Tengo dos cartas sobre la mesa, escritas por suicidas. Un hombre muerto y una mujer viva. Del primer caso sólo dispongo de detalles periféricos. Hace tres años el hombre entró en la sala de reuniones de su empresa, colgó un folio en la puerta diciendo no abrir sin llamar antes al 112 y se pegó un tiro en la cabeza. En el segundo cajón de su despacho, dejó un sobre. Alguna vez había informado a sus allegados de que si algún día ocurría algo, miraran allí: «Ante la autoridad que pueda corresponder […], en pleno uso de mis facultades mentales, declaro que soy el único y total responsable de mi muerte [y] de cualquier irregularidad que pueda existir en las empresas […], quedando por tanto exoneradas las demás personas. Firmo el presente libre y espontáneamente». A pesar de que no dispongo de ningún dato de tipo médico, estoy en condiciones de afirmar que el hombre miente. Sé, con el doctor Jonathan Cavanagh, que los suicidas están muy lejos de poseer plenas facultades en el momento de su muerte. Alguien podrá objetar, ciertamente, que el trastorno mental sólo se observa en el 95 por ciento de los casos. Pero estoy convencido de que es cuestión de tiempo que la suicidología desentrañe modalidades subclínicas, léase depresiones, con las que el cinco por ciento restante doblegue el instinto de supervivencia. De ahí que no crea en la libertad de los suicidas. Ni en su libertad, ni en su espontaneidad.
La segunda me afecta más personalmente. Conozco a la mujer y su historial médico. Hace un año, desde su habitación, llamó por teléfono a un familiar para despedirse e ingirió una indeterminada cantidad de pastillas. En algún momento dejó escrita esta carta en la cubierta de una libreta con recetas de cocina: «Para […], mi hija. Te quiero. Cuida mucho a mi nietecito. Un beso para los dos. Y un fuerte abrazo de tu madre. Siempre he querido lo mejor para ti y tus hermanitos. Pero no escucharon». El lavado de estómago que le practicaron en la ambulancia de camino a un hospital le salvó la vida. Lo último que recuerda haberles dicho a los camilleros es que la dejaran morir, y a su pareja, que por favor la incinerara. Estuve en su habitación vacía horas después del suceso. Y al día siguiente acudí al departamento psiquiátrico donde la habían derivado y donde esperé en el pasillo mirando mucho los azulejos. Estos son los antecedentes que rezan en su informe clínico: amigdalectomía, apendicectomía, colecistectomía, ooforectoctomía, diagnosticada de colon irritable, hipotiroidismo, síndrome depresivo, poliartrosis con lumbalgias frecuentes, pendiente operación de rodilla. La mujer llevaba dos años con muletas, pasaba gran parte del día tumbada en la cama y no se hablaba con ninguno de sus tres hijos. Es decir, aislamiento, dolor físico, dependencia, depresión, todos ellos factores de riesgo, warnings. Pero no quería ir por ahí ahora.
Sobre las notas de suicidio se ha desplegado una notable cantidad de mitos. ¡Cómo sobre el suicidio! El primero afecta a su frecuencia: sólo una cuarta parte de los suicidas escribe antes. Es un dato importante, dado que se sabe de algún investigador enredado con la lista de la compra del difunto y dilucidando entre suicidio/homicidio. Pero sobre todo, para suavizar la angustia e incertidumbre en los familiares. Un segundo alude al contenido. El porqué de un suicidio no se halla ni en las cartas, centradas en gran medida en asuntos cotidianos tipo las llaves del coche están sobre la mesa y acuérdate de pagar la factura de la luz. Y otro mito, derivado, se cierne sobre la sintaxis. El lector se habrá percatado de que existe una clara diferencia entre las dos notas: en la de la mujer hay despedida, cierto vuelo emocional. Es extraño, porque los suicidas no suelen decir adiós, tal es su desconexión con el mundo. Su discurso suele ser desafinado pero impasible. De ahí que sólo cuando se despiden, podamos devolverlos a la vida.