Uno se asoma a la ventana y es la chica de ayer, o Elena Valenciano dentro del marco, como un holograma, o como los jedis que se le aparecen a Luke Skywalker (Yoda, Obi Wan y Annakin) sonriéndole al final de la saga. A falta de realidad la suya es una campaña mística que produce estos reflejos caprichosos, aunque no se sabe si es una mística religiosa o filosófica. Parece ser que en un principio fue la primera y, en el tránsito, de camino a la revolución vía Che Guevara, se alcanzó la segunda, donde, pudiera ser gracias a alguna sustancia, como marcan los cánones más ortodoxos, se llegó a la unión del alma con lo sagrado, que es la Mística, representado en Felipe González.
La ascesis ha elevado a la candidata a estas alturas, o lo que es lo mismo la afiliación temprana, juvenil, como una suerte de propedeútica. Para que luego hablen mal de hacer carrera en el partido. Nada de trampolín sino purga e iluminación. Valenciano admite haber dejado de estudiar porque se aburría, pero a juzgar por sus dichos debe de estar más preparada que el Príncipe con su erudición particular, y es que no todo el mundo puede conocer la realidad de Suramérica por las canciones de Silvio Rodríguez, o el origen del cristianismo por Jesucristo Superstar.
Podría hablarse de misticismo pop, un término muy de Movida (donde en ocasiones parece anclada), como corriente ahora que urgen ideologías. Uno lo veía venir observándola últimamente en esos escenarios, donde ya ahora unas veces se ve un poco al Siddharta de Hesse y otras a San Juan de la Cruz. Se ha llegado a pensar hasta en Madonna y su Like a Prayer en medio de los aplausos del mitin, al tiempo que se la imagina rompiendo un ejemplar del catecismo como rompían los poetas muertos el ejemplar de J. Evans Pritchard, y acordándose en este punto también de Rubalcaba y aquella confesión suya de que el reggaeton le inducía a mover el esqueleto.
Pero no se quiere uno desviar con la música que, sin duda, ha de interrumpir la Mística, como le ocurrió en el Penta por culpa de los Vega. Están los partidos nuevos y los viejos, uno de los cuáles es el suyo, en cuya sede se imaginan esculturas enormes de Felipe ocultas entre los armarios y los papeles como los Budas de las selvas birmanas cubiertos de vegetación. En semejante estado se presenta Valenciano a unas elecciones, quizá demasiado condicionada. Su principal rival también pertenece a un partido de los viejos, el otro favorito, pero se le ve más acostumbrado a los placeres, tan libre como uno de los invitados del Banquete de Platón (Cañete es un hombre al que le va una túnica), Sócrates o el último en hablar del amor, que es más humano que la Mística.