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Escribir porque sí

 

—Esta semana no has escrito.

—No, no se me ocurría nada. No tenía nada que decir.

—Pues has hecho bien. Si no tienes nada que decir, no escribas nada. Ese es el problema de los blogs, que se escriben demasiadas tonterías.

 

Esta semana tampoco tengo ninguna idea especialmente original. Pero un lector todos los martes me pregunta si he escrito, y esa es demasiada presión. Así que buscaré un atajo.

 

En otro post, al que vuelvo en demasiadas ocasiones, me planteaba por qué escribir un blog. ¿Qué tengo que decir? Si cambio de opinión de una semana a otra, si desde aquí he lanzado puntos de vista que hoy no defiendo. ¿Por qué yo? ¿A quién le interesa lo que yo pueda aportar? Si condeno por defecto a los apologistas y yo muchas veces soy uno más.

 

En estos últimos días, y ahí va el atajo, he leído sin buscarlo a varios escritores explicar por qué escriben. A Antonio Muñoz Molina, ganador del Príncipe de Asturias de las Letras, lo leí con más de una semana de retraso. ¿Que por qué escribe? Porque sí:

 

El único remedio aceptable que conozco contra el desaliento del oficio es el oficio mismo. Escribir poniendo artesanalmente en cada palabra los cinco sentidos. Escribir sin concederse la menor indulgencia. Escribir aceptando y disfrutando la soledad y agradeciendo el entramado de otros oficios fundamentales que lo convierten en uno de los oficios menos solitarios y más colectivos del mundo, como es solitario y colectivo el del músico y el del científico; agradeciendo el oficio del editor, del corrector de pruebas, del traductor, del librero, del crítico, el de otros escritores de los que uno aprende admirándolos, el oficio del que enseña a leer y del que trasmite en un aula el amor por la literatura; agradeciendo el oficio más placentero de todos, que es el del lector. Escribir con el miedo a no tener lectores y con el miedo a perderlos, sobreponiéndose lo mismo a los elogios que a las heridas. Escribir porque a pesar de todas las negaciones y las imposibilidades la escritura, como cualquier oficio, es sobre todo un acto de afirmación. Escribir porque sí.

 

Escuché a Gabriel Albiac (y esto ya lo compartí en otro post) citar en un discurso a Azorín. Escribir con inspiración y sin inspiración; con ganas y sin ganas:

 

…He escrito en muchos sitios a lo largo de mi vivir… No sé dónde he escrito con más fervor, con más verdad, con más entusiasmo. He escrito en cuartillas anchas y amarillentas, en cuartillas chicas y blancas. He escrito en un cuartito de estudiante, en la mesa de una redacción, en el campo, en la ciudad, en una estación, en la mesa de mármol de un café. He escrito por la mañana, por la tarde, a prima noche, en las horas de la madrugada, con el alba, con la aurora, a mediodía, a la tarde. He escrito estando bueno, con salud pletórica, enfermo, titubeante, sin sanidad y sin dolencia. He escrito con todas las luces, con sombras y con penumbras; con luz de aceite, grata luz; con luz eléctrica, agria luz; con la blanca y suave luz del gas; a la luz de las bujías, las románticas bujías. He escrito con pluma, con lápiz, con máquina de mesa y con máquina portátil, con pluma de agudo y con pluma de punto grueso. He escrito letra abultada y letra menuda. He escrito con inspiración y sin inspiración; con ganas y sin ganas. He escrito con ortografía y sin ortografía… He escrito novelas, cuentos, ensayos, comedias, artículos, muchos artículos, centenares de artículos, millares de artículos… ¿Cuántas cuartillas faltan? ¿Cuántas por llenar? ¿A qué altura estamos de la vida? ¿Nos quedará algún tiempo, algún tiempo para llenar algunas cuartillas más? ¿Y qué nos proponemos con llenar otras cuartillas? ¿Y qué nos proponíamos cuando llenábamos las cuartillas que representan [nuestros] primeros escritos? ¿Sabe alguien, con certeza, a dónde va cuando escribe?

 

Alberto Fuguet, en un texto genial sobre Bolaño, afirma que cuando uno escribe y publica lee de otra manera:

 

No sé si existe algo así como la objetividad al leer o al elegir leer algo, pero sin duda los dados se cargan cuando ese autor además es local, es conocido o es célebre. Y al revés: cuando un autor es totalmente desconocido, lejano (lituano, malayo, noruego) o su nombre no acarrea nada excepto misterio, el acercamiento también varía. Y ya que estamos en esto: desde el momento en que uno escribe y publica, se lee de otra manera. Se lee peor, se lee más atento, se lee por necesidad, por pega, por curiosidad. Se lee para robar, para sacar ideas, por morbo. Se lee con mala fe, mala leche, paranoia, distancia, ironía. Se lee también con hambre, para limpiar el paladar, para entretenerte, para alejarte de ti. Y para qué mentir: el factor competencia siempre está. Quizás uno siempre está compitiendo (y, de paso, perdiendo) con Borges o Hemingway o Coetzee, pero todo se altera cuando te toca leer a los que son más cercanos. Mientras menos es la distancia de edad y de kilómetros, más se altera y poluta todo. Edmundo Paz Soldán, uno de mis pocos amigos escritores, me lo dijo una vez, casi sin pensarlo, y nos reímos: si yo fuera chileno, te odiaría, me comentó. Y quizás yo también, le dije, al segundo, para noquearlo.

 

Emmanuel Carrère, en una deliciosa entrevista publicada por ‘The Paris Review’, explica cómo conseguir intensidad alejándose de las «grandes» palabras:

 

What I’m looking for is a balance between a natural tone—intimate, conversational, as you say—and the maximum amount of tension, so that I can keep the reader engaged. Sentences need to have electrical current. There has to be both tautness and flexibility, speed and slowness, as in martial arts, which I have done a lot of. You have to simplify sentences as much as possible while making them take on more and more complex subject matter. I like what Hemingway says—Like everyone, I know some big words, but I try my damndest not to use them.

 

[Otras entrevistas en ‘The Paris Review’ sobre el arte de la no ficción: Joan Didion, Gay Talese, John McPhee y Janet Malcolm]

 

George Orwell supo cuando tenía cinco o seis años que al crecer se convertiría en escritor. En ‘Por qué escribo’, dice: 

 

Lo que más he tratado de lograr durante los últimos diez años es hacer de la escritura política un arte. Mi punto de partida es siempre un sentimiento de camaradería, un sentido de la injusticia. Cuando me siento a escribir un libro, no me digo: “Voy a producir una obra de arte”. Lo escribo porque deseo exponer alguna mentira, o algún hecho sobre el que quiero llamar la atención, y lo que me preocupa es ser escuchado. Pero no podría emprender la labor de escribir un libro ni un extenso artículo periodístico, si no fuera también por una experiencia estética. Quienquiera que se interese en examinar mi obra, podrá ver que aunque contiene de manera muy clara propaganda, también hay en ella gran parte que un político de tiempo completo consideraría irrelevante. No quiero, ni es mi deseo, abandonar por completo la visión que adquirí cuando niño. Mientras viva y tenga salud continuaré sintiéndome fuertemente atraído por el estilo de la prosa, amando la superficie de la tierra, y obteniendo placer de los objetos sólidos, y sobras de la información inútil. No tiene caso querer eliminar esa parte mía. La tarea consiste en reconciliar mis simpatías y diferencias indelebles con el público esencial, actividades a las que nuestro tiempo nos fuerza a todos.

 

Compré ‘Maneras de ser periodista‘ (Libros del KO) para regalarlo y no para quedármelo. Eso es algo que me reprocho cada día. La editorial destaca esta cita de Julio Camba:

 

Yo lo mismo hago un artículo con una noticia de tres líneas que leo en el Daily Telegraph, que con las obras completas de Voltaire. Yo me voy al mar, por ejemplo. No cabe duda de que el mar es una cosa grande y hermosa. Pues para mí como si fuese un sombrero de paja. Toda su hermosura y toda su grandeza yo la reduzco rápidamente a una columna escasa de periódico; mando las cuartillas a su destino, y ya se han acabado para mí los encantos del mar, y, como los encantos del mar, las mujeres bonitas, y como las mujeres bonitas las obras maestras, y como las obras maestras las catedrales góticas, y los buques de guerra, y los campos sonrientes, y la primavera, y las fiestas movibles y todo. El articulista no puede gozar de nada, porque todo, en su organismo, se vuelve literatura, así como esos enfermos que no gozan de ninguna comida porque todas ellas se les convierten en azúcar. Esos enfermos son fábricas de azúcar, y nosotros somos fábricas de artículos.

 

Por qué escribo. La memoria me ha recordado antes de darle a publicar un reportaje en el que Jesús Ruiz Mantilla le preguntaba a varios escritores qué motivos hay para darle a la tecla. Una selección para la traca final.

 

Alberto Manguel: «Porque no sé bailar el tango, tocar un instrumento musical como la celesta o el glockenspiel, resolver problemas de matemáticas superiores, correr una maratón en Nueva York, trazar las órbitas de los planetas, escalar montañas, jugar al fútbol, jugar al rugby, excavar ruinas arqueológicas en Guatemala, descifrar códigos secretos, rezar como un moje tibetano, cruzar el Atlántico en solitario, hacer carpintería, construir una cabaña en Algonquin Park, conducir un avión a reacción, hacer surf, jugar a complejos videojuegos, resolver crucigramas, jugar al ajedrez, hacer costura, traducir del árabe y del griego, realizar la ceremonia del té, descuartizar un cerdo, ser corredor de Bolsa en Hong Kong, plantar orquídeas, cosechar cebada, hacer la danza del vientre, patinar, conversar en el lenguaje de los sordomudos, recitar el Corán de memoria, actuar en un teatro, volar en dirigible, ser cinematógrafo y hacer una película, en blanco y negro, absolutamente realista de Alicia en el País de las Maravillas, hacerme pasar por un banquero respetable y estafar a miles de personas, deleitarme con un plato de tripas à la mode de Caën, hacer vino, ser médico y viajar a un lugar devastado por la guerra y tratar con gente que ha perdido un brazo, una pierna, una casa, un hijo, organizar una misión diplomática para resolver el problema del Medio Oriente, salvar náufragos, dedicar treinta años al estudio de la paleografía sánscrita, restaurar cuadros venecianos, ser orfebre, dar saltos mortales con o sin red, silbar, decir por qué escribo».

 

Jorge Semprún: «Si lo supiese, tal vez no escribiría. Quiero decir, si lo supiera con certeza, si a cada momento pudiese proclamar taxativamente, sin vacilar, por qué escribo, y para qué, para quién o quiénes, si así fuera, tal vez no escribiría. O sea, que escribo, en cierta medida, para encontrar respuestas al porqué. Escribir no es un acto reflejo, ni una función natural. No se escribe como se come o se ama. No se agota en el hecho de escribir el portentoso, o doloroso, o lo uno y lo otro, milagro de la escritura. No se agota, al escribir, el deseo inagotable de la escritura. Tal vez porque sea ésta la mejor forma de sobrevivir. ¿Por qué escribo? Tal vez para sobrevivir a la muerte, la necesaria muerte que me nombra cada día».

 

Elvira Lindo: «No sabría vivir sin escribir. Todo lo que hago al cabo del día, lo que veo y escucho, lo que me provoca asombro, alegría o desdicha es material para ser contado. Y esa actitud vital, la de formar parte de la comedia humana pero la de ser también espectadora de ella, ese estar fuera y dentro a la vez, me ayuda a asimilar la experiencia de una manera enriquecedora. Escribo todos los días. Cuando no escribo me siento una inútil, así que he llegado a una conclusión radical: nunca podré dejarlo. No sé hacer otra cosa, no sabría vivir de otra manera».

 

Andrés Trapiello: «¿Para que escribe uno? Para responder sin afectación algún día esta pregunta. Lo natural es hablar, incluso cantar, pero no escribir. Poner las palabras por escrito en un libro es, decía Unamuno, una «tragedia del alma», y acaso se escriba por miedo a quedarse uno a solas con su dolor, como si escribir fuese un remedio, y no un veneno. Así lo siento yo también».

 

Arturo Pérez-Reverte: «Escribo porque hace 25 años que soy novelista profesional, y vivo de esto. Es mi trabajo. Igual que otros pasan en la oficina ocho horas diarias, yo las paso en mi biblioteca, rodeado de libros y cuadernos de notas, imaginando historias que expliquen el mundo como yo lo veo, y llevándolas al papel a golpe de tecla».

 

Enrique Vila-Matas: «Ah, ya veo, vuelve la vieja y pérfida pregunta. Pero también podrían ustedes preguntarme por qué acabo de hacer una lazada en mis zapatos. Y también por qué no me he contentado con un nudo que, para el caso, me habría servido igual».

 

Carlos Fuentes: «¿Por qué respiro?»

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