Toda prosa estudia para ser poema, como toda bestia que se ahoga bracea y patea hacia la superficie, buscando el aire.
En Yogyakarta converso con Laura Susilo. Acaba de regresar de Padang, en el poniente de Sumatra, donde hace tres meses la Tierra hizo un violento escorzo desprestigiando a Dios. El terremoto mató a cientos de personas y miles más tuvieron que ser acogidas en campos de desplazados. Ella llegó a la zona veinticuatro horas después de la primera sacudida : los edificios desmoronados apestaban a cuerpos en descomposición. El acceso a los pueblos era casi imposible : Laura tardó tres semanas en alcanzar la remota aldea en la que vive parte de su familia. «Al principio la gente no tenía qué comer. Recorriendo las comunidades, trabajando con ellos, de repente me di cuenta de que los niños no hablaban, no corrían, no jugaban. Y me oculté a llorar un minuto».
«Creíamos que pasarían meses antes de que aquellas personas retiraran los escombros, también los externos, pero a los pocos días los hombres marcharon al bosque a recoger palos y ramas con que levantar una cabaña frente a su casa derruida; destruido el sistema de tuberías las mujeres se organizaron para traer agua de los ríos; y en tiendas de campaña los niños recomenzaron la escuela. Todos luchaban por volver a vivir». Al contármelo Laura despunta sus ojos grandísimos, oscuros y asombrados.
En septiembre pasado, un martes por la tarde, caminando las calles de Sarajevo, Marco Hjranisca se detuvo, miró hacia las azoteas y me dijo: «Y pensar que no hace tanto tenías que correr por esta acera escondiéndote de los francotiradores. Valientes hijos de puta». Al sonreír se le forma el tejado de una eñe en la boca. «Que les den por el culo, vamos a beber una cerveza».
Dámaso Alonso se embarcó en enero de 1955 rumbo a América. En medio del océano se desencadenó la galerna: el poeta sintió miedo, miedo de naufragar, miedo de morir. Entró en su camarote, tomó una hoja de papel y esa noche escribió este poema.
ESE MUERTO
Viviría en la náusea, el estertor, el crimen;
en cavernas sin sonda, taponadas de fango,
o en atarjeas fétidas, entre ratas blanduzcas:
furtivos, hoscos dioses.
Aunque fuera sin dueño, sin amor, sin amigo,
sin un perro, una casa, una luz, una silla;
solo, tras los desiertos; o, en la jungla del tigre,
inerme, tierno, solo.
Viviría lombriz, sí, viviría hormiga,
instintiva potranca, absorto búho inmóvil,
o molusco sin ojos donde en roca mar bate
(o torpísima ameba).
En planetas de amonio, viviría, entre un vaho
soturno, en el que opacas lunas filtran luz ocre;
o arrastrado en postreras nebulosas en fuga,
entre hostiles portentos.
Ay, si le dierais vida (con miseria o con gozo;
en donde ‘libertad’ susurren brisas nuevas
o donde hiere el látigo rostros, espaldas corva),
ay, si le dierais vida,
viviría la ‘vida’ : ese palpo, ese pálpito,
su pulpa siempre virgen, el zumo de su tiempo,
el pulso de las venas, que proclama ‘adelante’,
su renacer continuo.
¡Ah, gloriosa, gloriosa! ¡Ah, tierna, intermitente
onda suave, onda en furia, que nos lames o azotas!
Ese muerto, esa ausencia, ¡ah, si vivir pudiera
como yo que ahora canto, lloro, rujo, estoy vivo!
No comprendemos casi nada, pero sí sabemos que el horror, ya informe, ya hondo, siempre desemboca en más vida, y que lo contrario no es cierto. El corazón, como una reata de bueyes, empuja deseclipsando mañanas. Quien desconfía del hombre, por qué mundo mejor peleará. Cómo se enfrentará al carcelero quien no cree en la intemperie.