El que vaya a leer este artículo notará en el título que de las cuatro palabras largas la última está en minúsculas. La única razón es el sometimiento a las normas de la lengua en la que escribimos, el español. Al empezar a hablar de escritores urge hacer la pregunta de para qué sirven. O por qué es importante hablar de ellos, al margen de la situación de nuestro país. La principal tarea del escritor, y al margen de otras labores cuotidianas para afianzarse en la supervivencia personal, es alejarnos de la materialidad, hacer que busquemos la transcendencia. En el caso de Guinea Ecuatorial, esta búsqueda de la transcendencia es la que nos alejará de la animalidad en la que estamos viviendo, sostenida fundamentalmente por el régimen de Obiang Nguema. Entonces diríamos que por más que un electricista sea objetivamente más importante que un escritor, no suele ser usual que se espere que el primero tenga algo que decir hasta el punto de que le pidan su opinión sobre un asunto del que no ha dicho que quiera opinar, cosa que sí hacen con algunos escritores. (El maestro Ciriaco Bokesa, citando a Jesús Torbado, nos recordó que la razón de ser de la poesía es su inutilidad)
La importancia de lo que acabamos de decir es la que sostiene el hecho de que podamos decir, y para ahorrar palabras, que un escritor no debería estar al servicio del poder, y porque la cuestión planteada exige que, siendo el faro, sea la persona seguida por los individuos de la comunidad a la que pertenece. Entonces diríamos que nadie que pretenda ser escritor debería ser un servidor del poder vigente, sobre todo si se trata de una sociedad como la guineana. La llamada misma para ejercer de escritor habitualmente suele coincidir con formas de vida incompatibles con el pensamiento dominante. Cuando este supuesto no se ha dado en escritores con cierta valía, realmente suele ser en detrimento de la literatura, porque parte de la esencia se hipoteca en aras de una supervivencia rastrera.
Tenemos recuerdo de que en nuestro último viaje a Guinea Ecuatorial hablamos con dos escritores más jóvenes que nosotros sobre el mutismo colectivo en relación a la creciente proliferación de obras escritas sin ningún respeto a las normas lingüísticas, una circunstancia que no es óbice para que sus autores disfruten o exijan el disfrute de los caramelos de la gloria, aun sea en las exiguas dimensiones que exige su entorno intelectualmente raquítico. Nuestra convicción descansaba en el hecho de que la primera forma de elevar el nivel de conciencia social pasaría por la creación de un colectivo difícilmente susceptible de sucumbir a las intenciones fagocitarias del poder, pues la exigencia del respeto de las normas lingüísticas impediría el intrusismo, de manera que cualquier intonso con ganas de agradar para su particular medro encontraría difícilmente acomodo en un colectivo que sí las exige y cumple. Todo aquello dicho con el pensamiento en la idea redentora, permítanos la osadía, de la literatura.
Dentro del espíritu en que hacíamos aquellas reclamaciones también hicimos saber que nuestra exigencia de que los individuos llamados por las musas se constituyan en grupos activos no entraba en conflicto con nuestra práctica de no ejercer de manera simultánea de revisor o corrector ocasional de algún manuscrito con la de prologuista o glosador en clave positiva de los mismos. Encontrábamos en este asunto una contradicción. Y recientemente, y aprovechando un artículo de una escritora de estas generaciones recientes, dijimos que era imposible que alguien se hiciera atleta si no ha aprendido a andar. Es la crudeza con la que queríamos zanjar las cuestiones sobre qué excusas podíamos esgrimir para que nuestras composiciones estén plagadas de faltas y sean unos monumentos a lo que no se debería hacer, pervirtiendo el cometido mencionado anteriormente.
Lamentablemente, para llegar a la normalización de la difusión de escritos alejados de la normativa lingüística han prestado su contribución no solamente los factores históricos, como fue la saña de Macías contra los “intelectuales”, sino lo que le siguió después, hechos alejados o presentes a los que ha venido a secundar muchas instituciones de nuestra contemporaneidad, como la Academia de la Lengua de Guinea, los centros culturales y los escasos medios impresos del país. Nadie da la importancia debida a la lengua, doblegándose todos al pensamiento imperante. Como la mención de estas instituciones podría ser calificada de tendenciosa, urge aportar el hecho de que gozan de asiento en el seno de la AEGLE individuos carentes de credenciales suficientes en el dominio del español, los mismos que atestiguan la difusión por los centros culturales de obras que ellos firmarían, ya que las mismas serían el epítome de su estado mental.
Dos hechos han contribuido a esta proliferación de obras descuidadas, al margen de la acción u omisión de las instituciones citadas: cierta disponibilidad económica propiciada por la sobreabundancia de efectivo dinerario y la proliferación de negocios de impresión bajo el formato engañoso de editoriales cibernéticas. Es esto que se ha llamado autopublicación. Demostrado el carácter nefasto de ambos, queda por invitar a todos los que se escudan en el uso y abuso de otras lenguas africanas para justificar la proliferación de estas obras a la producción literaria en la lengua que más dominen, sea africana o la que tenemos por herencia colonial, pero no han de olvidar que sólo escribe y lee en una lengua quien aprendió a leer y a escribir en la misma, la única verdad que eliminará cualquier excusa trasnochada.
A mitad de estas reflexiones debía quedar consignado que la insistencia en la producción autopublicada de estas obras alejadas de cualquier normativa lingüística, y artística, es la forma que tienen sus autores de constituir el centro de atención de la parroquia a cualquier precio. Esto se confirma cuando se observa que a las presentaciones de estas obras van solamente los familiares o amigos del autor, como si la literatura de su comunidad no pudiera llevar un nombre, la señal de que sí sería de un colectivo cuyos miembros no deberían permanecer impasibles. Extrañaría, pues, que, actuando así, fueran contrarios a la dictadura imperante. Creemos que no hay más. Ah, solamente dispondría de algún tipo de dispensa para justificar sus tropiezos con la lengua los que fueron testigos de la lucha de Macías contra el saber, escriban o hayan decidido no hacerlo. Ya saben, a veces es grave pecado no barrer para casa o ver la paja en el ojo propio, como se suele decir. También hemos dicho que carecemos de credenciales para ser miembro de cualquier academia. Por si acaso.
Barcelona, 8 de agosto de 2022