Prescindiendo del hecho de que se trata de obras en español de autores españoles y su fecha de publicación (finales de 2023), El arte de encender las palabras y Los que escuchan no tendrían en principio gran cosa que ver entre sí. Pertenecen a géneros diferentes: ensayo el uno, novela la otra; sus autores, mujer y hombre, respectivamente, pertenecen, catorce años los separan, a generaciones diferentes, aunque sucesivas; mientras que en el primero la autora se nos revela, se exhibe, se autorretrata (pongan en todo esto medio kilo de comillas), en el otro hay una premeditada voluntad de ocultamiento o al menos de distanciamiento irónico; mientras en uno pareciera primar lo sensitivo, el temperamento, lo vivencial, una expresión libérrima, un tono más desenfadado, en el otro pareciera que ese venero irracional que constituye la materia prima narrativa estuviese más encauzado, hasta cierto punto. Mientras uno es un libro esperanzado –o al menos “esperanza de lo que ha perdido la esperanza”, que dijera Raúl Zurita–, el otro sin embargo bordea el nihilismo. Uno es un libro sobre literatura (en principio), el otro es literatura. Uno es un libro de citas (en principio), casi una antología, el otro es un libro para ser citado, antologado.
Y sin embargo, seguramente por haber ido leyéndolos en paralelo durante estos últimos días, en ambos detecto una serie de afinidades, concomitancias, rasgos de vecindad, o al menos de características, de fundamentos, valores, como queremos llamarlo, que hace que me guste ponerlos a conversar, que me apetezca, borrando la distancia sideral que separa esa ‘G’ de esa ‘S’, sentarlos uno al lado del otro en el anaquel, con las piernas colgando, como viejos amigos (cuando lo normal es que, quitando carambolas como la presente, estén fatalmente llamados a desconocerse). ¿Deliro, es fervor analógico o simplemente quiero aprovechar el viaje? Me explico.
Hay en los dos una potente voluntad de estilo. Y, lo que es más importante, hay estilo. Y técnica, complejidad, textura y hondura. Hay un ethos y un pathos. Una estética. Y un compromiso (más comillas), un compromiso con la literatura, por encima de todo, pero no solo, hay mucho de político ahí, de crítica a machotazos y de crítica a buril, de moral, pero sin moralejas. Hay empatía por los personajes, toneladas, ficticios o reales (comillas) y por los mundos en que por medio de los anteriores ambos textos se abisman. Y qué mundos y qué abismos. Y hay una tradición detrás. La visible y la oculta, que también se ve. Autoconciencia de ser parte de una serie. De que no hay nada nuevo bajo el sol. Pero un poco sí. Cultura, en mayúsculas. Ánima de palimpsesto. Pues hay riesgo y experimentación. E Innovación e imaginación. Sin volverse locos. Porque cada uno a su modo, pese a las desaforadas sinestesias, a las acrobacias sobre un cable delgadito, sabe que cabalga un tigre, pero sabe o intuye que es un tigre al que ha amamantado, un tigre que le ha devuelto la pelota antes de hacerse mayor (o a lo mejor fue al revés, primero le dio un zarpazo y luego le enseñó a pasar por un túnel de plástico, lo mismo es, el caso es que es un tigre, salvaje, pero su tigre).
Lo importante, lo trascendente, lo que los diferencia de otros muchos libros sobre literatura y de muchas novelas sobre lo que sea es que son dos artefactos, ya lo dije, que laten, que respiran, que manchan, que se nos suben a las sienes, que se nos apostan en los oídos y nos echan cosas seso abajo, los libros de dos poetas que rebosan no sé si la palabra es amor por las palabras, esa inutilidad, desde luego amor y (temor) por los sonidos, no, definitivamente la palabra no es amor, en el fondo dos poemas, por qué no, de dos grandes lectores, dos profesores, dos filólogos, pero sobre todo de dos escritores, no de dos eruditos a la violeta, que se respetan a sí mismos y que, por eso mismo, respetan al resto. Dos poemas, hemos dejado ya sentado, aunque en el fondo sabemos que no, pero se me entiende, dos “desmoronamientos organizados”, como en el poema de Emily Dickinson, llenos de carcomas, cutículas y mohos elementales, dos nichos cálidos, rellenos, ávidos de Vida (en mayúscula también), de ese tipo de Vida que Borges decía -mi mayooor pecaado– añorar cuando era evidente que alguien que se ganó la vida como inspector de aves de corral y que escribió sobre Schopenhauer en la revista ‘Hogar’ otra cosa no, pero vivido…
Porque hay que tener algo de mundo, ser y estar en el mundo, ser extemporáneamente contemporáneos, para crear mundos como estos, turbadores, conmovedores, espejos deformados y deformantes, que son y no son nuestro mundo, pero que lo mejoran, porque nos mejoran, aunque sea por un rato, haciéndonos más conscientes, atentos, agudos, silentes. Antenas.
Pienso en Blanchot, pero me había prometido a mí mismo repentizar más y pedantizar menos, así que terminaré diciendo que algo así solo se consigue tras un parto muy largo, no de elefante, de zapallo, pues las respectivas obras que firman Berta García Faet y Diego Sánchez Aguilar igual se han escrito en meses –la primera dice que en nueve: lo que tardo yo en elegir unos zapatos para al final comprarme unos tenis– o años –trece, han leído bien, en el caso del novelista–, pero que no pueden más que haberse gestado durante décadas, hay un rumor de gateos al fondo, y porque en algún momento hay que decir vengabuenoaquílodejo y seguir con la vida, esto es, con la literatura, y este oficio al servicio del talento y viceversa no sé si será revolucionario, pero desde luego un poco contracorriente y un poco tanque de oxígeno sí que es y es difícil no sentir admiración y alegría y, seamos sinceros, un poco de envidia y sentirse también un poco estepicursor, qué le hago si me tropiezo de puro tropo, cuando se emerge de ahí, de esa catástrofe, de ese verbenal, de esos dos círculos crecientes, como en el poema de Rilke, de maravilla, añado yo, que se extienden sobre las cosas, de esas dos ascuas, de esa belleza.
¿Que no he dicho de qué van? Por favor, no me sean prosaicos y vayan a su librería más cercana y róbenlos y cuando los hayan leído dónenlos a la biblioteca de su pueblo.
Es un decir.