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Escucha el latido del mundo: no hay ninguna razón para salvar a los bancos

 

 

La noche parece fatigada. Nos hemos alejado tanto que ya no reconocemos el pulso de los árboles. En Bestias del sur salvaje, Hushpuppy, la protagonista, Quvenzhané Wallis, una niña que mintió en las pruebas de selección (dijo que tenía seis años, cuando todavía no los había cumplido. Ahora, con nueve, es la más joven candidata al Oscar), coge un pájaro y se lo pone en la oreja para escuchar su latido, y lo mismo hace con un cangrejo o con una hoja. Para escuchar la voz de la naturaleza, que en la Luisiana, donde el joven director neoyorquino Benh Zeitlin encontró su destino y rodó su primer largometraje, que nos deja tan mudos como cuando un poema nos lee la caja de caudales del corazón, grita algunas veces. Nos habla de cómo cuando algo se rompe en un rincón del planeta algo se desgarra en el otro extremo, cómo nuestra corrupción no solo nos endeuda y degrada y hastía, sino que acaba haciendo más oscuras las polvorientas calles de Yamena. “Lo que quieres es que la cámara sea la niña, la idea es que cada fase de la película represente el punto de vista de la niña, por ejemplo, cómo se anda a los seis años, o el hecho de que la cámara esté siempre situada a la altura de una niña hace que se vea la espalda de los adultos y nunca la cabeza. También rodamos con lentes muy largas, porque mis recuerdos cuando tenía seis años no estaban centrados en los detalles sino en el total”. Cerca del suelo, de la luz, del agua que sube cuando los huracanes se abaten sobre esa costa y las autoridades se empeñan en rescatar a los indígenas de la vida que, contra toda lógica, contra nuestra lógica, se empeñan en seguir viviendo.

 

John Ralston Saul, autor de El colapso de la globalización y la reinvención del mundo, decía el domingo en una entrevista publicada en El País Semanal: “Existe una nueva religión absoluta del crecimiento, el comercio, la santidad de la deuda y de los contratos comerciales, con la que intentan hacernos creer lo inteligentes que son los políticos y lo estúpidos que somos todos los demás. Da igual lo mala que sea la situación actual, ellos siguen aplicando las mismas recetas, haciendo lo mismo. Eso es lo que se está haciendo en España y en todas partes. El sistema avanza en la misma dirección. Los problemas que hay se están agravando. Nadie reconoce cuál es el auténtico problema. El crecimiento no nos va a sacar de donde estamos; la austeridad, tampoco. Veremos cómo resisten todo esto las democracias. Están poniendo la democracia en peligro”. ¿Y no hay más remedio que seguir corriendo como potros desbocados hacia el abismo, como automóviles lanzados a toda velocidad contra el muro de hormigón del porvenir?

 

 

 

A diario asisto a reuniones y conferencias donde escucho palabras que parecen referirse a la realidad de nuestro mundo, de lo que nos pasa. Hasta que doy un paso imaginario atrás, como si me separara de la máscara que he ido alimentando todos estos años, y me abruma de repente la sensación de estar entre muertos. Como si todos nos hubiéramos convertido en personajes de Pedro Páramo y no nos diéramos cuenta. No quisiéramos darnos cuenta. Hablamos, nos tocamos, comemos, a veces incluso nos miramos a los ojos, y sentimos. Y respiramos. Aunque estemos muertos.

 

La lectura de Fama y soledad de Picasso, de John Berger, que vuelve la semana que viene a las librerías, me facilita dos citas. Una de Marx: “La humanidad se ocupa sólo de aquellos problemas que puede resolver; pues mirando la cuestión más cerca, nos encontramos siempre con que el problema surge sólo cuando las condiciones materiales para su solución o existen ya o están en proceso de formación”. (Es decir, cuando a la pregunta que le hice junto al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas acerca de por qué España no se implicaba del mismo modo que Portugal con Timor Oriental para resolver el conflicto del Sáhara Occidental, Javier Solana me respondió que él sólo se involucraba en asuntos en los que podía ganar, ¿estaba siendo aquel diplomata una especie de marxista sin saberlo?). La segunda cita es del propio Berger: “La pobreza no asusta a ningún español”.

 

La indignación y el hastío suben enteros como cuando sube la marea en la costa de la Luisiana. ¿Qué puede hacer una niña de seis años? ¿Qué podemos hacer nosotros cuando los representantes en los que habíamos depositado nuestra confianza se dedican a engañar para perpetuarse en el poder, para saquear las arcas públicas y comprar favores privados (socializando las pérdidas, privatizando los beneficios), olvidándose del sufrimiento concreto y del cinismo que su zapa extiende como una lepra? ¿Y qué hacer con el descarado comercio y la obscena subasta de la verdad que con tanto celo han practicado los medios que supuestamente debían de dar cuenta de los hechos? Tal vez estemos llegando al final de un camino que lleva desviándose hace demasiado tiempo, y estos partidos políticos tan prematuramente envejecidos por la codicia deban ser barridos por una ola como la que a veces sacude la costa de la Luisiana.

 

 

Dice el canadiense John Ralston Saul, que no deja de viajar y de escribir: “No hay ninguna razón para salvar a los bancos, no necesitamos tanto dinero. Lo razonable habría sido aprovechar la oportunidad para limpiar el desorden. No hay más que tomar el ejemplo español de Bankia. Una buena política habría sido, por ejemplo, que el Gobierno anunciara que pagaría todas las hipotecas hasta una cantidad determinada, pongamos 300.000 euros. Das el dinero a la gente que está en su casa y que tiene una hipoteca, y de hecho salvas a los bancos: es el ciudadano el que da el dinero a los bancos al cancelar su hipoteca. De pronto, la gente ya no tiene deudas y puede gastar lo que gana. Así es como se crea una clase propietaria y además se relanza la economía. Es tan simple”. Es urgente ponerse a pensar. 

 

Vuelvo esta noche a Bestias del sur salvaje, que resuena en mi cabeza como si hubiera vuelto a la orilla de un mar que late como late el corazón del bosque cuando lo azota la tempestad. El miedo nos atenaza. Hace demasiado tiempo. Recuerda John Ralston Saul algo que de tan evidente parece una verdad de Perogrullo: “El dinero es una convención. Un árbol es real, el dinero es una convención”. Y añade algo que no sabía: “la riqueza de Estados Unidos a lo largo del siglo XX está enteramente construida sobre el hecho de no haber pagado su deuda en 1929: tomaron dinero prestado en Europa, en los mercados, y con eso construyeron ferrocarriles, carreteras, rascacielos y tuvieron un colapso económico: quienes les dejaron el dinero lo perdieron y ellos se quedaron con sus infraestructuras. Estados Unidos vivió cinco colapsos que al final le dejaron libre de su deuda y le permitieron convertirse en líder a partir de 1935”.

 

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