se me escapa acaban de sacar libros de muchas páginas. ¿Por qué esto? ¿Por qué de repente se ha puesto de moda hacer películas de dos horas y media o literatura kilométrica como si renacieran Tolstoi, Dostoievski, Balzac o Proust? No lo llego a entender del todo. Más si cabe en una sociedad como la actual donde no hay tiempo de leer (o directamente sólo se leen los tuits o nada) y se prefiere picotear de aquí o de allá para estar à la page. En realidad, las propias editoriales lo saben y sus expertos ya toman una decisión una vez leídas las primeras treinta páginas. A veces he pensado que un autor cree que tiene más peso, más valor, más poso literario una obra suya de medio millar de páginas que otra más corta. Si ha escrito tanto será porque tiene muchas cosas que contarme, pensaré yo ingenuo en el país de la inocencia. Al comentar esta tarde con un buen amigo esta nueva moda, me recuerda en un mensaje lo que proponía Italo Calvino: levedad, rapidez, visibilidad y exactitud. No sé qué decir. Ni levedad ni rapidez me producen novelas como Los vencejos, pero yo estoy ya en otra onda.